Esta semana tuve que responder (bueno,lo hice con gusto, porque era para un trabajo de un estudiante de Bachillerato, alumno de una ex-alumna) a una encuesta literaria sobre gustos, preferencias, el personaje que me hubiera gustado ser y otras cuestiones y... me temo que he quedado sosa y hasta habré decepcionado.
Porque he sido incapaz de declarame (se entiende que fervorosa, exclusiva o rotundamente) joyceana, proustiana, kafkiana, valle-inclaniana, borgeana, cortazariana, cernudiana, chaceliana (pese al C.V.), faulkneriana,jamesiana, onettiana, vilariñana... (para no hablar de los siguen contando o cantando). Aunque dudé con Dostoievsky, caso de tener que decantarme obligatoriamente y elegir.
Me quedé tan pensativa que empecé a meditar. Y concluí que a lo que no renunciaría en literatura sería a las novelas (o poemarios, que también los hay)de ciudad, especialmente a las del siglo XX, que son las que nos han dejado esos espacios vistos al sesgo.Pero a las novelas en las que Boston, Viena, Berlín, Oxford o Madrid aparecen como espacios reales, nada de contrahechuras ni mixtificaciones.
Esta semana se celebró el Bloomsday y recordé que en su día me propuse hablar aquí del vilamatiano Nietzsky, tras el que se oculta (sometido a la peculiar ars combinatoria del autor) uno de esos escritores que sin duda deambularían por Dublín el miércoles 16 de junio: Eduardo Lago.
Su novela "Llámame Brooklyn" fue una de las mejores que leí en los años recientes (Premio Nadal 2006 y luego Premio Ciudad de Barcelona): una novela de novelas… y homenajes. Porque, aparte de las muchísimas historias que encierra, "Llámame Brooklyn" contiene también la historia de una novela: la que se ve obligado a completar Néstor Oliver-Chapman, un periodista del New York Post, a quien su amigo Gal Ackerman había confiado una serie de cuadernos y manuscritos, con el encargo tácito de que terminara su novela Brooklyn, tarea en la que el joven Ness emplea dos años –“dos años de obediencia a una voz que no cesaba”-, y tarea de la que también se incluyen referencias en el libro que el lector acaba por tener en sus manos, abriendo así sus páginas al campo de la metaficción, en apuntes normalmente breves y a menudo articulados como confidencia y coloquio: “¿Voy bien, verdad Gal? Los diálogos sin entrecomillar, entrelazados con la acción, como a ti te gustaba. Y ahora voy a hacer algo que también he aprendido de ti: intercalar fragmentos de mi diario”. Por esa vía, sabremos de los materiales que entran en la escritura de la novela –cartas, informes detectivescos, diarios, blocs de notas, recortes de prensa, relatos sueltos-, de las voces (y fuentes de información) que completan determinadas lagunas de la historia, del modo de tramarla, de las dudas y vacilaciones del segundo autor, de los enigmas que envuelven la escritura.
"Llámame Brooklyn" comienza justamente por el final: con la escena en la que Ness, a modo de ofrenda, deposita el manuscrito terminado en la hornacina construida junto al sepulcro donde yacen los restos de Ackerman, en el cementerio de Fenners Point. Y no es casual que esta escena –aparte de anunciar la radical subversión del tradicional orden del discurso narrativo que le aguarda al lector de estas páginas- sea el marco inaugural de una novela cuyas innumerables y heterogéneas historias llevan como sello común la alianza amor-muerte (y en algunos casos amistad, como la nacida entre Ness y Gal).
