jueves, 30 de diciembre de 2010
ALBSTADT...
una BLANCA NAVIDAD...
La misma que aprendíamos en las canciones (¡tan lejanas, tan increíbles, tan inverosímiles y por eso deseadas!)
Y sin embargo....
Existen esas casas casi mágicas y los desayunos pantagruélicos... a base de mil panecillos indescriptibles...
Hay la permanencia (espacios que permiten conservar lo indescriptible), verificable en el paraguas tan retro
o en paisajes inmutables
... los abetos...
y el sosiego que brinda el silencio de la nieve...
Y aunque aparezco de espaldas, os deseo, de frente y de verdad,
UN VENTUROSO 2011.
P.D. Habréis adivinado, por lo excepcional, que las fotos son de Nico, que me acompañço en este paseo navideño en Albstadt, la "ciudad" blanca.
jueves, 23 de diciembre de 2010
FORTUNA
y dado que el año pasado el décimo del Departamento nos aportó 120€ per cápita, como ya os conté, este año celebraremos las fiestas con
Sin embargo, como soy optimista por Naturaleza, confío en las próximas horas no verme obligada a redactar cartas como las de este pobre chiquillo.
¡FELICES FIESTAS!
domingo, 19 de diciembre de 2010
LA RAMBLA
Barcelona siempre quiso ser otra.
Hubo un tiempo en que quiso ser París y edificó arcos de triufo et altri.
Luego quiso ser chicago y así...
Ahora no quiere ser ella misma (lo que nos pasa a todos) y pretende eliminar... algo que la distinguió: los puestos de las Ramblas.
No me detendré en evocaciones nostálgicas (que implicarían recordar cómo reiteradamente me negué a comprarles tortugas a mis hijos después de la traumática experiencia vivida con mi hermano pequeño el día que la tortuguita decidió desaparecer),
pero sí reafirmo que...
los nuevos chiringuitos son un asco.
Y que no se justifica la erradicación de...
Adela Mejías me envió este e.mail que reproduzco, con cariño.
martes, 14 de diciembre de 2010
ENRIQUE MORENTE
FÉLIX GRANDE: Memoria del Flamenco. Madrid, Espasa-Calpe ("Selecciones Austral, 59"), 1979, pág. 668.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
Progresos
Ayer, en las noticias, veía un pequeño reportaje (verdaderamente entrañable) de un par de escuelas.
En una, habían decidido instaurar 15 minutos diarios de lectura, al inicio de la jornada. Lo singular es que los alumnos más mayorcitos (10 u 11 años) son los que leen/acompañan a los más pequeños. En otra, y en horario extra-escolar y como una actividad adicional, habían organizado talleres de lectura. ¡Qué entrañable ver y oír a aquellas criaturas: la emoción con que una decía haber descubierto la palabra "cataclismo" (o acaso "catástrofe", no lo recuerdo con precisión).
Porque se trataría de librarnos de según qué c.....
A ver qué pasa de ahora en adelante, y en lo que a nosotros nos concierne, dado que van a gobernarnos quienes en pasadas décadas asfixiaron la ensañanza pública en detrimento de....
jueves, 2 de diciembre de 2010
PATRIMONIO
Y es que he estado leyendo Seductores, ilustrados y visionarios (Seis personajes en tiempos adversos).
Los personajes son Manuel Sacristán, Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Joan Fuster, Alfonso Comín y Terenci Moix.
La narración de hechos (como tales hechos) no es lo que más me ha conmovido (igual no es esta la palabra, como tampoco lo es interesado; pero aquí escribo con rapidez, espontáneamente), dado que había leído un buen número de páginas memorialísticas sobre aquellos tiempos aventurados, firmadas por varios de sus protagonistas.
Lo que me prendió fue más el retrato personal de algunos de ellos, la selección de ciertos momentos decisivos (que Castellet vivió y compartió), reveladores del fondo personal.
La narración dedicada a Sacristán y su proceso de evolución ideológica es muy aguda, y además incluye cartas que el filósofo le enviaba a su amigo, por aquellos años (1950-51), recluido en un sanatorio de tuberculosos, en Puig d'Olena. Páginas memorables éstas, por cierto; páginas que dialogan con la más alta y mágica literatura sobre el tema, como podréis suponer.
Reveladoras son algunas instantáneas de Carlos Barral en torno a 1962 y su conflicto personal, y su necesidad de huir y el modo de sofocar tanta imposibilidad y el epílogo de 1972: "Huir, huir, todos lo hacíamos, siguiendo las pisadas del tiempo que huye de modo irreparable. Había que diferencias, sin embargo, a los que huían de la inexorabilidad del tiempo que pasa de los que huyen de sí mismos. Me miró. Tenía sueño y había bebido un poco más que yo. Dijo que sí y se tendió en la cama" (pág. 136).
En esa misma línea puntea Castallet un par de momentos en los que a Gabriel Ferrater empezó a entrarle el miedo. "miedo de perderse en el aeropuerto, miedo de enfrentarse a un trabajo de compromiso muy concreto, miedo de la posible soledad en Ginebra... Era el miedo que, como una constante, traduciría siempre su poesía, una de las mejores autobiografías que se han escrito nunca" (pág. 153).
Y recordé otras evocaciones de Gabriel Ferrater (y de aquellos años).
Sobresaliente es la de Félix de Azua en su novela Momentos decisivos (Anagrama, 2000), donde Azúa narra un periodo decisivo de nuestra historia, cuando amanecía "la barbarie de las imágenes" (o la sociedad del espectáculo, según los situacionistas, que también están por aquí) y algunos tomaron decisiones que nos seguirían amarrando durante un tiempo. Entre los personajes hisoricos, está Gabriel Ferrater, en una memorable escena que transcurre en la Plaza Real, cuando los poetas (Gimferrer incluído, llamado aquí Pere Comamala) son abordados por un par de grises:
Eran dos mozos altos y fornidos vestidos con pantalones lamentables que les quedaban cortos a la altura del tobillo y muy ceñidos en el culo. Miraban distraídamente pero sin perder detalle, con admirable profesionalidad. Por algún motivo uno de ellos se fijó en Gabriel, quizás en razón de las gafas oscuras que usaba incluso de noche. Los tres amigos habían callado y hacían esfuerzos para mirar hacia otro lugar. También en las mesas próximas se hizo el silencio. Era la ronda de las grandes alimañas y las dulces bestias rumiantes contenían la respiración.
