De nuevo, como era previsible, sigue siendo otra vez lo mismo.
Y no sé si por estar en la noche de San Juan, con el olor a pólvora quemada y a fuego... recuerdo la importancia de, al hablar de bombas, recordar su olor y hasta su sabor.
Así lo hice en una breve escena de mi última novela
tuve que currarme el tema, eso sí):
La escena arranca con el regreso del personaje narrador, un joven estudiante de ingeniería a la pensión donde se aloja, y se encuentra esta escena en el portal del edifico, con el comadreo previsible:
Al regresar a casa, un nutrido grupo de vecinos
de los inmuebles cercanos se apretujaba en la acera, frente a nuestro portal,
envuelto en una iluminación extraña. Los primeros cuchicheos que llegaron a mis
oídos eran similares a los que había ido sorprendiendo a lo largo del día en mi
deambular de aquí para allá: especulaciones y cábalas, protestas e insultos.
-Parece que aún respira algo –le contaba una
señora a otra.
-Poco, muy poco; respira deprisa y le cuesta
mucho –agregó un señor que acababa de abandonar el portal.
-No me extraña que se ahogue. Ahí dentro
hasta los sanos acaban asfixiados –renegó un viejecillo que le acompañaba-. Si
en vez de arremolinarse y estrujar, echasen una mano…
-¿Qué podemos hacer? –se interesó una joven.
-Darle un coñac que lo reanime –contestó el
anciano.
-¡Quiá! ¿No se ha leído usted el folleto? –le
increpó una señora de mediana edad-. Eso acabaría de matarlo.
-Mujer, siempre se ha dicho que en estos
casos, un buen trago…
-¡Ni hablar! –sentenció la otra.
-Pues al menos unas friegas –sugirió el
primer señor.
-Ni alcohol, ni vino, ni ron, ni licores, ni
coñac –recitó la señora, que por lo visto se sabía al dedillo las instrucciones
de los folletos repartidos al organizar la Defensa Pasiva.
-¿Entonces qué?
-El café siempre espabila y no hace daño
–apuntó la chica.
El señor se rió con descaro al replicar.
-¿Café? A buenas horas…
-Pues bicarbonato, que ayuda a eructar.
-Hay que hacerle la respiración artificial –indicó
la sabia.
-Pero si tiene los labios teñidos de sangre
–terció otra mujer que salía del portal.
-Por la nariz aún le corren dos hilillos y por
la boca escupe una espuma amarillenta como el cuajo.
Reconocí la voz de Montserrat, la dueña de la
lechería de la calle Casanova y fui hasta ella. En cuanto me aclaró lo
sucedido, di la vuelta braceando con fuerza y gritando que me abriesen paso. En
el portal no cabía ni un alfiler. La extraña iluminación procedía de las llamas
de las velas que algunas mujeres sostenían con manos temblorosas.
-¡Apáguenlas inmediatamente! –ordené
encolerizado.
Cuando por fin alcancé la garita, el sudor me
empapaba axilas y espalda. Sentí como si toda la sangre me fluyera al corazón y
se detuviera allí. Era una angustia física, próxima a la náusea, que me dejó
paralizado. Por un momento temí que iba a vomitar todo el horror presenciado a
lo largo del día, pero la imploración de Piluca…
-Ten compasión de él, Señor –gemía, sentada
en la sillita de anea, encogida y frágil, vencida por el peso de su hijo Manu,
demacrado y rígido, y al que su madre abrazaba y acunaba, repitiendo entre
sollozos su plegaria.
La besé en la frente y le susurré unas
palabras al oído. Cuando noté que poco a poco iba aflojando los brazos, me
saqué la americana y la extendí sobre la pequeña mesa para depositar en ella el
cuerpo aterido de Manu, que temblaba.
-Traiga una manta, Piluca, o déme su chal. ¡Y
un paño! –agregué.
Lo incorporé hasta medio torso y le limpié la
sangre y los esputos y las babas, mientras esperaba a que cesase un violento
ataque de tos. La convulsión despertó al pobre Manu de la semi-inconsciencia en
que yacía.
-Tengo arena en los ojos –musitó con voz áspera
y reseca.
Al inclinarme, antes de abrirle los labios,
susurró:
-Huelen a paja podrida y a chocolate …, los
gases…
Aunque lo cuento lentamente, en realidad todo esto fue mucho más rápido porque las cosas sucedían de forma simultánea y también las voces fluían de ese modo. Ignoro el tiempo que llevaba inclinado sobre Manu, pegado a sus labios, cuando se oyó con nitidez una sirena que rasgó el espeso silencio que por fin se había creado a nuestro alrededor. Entraron unos camilleros y acomodaron el cuerpo del muchacho sobre unas angarillas de lona, ajustándole la máscara de oxígeno. Después se lo llevaron enseguida y yo aún permanecí un rato en la garita, anonado y exhausto. Me sentía incapaz de subir a encerrarme en casa, seguro de que la soledad me asfixiaría y regresé a las calles: los corros se iban disolviendo, pero las voces del horror no se acallaban:
-Yo he visto algunos cuerpos carbonizados.
-Se achicharra hasta el pulmón.
-¡Ès
esgarrifant!
-Los filtros de carbón ya no sirven de nada.
-Cada día inventan gases nuevos.
-Los de ayer olían a almendras amargas.
-Pues en el refugio un señor contó que
apestaban a mostaza y ajo.
-Ése es el gas leproso. Lo dijeron los rusos.
-Si te ataca, te llenas de costras
purulentas.
-¿Qué diferencia hay entre absorción y
adsorción?
-En casa, un vecino consiguió magnesio
inglés, pero del efervescente.
-Ése no sirve.
Estimada Ana Rodríguez Fischer,
ResponderEliminarestoy intentado localizar su correo electrónico en internet, pero hasta ahora me ha resultado imposible. Le ruego que se ponga en contacto conmigo: diegovaya@hotmail.com
Gracias
Un saludo
Diego Vaya