Respecto a la filiación cervantina de la novela de Eduardo Lago, no tenemos aquí el truco del manuscrito hallado pero sí el manuscrito legado, la presencia de dos autores, la polifonía o pluralidad de voces narrativas que se suceden y alternan (e incluso disputan entre sí a la hora de fijar matices y detalles), la inserción dentro de una historia-marco de muy diversas historias que responden a otras tantas modalidades narrativas, el empleo del humor, la ironía y la sátira (esta última aplicada a nosotros, los críticos literarios y tótems universitarios: Harry Blum, por ejemplo), el juego especular entre realidad y ficción, la exaltación del amor –loco o fou- como sentimiento fronterizo (que en El Quijote lleva a la acción y aquí, romántica y rilkeanamente, a la creación), e incluso la vida y andanzas de un héroe, puesto que Llámame Brooklyn es, en parte, una novela de protagonista, y éste, Gal Ackerman, un anti-héroe de nuestro tiempo (Lermontov es otro de los escritores homenajeados en estas páginas) que, si no sale por los caminos, sí viaja y (joyceanamente) deambula por los barrios y las calles de Brooklyn, entre sus gentes.
Ackerman escribe su novela con el secreto anhelo de que algún día Brooklyn tenga como lectora y destinataria a Nadia Orlov, una joven estudiante de violín, con quien Gal había mantenido una apasionada y tormentosa relación. En este sentido, la novela quiere ser una carta de amor en la que Ackerman declara quién es, relatando su linaje y autorretratándose en su circunstancia. Y así, una parte de la novela se remonta hasta la Guerra Civil española, en la que el padre legal (que no el biológico) de Gal, Ben, participó como miembro de la Brigada Lincoln, veta narrativa que agavilla un haz de historias de amor y muerte protagonizadas por personajes tan singulares como la miliciana Teresa Quintana (la madre real de Gal); el brigadista italiano miembro del Batallón de la Muerte, Umberto Pietri (el padre); el escritor británico Ralph Bates, y tantos otros. Por esa línea, la novela se remonta también hasta el Brooklyn de principios del siglo XX, que tuvo su cronista y fabulador en el abuelo paterno de Gal, un viejo anarquista colaborador del Brooklyn Daily y activo miembro de la Cofradía de los Incoherentes, en la que Eduardo Lago incluye también a su admirado escritor Felipe Alfau. Y por supuesto, esta otra veta es tan tentacular y plural como la anterior, pues de nuevo aparecen más y más personajes peculiares, portando cada uno su pequeña historia a cuestas.
La circunstancia del Ackerman que se encierra a escribir Brooklyn tiene como epicentro el “Oakland”, un bar regentado por un emigrante gallego, donde recala la más variopinta y heterogénea fauna de desterrados y derrotados, un retablo entre el underground y el malditismo, con toques portuarios y canallescos, y retablo repleto de figuras cuyos pasos y andanzas desparraman las líneas narrativas de Llámame Brooklyn por innumerables y sorprendentes sendas.
En la estela de fragmentación y ruptura respecto del referente canónico diecinuevesco que caracteriza la narrativa vanguardista del XX, Llámame Brooklyn es una novela llena de homenajes directos o indirectos a determinados escritores y/o referentes literarios: ahí están las escenas protagonizadas por Felipe Alfau (cuya conferencia en el Hotel Chelsea –otro espacio emblemático- puede tomarse a modo de una poética de la narración) y Thomas Pynchon (hilarante farsa que cuestiona el vedettismo exhibicionista de tanto escritor contemporáneo), y los múltiples relatos o historias que deben leerse en clave literaria pues son textos deliberadamente escritos a la maniére de… Lewis Caroll o Truman Capote, por poner dos ejemplos extremos.
Y por supuesto, y en tanto que el espacio físico de Brooklyn es otro personaje más (que, como los otros, nos conduce asimismo a más escenarios: el Hotel Chelsea, Coney Island, los Muelles o el Astillero, el gimnasio Luna Bowl, más bares), y muy poderoso, esta novela contiene también homenajes al cine, a la pintura (espléndido es el relato “Kaddish”, en torno al suicidio de Mark Rothko) y al jazz, muy en consonancia con el sincretismo artístico de las vanguardias.
Naturalmente, muy de acuerdo con la estirpe literaria de que procede, Llámame Brooklyn es una soberbia novela de lenguaje(s).