Uno de los policías, adornado por un bigote mexicano de puntas caídas, se acercó a la mesa, metió los pulgares en el cinturón y se dirigió a Gabriel con un movimiento del mentón.
-Tú. Documentación.
El poeta Gabriel Vallverdú enderezó el cuerpo que había ido resbalando hacia el suelo y del que ya sólo apoyaba en el asiento el extremo de la rabadilla, y miró con expresión perfectamente ingenua al policía.
-¿Qué entiende usted por documentación, señor agente?
El segundo policía se colocó junto al compañero y dijo, 2déjamelo a mí".
La escena no ha acaba aún.
Es una invitación a la lectura de esta novela, así como también de "Historia de un iduiota contada por él mismo" (1986) y "Diario de un hombre humillado" (1987), espléndido díptico que acaba de reeditarse en un sólo volumen, dado que Félix de Azúa (también él como Ferrater, miembro del "legendario" comité de lectura de la editorial de Carlos Barral) y los escritores de su generación fueron "mis hermanos mayores", así que integran igualmente el mencionado patrimonio.
Pero, volviendo a Gabriel Ferrater, aún he de recomendaros otra lectura: F (2003), la hermosa e inquietante novela en la que Justo Navarro nos entrega otros momentos decisivos, entre los cuales sobresalen aquellos en los que vemos al poeta, que en un café de la plaza Prim de Reus había anunciado a su amigo Jaime Salinas la resolución de suicidarse a los cincuenta años ("edad a la que uno ya ha hecho todo lo que tenía que hacer") en esos instantes de ansia de pureza o lo oímos expresar su convicción de que la literatura "no trata de la experiencia, sino de la inexperiencia con que nos acercamos a las personas" (pág.102).
Y podría seguir, claro, pero no se trata de poner más deberes...
P.S. Es Martin quien desde este otoño ilustra mis entradas del Blog. Aplausos, porfa!
jueves, 25 de noviembre de 2010
BARCELONA-MADRID
Por esos mismos días, revisábamos las "Cartas marruecas" de Cadalso y les invitaba a los alumnos a reparar en la Carta XLV, aquella que narra la llegada del joven Gazel a Barcelona y dice así:
"Lo poco que he visto de ella me asegura ser verdadero el informe de Nuño, el juicio que formé por instrucción suya del genio de los catalanes y utilidad de este principado. Por un par de provincias semejantes pudiera el rey de los cristianos trocar sus dos Américas. Más provecho redunda a su corona de la industria de estos pueblos que de la pobreza de tantos millones de indios. Si yo fuera señor de las Españas, y me precisaran a escoger los diferentes pueblos de ella por criados míos, haría a los catalanes mis mayordomos".
Años después, en julio de 1814, Leandro Fernández de Moratín llegaba a Barcelona, estación de lo que sería su peregrinaje hacia el exilio. Al principio, instalado en una mala posada de "una callejuela llamada Carrer den Petrixol" (Petritxol, en realidad), apenas trataba a nadie y se pasaba la mayor parte del tiempo encerrado. Sin embargo, a medida que transcurren sus TRES AÑOS BARCELONESES se va animando, al par que se familiariza progresivamente con la lengua, las gentes y la vida de la ciudad: disfruta del teatro, de las nuevas amistades o de la alegría de fiestas y celebraciones populares como el Carnaval y el baile de "gigantones" del Pí.
Ya en enro de 1816 se propone no moverse de Barcelona mientras viva en España, tan a gusto se siente "entre unas gentes, las más tolerantes, las menos chismosas, las menos perseguidoras de la Península, tal como le cuenta a su amigo Melón. Sin embargo, el retorno de la Inquisición, a mediados de 1817, le obligó a poner pies en polvorosa: primero a Montpellier y luego a Burdeos, donde muere el 21 de junio de 1828.
Esos mismo día seguía yo con mi trasiego azoriniano. Revisaba unas páginas para responder a la consulta de una alumna, pero el caso es que me metí de cabeza en su lectura sobre el "Don Álvaro", del Duque de Rivas, que es un hilarante ejercicio de deconstrucción muy útil y recomentable para aprender a leer y a escruibir (a algunos escritores les convendría hacerlo para que a sus novelas no les salga barriga, como a los bizcochos). Bien, el caso es que cuando Azorín recorre la escena que transcurre en el "paisaje áspero y espiritualizado" que rodea el convento de los Ángeles, y habla del profundo atractivo de estos monasterios agrestes, recuerda un poema de Maragall, los "Goigs a la Verge de Nuria", y cita unos versos:
Verge de la vall de Nuria
voltada de soletats
que inmovil en la foscuria
i en vostres vestits daurats,
oiu la eterna canturia
del vent i les tempestats...
Y ayer escuchaba el debate de "59 segundos", y hablaban los contertulios de las inminentes elecciones en Cataluña, y de ciertas estrategias de "Madrid" y...
... además, se acerca "el clásico", el lunes...
Recordaré a mi padre, Imaginaré los gestos de Nico viendo a su penya berlinesa en el bareto berlinés donde se reúnen, y...
yo estaré en el sofá de Aribau, con Adrián, que sólo se detiene n...
(la segunda parte del Palastikos, o como sea, ayer noche).
¡Lo dicho!
domingo, 14 de noviembre de 2010
ORY x FERRERO
Aun a riesgo de resultar fúnebre... me animo a sacar una entrada que reproduce (más o menos de manera fidedigna) la asociación que se estableció en mi mente la semana pasada cuando leí la Necrológica que "El País" le dedicó a Carlos Edmundo de Ory (y que por cierto me pareció raquítica. No era para relegar la noticia a ese espacio de Obituarios ni para escatimar tanto el papel).
Y es que el poeta postista y su mundo había vuelto a mi memoria a raíz de algunos personajes, no tan periféricos aunque sí extravagantes, de la novela de Guelbenzu "El amor verdadero": el círculo que integran Cadavia y sus amigos Juan de Septiembre y el poeta feérico Palacius, que representan una España irreal y fantasmagórica y conforman "un trío entregado a las artes, la conspiración y el noctambulismo", mediadores y mentores de los jóvenes sesentaiochistas.
Poco después leía "Balada de las noches bravas" (Siruela), de Jesús Ferrero, y en ella me encontraba con toda una escena en que un escritor en ciernes visita al poeta ya en su exilio francés:
Esa noche le prometí que seguiría en París y esa noche decidí ir a visitar a Carlos Edmundo de Ory.
De madrugada me subí al tren que habría de dejarme en Amiens y llegué a casa del poeta hacia las diez de la mañana. Hacía frío, la escarcha cubría el suelo y en los campos de Amiens brillaban las ramas de los robles quemadas por el otoño. Ory vivía en la buhardilla de una casa que entonces se hallaba a las afueras de la ciudad y sus ventanas daban al campo. Cuando llamé a la puerta de su casa, Ory estaba todavía en la cama, pero se levantó para abrirme en compañía de una mujer de unos veintidós años, de un rubio tan claro que parecía albino.
Ory me indicó un asiento y me pasó un libro de magia negra para que me entretuviera un poco mientras ellos se aseaban. Toda la casa estaba abuhardillada y reinaba un amable desorden jalonado de objetos sorprendentes. Parecía al mismo tiempo la casa de un bohemio y la cueva de un chamán.
Ory tenía entonces cincuenta y seis años, la barba y los cabellos blancos, la mirada intensa y sufriente, y por lo que pude ver ese día, vestía ropas ajadas en un estilo más próximo a la generación beatcknis que a los jipis.
A las once salimos los tres de casa y nos fuimos paseando hasta el centro de la ciudad, que exhibía sus casas oscuras y sus canales pútridos bajo el tibio sol de invierno. Entramos en un café frente a la ennegrecida catedral y, mientras desayunábamos, le di recuerdos de Alvar y luego intenté contarle como pude todo el asunto de Beatriz.
Tras escucharme con mucha atención, Carlos Edmundo de Ory se quedó mirando hacia la catedral y musitó:
-Todo lo que dices me huele a posesión diabólica. Trae contigo a la chica e intentaremos hacerle una especie de exorcismo. A veces funciona.
-¿Cómo dices?
Con un movimiento de cabeza Ory pareció borrar lo que acababa de formular ante mí y añadió:
-Tráela contigo mañana mismo. Tengo que verla para poder formular un diagnóstico.
Me pareció correcto y esa noche, al llegar a París, conseguí convencer a Beatriz para que me acompañase a Amiens. Y fue así como me presenté con ella en la casa del poeta. Ory la miró con sus ojos de brujo y acercándose a mí me susurró al oído:
-Pobrecilla, es un ángel caído. Y tiene figura de torero. ¡Qué maravilla!
-No te entiendo, Carlos. ¿Qué quieres decir?
-Mírala con más amor, cretino. Tiene cara de Santa Eulalia, aquella mártir de Mérida a la que iban desnudando los romanos mientras la conducían al martirio, aquella virgen que se perdió tras la niebla… Está como borracha. El carterista le ha sorbido la voluntad. Eso es lo que ahora no tiene, Ciro, voluntad.
-¿Y qué podemos hacer?
-Tomar una decisión, pero todavía no.
Ory cogió las manos de Beatriz y empezó a mirar sus líneas.
-Mancha en el monte de Venus. ¿Has abandonado a una persona que querías mucho?
Beatriz se echó a llorar. Ory continuó mirando las manos y susurrando:
-Línea del corazón muy marcada. Gran capacidad de entrega, pero también de entrega a la idiotez… Tendencia a la precipitación, inclinación a tomar decisiones demasiado rápidas y demasiado equivocadas. Ambición y vida tortuosa y difícil. ¿Vas a seguir con Paolo?
Beatriz, que llevaba un rato hipnotizada por la mirada y las palabras de poeta, gritó:
-¡No!
Ory la acogió en sus brazos, le dio un beso y le dijo al oído:
-Antes de seguir haciendo locuras, preferiría que te vinieses a Amiens. Beatriz, eres un arcángel.
Esa noche Ory organizó una ceremonia medio espiritista en su casa. A la luz de siete velas y mientras bebíamos vino de Borgoña el poeta nos ordenó cerrar los ojos y juntar las manos. Entonces empezó a decir:
-Pensad en un río, pero pensad en él desde su cualidad de organismo más que como mero flujo de agua. Un río es como una serpiente líquida que repta entre las piedras a una gran velocidad y con una gran suavidad. Imaginad ahora que os bañáis en ese cuerpo líquido. Si fuésemos conscientes de que un río es un cuerpo nunca nos perderíamos en él, decían los cabalistas. Nos ahogamos cuando perdemos los límites del mundo y los límites de nosotros mismos. Permanezcamos un poco en nuestro ser, no lo abandonemos frívolamente, cobijémonos en él, pues en definitiva sólo él nos ayudará a ver el mundo como un cuerpo líquido por el que podemos fluir sin miedo a perdernos en él. ¡Viva la eternidad de estos segundos, viva la eternidad de cada minuto, viva el vino del amor! –exclamó el poeta abriendo mucho los ojos. Luego apuró el cáliz de cristal de roca que reposaba en el centro de la mesa, y lo fue pasando a los demás.
Aprovecho el funesto azar y la asociación "automática" para incluiros las notas de mi lectura de "Balada de las noches bravas", según apareció recientemente en Babelia.
Del secreto de las pasiones y de las experiencias del deseo nos habló recientemente Jesús Ferrero en su ensayo Eros y misos (XXXVII Premio Anagrama), y ahora, en esta Balada de las noches bravas el autor nos cuenta una historia de amor cuya pulsión, desde el latido primero hasta el renacimiento último, va fatal e ineludiblemente ligada a los deseos de los otros, impregnándose también de soledad, incertidumbre, mentiras, delirios, celos, traición, envilecimiento, locura o muerte. Y es en esa expansión de lo íntimo, en el trazado de esos otros círculos de amistad, poesía o ebriedad intelectual, donde a mi juicio esta Balada de las noches bravas alcanza sus mejores logros.
Porque en su novela Jesús Ferrero narra la educación sentimental de una generación, la del autor: la juventud universitaria que en los primeros años setenta presenció el crepúsculo de las ideologías al ritmo del rock and roll.
Estructurada según el modo lineal característico de una novela de formación y aprendizaje, dividida en cinco partes –Mundo, Limbo, Purgatorio, Inferno y Paradiso- que marcan las distintas etapas de ese proceso de crecimiento y de conocimiento (de uno mismo y del mundo), la novela tiene como escenarios principales Pamplona y París, y está repleta de episodios, experiencias y situaciones protagonizados por un amplio abanico de personajes muy representativos de aquellos años, y de los sueños y promesas que albergaban. Muchos, deslumbrados por el aura del malditismo en alguna de sus posibles formas.
Ahora bien, el paisaje de aquella juventud, además de trazarlo directamente a través de la línea anecdótica de la novela, Jesús Ferrero lo construye también mediante la presencia de una serie de personajes reales a quienes podemos considerar como faros y guías, auténticos maestros, o ídolos admirados como la frágil Audrey Hepburn, y a quienes el autor rinde homenaje y reconocimiento o, por el contrario, con quienes ajusta cuentas. Son impagables los retratos que aquí se nos entregan y la aparición de esos personajes en escenarios emblemáticos, sean los salones de sus casas, los cafés, el hotel Marigny o el hospital psiquiátrico de Saint-Anne. Y es impagable y valiosísima la reconstrucción de su palabra, su discurso. Y así, descubrimos la mirada “intensa y sufriente” de Carlos Edmundo de Ory en su buhardilla de Amiens; vemos a José Ángel Valente en Ginebra y evocamos su mística de la privación y de la desnudez; nos reencontramos con Alfonso Costafreda pocos días antes de su suicidio: “Parecía la encarnación de la ansiedad girando en torno a un lugar fijo de la mente”; asistimos al atropello y la muerte de Roland Barthes; entramos en la casa parisina de Julio Cortázar, “sereno y bondadoso”, casi un ser mitológico; escuchamos las lecciones y las conferencias que Deleuze, Lévy-Strauss y otros filósofos dictan en la universidad o en el Colegio de Francia; oímos al entonces exiliado profesor García Calvo en la cueva y guarida de La Boule d’Or impartir su seminario semanal sobre los presocráticos; resuenan las conversaciones entre Foulcault y Althusser en el Flore: “Las ideologías son esas rameras en las que se ha ido refugiando la religión; y nos estremece la confesión de Althusser y el consejo que le da a Ciro cuando ambos se encuentran en “la casa de los locos” que dirige Jacques Lacan: “Lo más vertiginoso de la vida es que nada se repite y todo es como un viaje hacia no se sabe qué luces y hacia no se sabe qué tinieblas…”.
De ese viaje y de ese vértigo trata esta hermosa novela, lírica y trágica.
sábado, 13 de noviembre de 2010
HAROLDO CONTI
Últimamente me he aficionado al programa de Gabilondo.
El pasado lunes, uno de los contertulios, Ernesto Ekáizer, replicó al saludo de aquél con un "Buenísimas" (noches, se entiende).
-¿Lo dices por...
Había muerto uno de los más sanguinarios responsables de la Dictadura de Videla en Argentina, Emilio Massera.
Pensé en y recordé a Haroldo Conti, a quien los lectores de mi generación descubrimos casi todavía en nuestra adolescencia, gracias a un libro que le publicó Carlos Barral, "En vida".
Últimamente, una pequeña editorial independiente, Bartleby, está haciendo el esfuerzo por recuperar la obra de Haroldo Conti.
El año pasado, su impar novela "Sudeste" quedó clasificada entre las diez mejores novelas aparecidas a lo largo de 2009.
En su día, José María Guelbenzu dio cuenta de la recuperación o el rescate de la obra en las páginas de Babelia.
Luego, en esas mismas páginas, me tocó a mí hablar de esa obra, en la recapitulación o balance del año.
Reproduzco aquellas líneas, y con ellas el deseo de compartir una lectura que nadie debería demorar.
La lectura de Sudeste (1962), primera novela del desaparecido escritor argentino Haroldo Conti (1925-1976), nos arrastra por una travesía tan zigzagueante y esquiva en lo episódico como inquietante y honda en su repliegue existencial.
Sudeste narra la vida en el Delta del Paraná y nos descubre un paisaje casi virginal aunque tan cercano a la metrópolis, y escenarios que parecen derruídos y podridos y vacíos pero que están repletos de vida: vegetal, animal y humana. Y de muerte.
Vemos aquí la menuda vida cotidiana de los sedentarios que trabajan en los juncales o el trasiego de los que comercian y el pulular de pícaros y hampones que merodean por las orillas y los márgenes. Y sobre todo vivimos la vida en el río, cuando el Boga decide reparar un destartalado bote y emprender su personal navegación por esas aguas. Y acompañando a este vagabundo romántico y robinsoniano sabremos cómo el río cambia y cómo cambia de distinto modo según las estaciones; notaremos la profunda simbiosis entre hombre y río, y las sensaciones y sentimientos y certezas que ella inspira o propicia; veremos desatarse sus fuerzas –ese viento, el sudeste-, y conoceremos también la perturbadora extrañeza que puede sobrevenir “porque el río teje su historia y uno es apenas un hilo que se entrelaza con otros diez mil”. Hasta anegarnos en el fatal desenlace, porque la maldad vive también en el alma del río y madura en el letargo del invierno.
Hay en Sudeste epopeya, lirismo y tragedia (y también humor) tamizados en el crisol de una maravillosa y dificilísima sencillez, esa que según Azorín consiste en colocar una cosa detrás de otra: “Comenzaron a despuntar los sauces. La línea de las islas se oscurecía. Sintieron en sus cuerpos esa vaga inquietud que acompaña al cambio. Una especie de zozobra. Un desvelo”.
sábado, 6 de noviembre de 2010
OTOÑO EN BERLÍN
Breve escapada, estrictamente personal, ya casi a finales de la estación.
En 2010, que no hacia 1900...
Partí no sin cierto temor.
Demasiado tiempo sin Berlín.
Demasiado tiempo... ¿sin mí o sin mi Berlín?
Alivio al reencontrarme con el viejo (auténtico) tapizado de los vagones de la U6, con el hombrecillo de los semáforos de Berlín Este, con la Fassanen strasse (a qué negarlo), las villas, los patios encendidos, los adoquines y la oscuridad de la noche.
Y aún así el temor
Viajaba sin nada de cuanto antes solía ir conmigo.
Sin el poemario de Jorge Riechmannn, por ejemplo, algunos de cuyos versos rememoraba un melancólico personaje de "Ciudadanos", porque
"ha pasado ya el tiempo de preguntar por qué"
y ahora
"es el momento de mirar derechamente a los ojos, a las larvas que medran en el iris".
Viajaba sin Benjamin, sin Roth, sin Döblin, sin Benn, sin Sebald...
Viajaba con la certeza de que me encontraría con Munch, Dix, Grosz, Menzel, Hausmannn...
Viajaba con un breve libro: Berlín y el barco de ocho velas, de Jesús del Campo (Minúscula).
Fue suficiente pasear con este breve e intenso librito que condensa en un relato escueto y sugerente un rastro de imágenes de la vida invisible, evocando cuentos (relatos) e Historia que resuenan en múltiples voces y, a veces, también en la música y las letras de Lou Reed, ¿por qué no?.
Y en esas páginas leía:
"Berlín es una escultura forjada por la guerra".
Sí, una ciudad "condenada a ser pedagógica", en la que "cada minuto de felicidad contiene una sutil carga de revancha hacia los malos trucos de la hitoria... un silencio colectivo que dice sí, sabemos más que otros sobre el tabú del sufrimiento pero ese es nuestro secreto y no queremos que se nos note".
Y acaso por eso también se leen en sus muros "un letrero que dice wir wollen nicht ein Stück von Küchen, wir wollen die ganze Bäckerei", firmado con la A.
Es decir, no queremos una porción de pastel, queremos la confitería entera.
Fue una acertada elección, el librito de Jesús del Campo, pienso ahora al evocar la lectura, ya de vuelta (¿devuelta?) en Barna.
En una Barcelona que, al pasearla (hace sol, hoy sábado, y vengo de la niebla y de la lluvia, y por eso el deseo de... aparte que Martin me pide paseos y charlas, en un intento vano de reproducir lo no vivido con su hijo, nuestro Nico) encuentro repleta de bandas de jóvenes (chicas de colegios de monjas envueltas en bandares ¡amarillas y blancas!) que gritan desaforadamente ¡Viva el Papa!.
Pero no nos desviemos.
Tenía que ser selectiva, ya que debía llevarle a Nico parte de lo que se dejó aquí.
Entre otras cosas, su magnífica bicicleta (convenientemente envalada)
Grandes resistencias por mi parte. En la vida, tamaño despropósito.
Y sin embargo...
Allí me fui, con complejo de clueca.
Tuve la suerte de vivir el esplendor del otoño en Berlín, en 2010.
Tuve la suerte de vivir ese otoño con Nico, que me empezó a enseñar el Nuevo Berlín.
¡Ojito!
Nada que ver con los manidos reportajes para turistas aficcionados o parvenues.
¡Nein!
Y ya iré hablando de esos movimientos subterráneos, sus larvas.
Marché melancólica. Vuelvo serena.
Regreso con la certeza de...
miércoles, 27 de octubre de 2010
RELECTURAS : AZORÍN
Ayer logré convencer a un alumno que se embarcase en una Tesis Doctoral sobre asuntos de los cuales yo no podré ocuparme del todo porque...
Y es el caso que me alegró haberle contagiado cierto entusiasmo, al hablarle de lo agradecido que resulta revisitar el articulismo y la obra menor de los más grandes.
Y le conté cómo periódicamente necesitaba enfangarme en las relecturas de esos textos: sean de Azorín, Unamuno, Baroja, Ortega...
Decía Azorín (en el "Nuevo Prefacio" escrito para una reedición de 1938 de sus Lecturas españolas: 1912) que "un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna. .. Por eso los clásicos evolucionan, evolucionan según cambian y evoluciona la sensibilidad de las generaciones".
Suelo volver a Azorín con cierta frecuencia y no son pocas las veces que siento que viene en mi ayuda, que algunas líneas azorinianas me "sirven" para expresar lo que ando barruntando o lo que me ocupa.
Por ejemplo, recuerdo que cuando reseñé Vals negro (1994), la estupenda novela de Ana María Moix sobre Elizabeth de Baviera me vino de maravilla un párrafo del prólogo a Pensando en España (1940), donde Azorín se lamentaba de la escasa fortuna de que gozaron algunos neologismos, aun a pesar de la seducción o hechizo que tenían. Y destaca, como ejemplo de lo dicho, segismundear, lanzado por Calderón en La vida es sueño.
No ha prosperado -afirma-. Segismundear no ha tenido fortuna. Y, sin embargo, !qué cargado de espiritualidad está ese vocablo ! Segismundear es soñar. Soñar un gran personaje que por su cargo, por sus obligaciones, por sus responsabilidades, no debe soñar. No puede entragarse a los poéticos desvaríos del ensueño, y, sin emabrago, sueña. Su espíritu libre es más fuerte que las imposiciones de la realidad secular. Segismundea Luis de Baviera, el constructor de tantos castillos agrestes, el amigo de Wagner. Segismundea Isabel, la esposa de Francisco José, tan fina, tan sensitiva, que levanta frente al mar, en un jardín, a llá en una isla, una estatua a Heine. Todo gran personaje que segismundea nos es simpático. El espíritu, en el segismundeo, triunfa de la materia. Con el segismundeo, el rey Luis y la emperatriz Isabel descienden para ascender. Descienden de la pompa vana del trono para ascender a las regiones de la pura y etérea poesía.
En Vals Negro Ana María Moix rescataba esa condición oculta de Elizabeth de Baviera, su libertad de espíritu, su carácter soñador, su idealismo, su sensibilidad... Y, al hacerlo, la liberaba del corsé Sissi que a lo largo de tantos años sirvió para oprimir la figura de esta mujer y transmitirnos -sea através de las novelas pseudohistóricas, sea a través de las recreaciones cinematográficas- una imagen edulcorada y rosa, cargada con todo el lastre de la sentimentalidad estrictamente lacrimógena o melo.
El año pasado, al releer para mis cursos Un pueblecito: Ríofrío de Ávila, otras líneas azorinianas me vinieron al pelo cuando me ocupaba de la novela de Haroldo Conti: Sudeste, y señaba una excepcional cualidad de su escritura, escribiendo textualmente:
Hay en Sudeste epopeya, lirismo y tragedia (y también humor) tamizados en el crisol de una maravillosa y dificilísima sencillez, esa que según Azorín consiste en colocar una cosa detrás de otra: “Comenzaron a despuntar los sauces. La línea de las islas se oscurecía. Sintieron en sus cuerpos esa vaga inquietud que acompaña al cambio. Una especie de zozobra. Un desvelo”.
Y poco después releía para el Máster La ruta de Don Quijote (1905), un libro que creía recordar con precisión. Sin embargo, posiblemente por haber atendido a sus líneas vertebrales, no recordaba esta breve escena, cuando el cronista recorre Argamasilla y recorta algunas siluetas. Entre otras, las del viejo labriego Martín.
-Martín -le dicen- este señor es periodista.
Martín, que ha estado haciendo pleita sentado en una sillita terrera, me mira, puesto en pie, con sus ojuelos maliciosos, bailadores, y dice sonriendo:
-Ya, ya; este señor es de los que ponen las cosas en leyenda.
-Este señor -tornan a decirle- puede hacer que tú salgas en los papeles.
-Ya, ya -torna a replicar él, con una expresión de socarronería y de bondad-. ¿Con que este señor puede hacer que Martín, sin salir de su casa, vaya muy largo?
¡Lo dicho!
jueves, 21 de octubre de 2010
ESCENAS (1)
A menudo, leyendo a algún bloguero próximo, he sentido fraternal (que no cochina) envidia cuando se detenían a captar escenas (diálogos) callejeros que nos reproducían con endiablado mimo y meticulidad.
Les envidiaba el tiempo, y la paciencia.
Y sin embargo...
Esta tarde a temprana hora salía de casa para médica y por fin me reclinaba sobre la barra de la parada del autobús, cuando...
Digo por fin porque nada más salir de casa vi que se me escapaba el 64 y encima, al ir a sacar la Tarjeta 10, comprobaba que me había dejado la Agenda, con el nombre del Traumatólogo que habría de "pronunciarse".
Como el 64 no se prodiga, di marcha atrás y...
Al poco volví a acomodarme contra la baranda y no pasó mucho tiempo antes de comprobar que detrás de mí esperaban un par de monjas.Posiblemente del convento de Enrique Granados, me dije.
No las habría notado (enredada en mis cavilaciones) de no haberlas oído prorrumpir en un saludo entusiasta (o entusiasmado, no sé, la verdad).
Tanto las salutantes como los saludados, hasta el momento, para mí eran sólo puro escorzo. Pero hice el movimiento adecuado y comprobé que el diálogo (o lo que fuera), ellas (70 u 80 años, no sé, pero esa diferencia habría entre una y otra) lo entablaban con un par de hombres (quizás ecuatorianos, llegué a pensar después; emigrantes latinos, en cualquier caso) de mediana edad (35, 40 años; o acaso 27 y 33, ya no sé calcular), "vestidos de domingo", que se diría antes.
-¿Qué? ¿De paseo?- preguntó la más joven (bajita y rozagante, de expresión amable).
-No, a estudiar- contestó el más joven de ellos.
Pasaron unos segundos.Yo diría que embarazosos. Los pobrecillos no se prodigaban y las otras se habían quedado algo cortadas.
-¿En dónde? -inquirió la más mayor, expeditiva.
-Allá por el Tibidabo- contestó desganado el mayor de ellos, mientras enredaba un poco más en su mano el cordón de una bolsa que sostenía.
(Podría describírosla, pero no quiero ser Balzac).
-En la Blanquerna- precisó el joven, por romper el impasse.
-Unas jornadas- se animó a precisar el otro, acaso para no pasar por arisco o...
Pero pasaron otros cuantos segundos. A fin de cuentas, todos estábamos pendientes de ver qué autobús llegaría.
-¿Y de qué? -preguntó la monja joven, agotando el tiempo.
-De artes cognitivas- respondió puntual el más joven de los varones.
Silencio.
-Psicología- precisó el veterano, sin ocultar su desgana.
P.D. A la vuelta, en el 64, viví numerosas escenas en un autobús repleto de niñitos (no montaban más de cuatro años: eran las 4:30)tremebundos, a quienes las pobres ecuatorianas o latinas recogían de sus "altos" colegios. ¡Espeluznante! Pero se supone que est nueva serie deberá ser breve.
sábado, 16 de octubre de 2010
PARTO
¡Bien, bien, bien!
¿O no?
Ya sabéis que tengo a mi Nico en Berlín, instalándose, y que de momento, en cuanto a las ilustraciones, se hace (mi sufrido Martin) lo que se puede.
Pero es el caso...
o
héte aquí que...
¡Finalmente!
Sacamos (de momento) la edición definitiva de Si te dicen que caí.
A ver si recupero el texto de la contraportada y lo reproduzco come il fault.
Es el caso que Juan Marsé, al consultarle ciertos pasajes dudosos de la novela (y para, con el ánimo de facilitarle la labor, le presentamos las dos redacciones previas....), se la releyó y...
De repente, accidente.
En vez de hacer una edición textual con dos variantes, hubimos de incorporar una tercera, con los consiguientes problemas a la hora de dilucidar CÖMO....
Ya que soy partidaria de que ninguna nota, por lúcida o erudita que se postule, nuble el texto primario.
Bastante nublado quedó por los censores franquistas.
Ya en su día reproduje aquí uno de aquellos informes y ahora os entrego otros.
El 17 de octubre de 1973 la editorial Novaro (convocante del citado premio) presentaba la novela de Marsé a Consulta Voluntaria , de la que resultaron dos informes demoledores. El primero, del 20 de octubre, va firmado por un Sr. Martos, y dice así
Consideramos esta novela, sencillamente imposible de autorizar. Hemos señalado insultos al yugo y las flechas a los que llama “la araña negra” en las páginas 17-21-75-155-178-202-252-274-291-309. Escenas de torturas por la Guardia Civil o por falangistas en las páginas 177-178-225-292-304-305-335. Alusiones inadmisibles a las Guardia Civil en páginas 277-278. Obscenidades y escenas pornográficas en las páginas 15-21-25-26-27-29. Escenas políticas en 29-30 e irreverencia grave en la 107. Pero después de quitado todo esto, la novela sigue siendo una pura porquería. Es la historia de unos chicos que en la postguerra viven de mala manera, terminan en rojos pistoleros atracadores, van muriendo… todo ello mezclado con putas, maricones, gente de mala vida… Puede que muy realista pero que da una imagen muy deformada, casi calumniosa de la España, de la postguerra. Sólo si hubiéramos tachado todo lo que habla de pajas y pajilleras en los cines, no quedaría ni la mitad de la novela. La consideramos por tanto DENEGABLE.
Un segundo informe, del 23 de octubre, firmado por el “Lector 12” (Carlos Gómez Rodolfo) concedía la autorización aunque con supresiones:
Se trata de una novela ambientada en la guerra y en la postguerra de nuestra Cruzada Nacional. Son las andanzas de un grupo de amigos, de matiz rojo o que actúan en la Barcelona roja y que se ven mezclados en diversas aventuras, entre las que hay actividades terroristas, proxenetismo, “voiyerismo”, comercio sexual, etc.
El hilo argumental es muy débil. En rigor la novela es un conjunto de escenas, cuyo único lazo de unión son los protagonistas, y éstos muy débilmente dibujados por el autor. Es pues una novela escrita con un estilo confuso y desvaído, con predominio del lenguaje sobre la acción y argumento, propio de una tendencia novelística moderna que podría equivaler, en literatura, al surrealismo en pintura.
Ni por la fuerza argumental, ni por la descripción de los caracteres, ni por los valores que de ella pudieran desprenderse, la novela tiene, a juicio del lector que firma, mérito especial ni gran valor intrínseco.
Está salpicada de alusiones políticas y de carácter sexual. En este aspecto se suscriben todos los párrafos señalados anteriormente, singularmente los correspondientes a las páginas 29, 30, 80, 107, 177, 178, 205, 274, 277, 278, 291, 292, 294, 295, 304, 305, 309, 335
Se indican cambien, de nuevo, las siguientes páginas en que hay párrafos o descripciones inmorales: 80, 137, 140, 164, 165, 168, 170, 210, 211, 236, 238, 241, 245, 246.
Ha de advertirse que ni las observaciones de tipo político ni las de tipo moral son, en general, de carácter profundo e insalvable. No hay delectación en lo inmoral ni ensañamiento en lo político. De aquí que, aun dado su escaso interés, si interesa salvar la novela puede hacerse, efectuando algunas supresiones. En este caso se aconsejaría efectuar, fundamentalmente, las correspondientes a las páginas señaladas en primer lugar.
Por consiguiente, se requerirá de un tercer informe oficioso, en el que no consta firma pero sí fecha: 25 de octubre de 1973. Es el más prolijo y retorcido de todos, pese a mostrar cierta flexibilidad a la hora de permitir su publicación. Y en él destaca asimismo, la perversa propuesta sobre el título.
A primera vista parece que la tesis central del presente libro debería ser política, y no lo es. Por su título, dedicatoria, ambiente argumental, y circunstancias de su galardón con el Premio Internacional de Novela “México”, puede caerse fácilmente en la tentación de exagerar el matiz político de la obra, que efectivamente lo tiene, pero que requiere una detenida distinción.
Novela ambientada en la Barcelona de la posguerra. Débil y con hilo argumental escaso. Más bien son pinceladas, confusas y a veces inconexas, que constituyen un estudio psicológico de diversos personajes. Personajes por supuesto rojos y vencidos, integrantes de un grupo clandestino, que van desgranando su melancolía y desánimo en una serie de actos para no enterrar por completo una causa que no supieron conquistar, y que por supuesto saben perdida para siempre.
El estudio de estos personajes es a veces patético y desalentador. Proxenetas, carteristas, verdadera escoria humana, que más que idealistas son pintados con trazos crudos como verdaderos criminales vulgares. Desde este punto de vista no deja de ser aleccionador el cuadro plasmado por el autor. No están mitificados, no son héroes idealistas ni patriotas, sino vulgares delincuentes que, a través de sus humanas miserias y de la utópica esperanza de conseguir lo que saben no conseguirán, van desgranando sus estériles existencias, la mayoría de las veces a cuenta de la policía y del orden establecido.
Punto crucial es discernir la tesis ideológica del autor. De manera clara no se desprende un ataque abierto al Régimen ni a sus Instituciones. Más bien parece que el autor se ha dedicado a una labor puramente literaria, de trazos psicológicos de los personajes, sin intención de realizar una novela “estrictamente política”. Eso sí, existe en toda la obra una gran dosis de desprecio hacia la Falange y hacia los representantes de la Iglesia coaligada con el militarismo Nacional. Desprecio, ironía demoledora y falta de respeto que existe en casi todo el libro, pero –y es lo destacable- de manera incidental, sin constituir el nervio fundamenta de la trama novelística.
Entendemos que si el autor o Editorial se encuentran dispuestos a realizar determinadas supresiones o modificaciones, el libro podría ser autorizado. Por supuesto que en su contenido íntegro es absolutamente denegable, por sus implicaciones políticas e incluso de índole moral.
Finalmente un punto sensible lo constituye el título. Su relación con el himno de la Falange, aconsejan su eliminación. No obstante, en consideración de las circunstancias que en el libro concurren, comprendemos la dificultad de este empeño. Bien es verdad que si del contexto general se eliminan las supresiones que a continuación se relacionan, el título quedaría desligado de aquél, hueco y falto de sentido, y en este supuesto quizá no constituyese demasiada dificultad el mantenerlo.
Textos extraídos de mi artículo "Juan Marsé y la censura franquista", publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, 721/722, julio-agosto de 2010.
¡Ay! Y a todo esto, sin ser imprescindible, estuve allí...
martes, 12 de octubre de 2010
ZOZOBRA Y AMOR
Zozobra.
Es la palabra que mejor me resume cuando recuerdo las lejanas tardes en que, por fin, me decidí a leer “el Frankenstein” de Mary Shelley. Y digo por fin no porque yo fuese una mala lectora, más bien lo contrario, lo cual tampoco implica ningún mérito especial, si pensamos en las circunstancias de mi niñez: nací y crecí en Asturias, donde la lluvia y la bruma y el frío nos obligaban a vivir semi-recluidos, en un tiempo en que la televisión apenas existía. De modo que los libros pronto sustituyeron a los juguetes –escasos- y a los juegos –también limitados, y tan repetitivos como las canciones que los acompañaban. En cambio, los libros eran otra cosa. Los libros eran la aventura, casi la única posible a esa edad en que aún no podíamos salir al mundo a “vivir aventuras”. Pero, aunque fuesen otros quienes las viviesen –los protagonistas de los libros-, necesitábamos saber de los sucesos extraordinarios para alimentar nuestra imaginación y nuestra esperanza: algún día, yo también…, soñábamos. Y aquí podríamos poner los nombres de nuestros héroes o de nuestras heroínas.
Leer era la verdadera aventura, aunque ésta no fuese real. Y leer, al mismo tiempo, suponía aventurarse: embarcarse en una travesía de rumbo incierto, llena de incógnitas y enigmas, que nos llevaría lejos, muy lejos de nuestro lugar y de nosotros mismos. Leer era emprender un viaje hacia lo desconocido: un viaje sin mapa y sin padres ni hermanos mayores que nos acompañasen, y quizá por eso, un viaje que, si no peligros, sí nos traería sobresaltos y sorpresas.
Acostumbrada a que la lectura fuese aventura en el sentido que acabo de explicar, ¿cómo aceptar “el Frankenstein”?
Con la novela de Mary Shelley ocurría lo que sucede con muchos de los libros clásicos: que ya sabemos “de qué van”. Han sido las lecturas de nuestros mayores: hemos oído hablar de ellas, hemos visto dibujos o ilustraciones e incluso películas, como en este caso. De modo que las obras clásicas no eran un desafío o un misterio absolutos. En nuestras cabecitas, había ideas, imágenes y cosas sueltas, sacadas de todo eso que habíamos visto u oído contar. Cierta curiosidad estaba ya previamente satisfecha. Por eso, a veces, sobre todo si tenemos al alcance otros títulos que nos parecen más “nuevos” porque de ellos no sabemos nada de nada, en nuestro orden de lectura no les damos prioridad a esos clásicos “de todas las vidas”: porque no nos llegan “a solas”, y porque creemos que la intriga o el interrogante que encierran no serán totales. Por supuesto, nos equivocamos al suponerlo así, pero no hay que dramatizar por ello: esa actitud es explicable y hasta cierto punto lógica, porque eso no lo sabemos antes de ponernos a leer: lo averiguamos después, cuando, a lo largo de esas páginas que ya creíamos conocer, vamos descubriendo un buen puñado de misterios y secretos tan insospechados como sorprendentes.
En el caso de Frankenstein, además de este lastre general que afecta a todos los clásicos, pesaba también otro elemento: el libro iba de monstruos y pensábamos que no habría en él héroes a los que quisiéramos imitar o aproximarnos para viajar con ellos. Además, del miedo siempre tenemos miedo a que nos dé más miedo, más del que deseamos o necesitamos para espantar el miedo que nosotros mismos llevamos muy adentro.
Por eso escribí antes que “por fin” hubo un día en que me decidí a leer “el Frankenstein”, y que si hay una palabra capaz de resumir aquella experiencia, esa palabra es zozobra. Después, al acabar la lectura, se añadió otra: Amor.
Empecé a leer en ese estado de ánimo intranquilo e inquieto del que teme algo, pero enseguida desapareció el temor. Desapareció con rapidez y naturalidad, aunque a lo largo de esas páginas volvieran a menudo la agitación y los sobresaltos, pero éstos llegaban ya arropados por los sentimientos y las emociones y las aventuras de unos personajes que en verdad sí eran nuevos y sorprendentes. Fueron estas vidas las que me hicieron desaparecer a mí de allí. Me olvidé de mí misma y en ese olvido se disiparon mis temores, que fueron devorados por
Me olvidé de mí entonces, pero jamás me he olvidado de mí aquellas tardes en que leía Frankenstein y viajaba de verdad, porque Mary Shelley me había embarcado en una travesía repleta de seducciones: desde el viaje inicial, con todos los peligros que implica el navegar por mares lejanos a la pesca de la ballena en ese fantástico escenario de icebergs y hombres cercados por el hielo y la nieve, a las adversidades y obstáculos que se van sucediendo en los otros viajes, que siempre son un elemento de intriga, de aplazamiento o suspensión de un enigma que sólo se revela con la llegada, ese punto final que es el desenlace pero también la satisfacción de la misión cumplida.
Hay mucha agitación en estas páginas que narran las peripecias de unos hombres que viajan a la búsqueda de algo extraordinario o también para huir de algo, pero hay asimismo en el libro espacio para el placer que proporcionan los momentos de calma, cuando acompañamos a los personajes en sus paseos a pie por
Mas el viaje no acaba aquí, pues a esta peripecia exterior Mary Shelley le añade otra, un viaje estrictamente interior: el que emprende Víctor en busca del conocimiento último que dé respuesta a su interrogación sobre el misterio de la vida y de la muerte. La seducción de la ciencia arrastra al héroe a un viaje tan arriesgado como los otros, lleno de incertidumbres y de asombro, iluminado por una luz brillante y prodigiosa, que lo arrastra hasta el límite de los terrenos prohibidos: acercarse a Dios para arrancarle su secreto y jugar con ese fuego, examinar y estudiar las causas de la vida y de la muerte, los dos polos entre los que se encierran todas las pasiones del hombre, como una fiebre altísima que hace subir la temperatura de estas páginas, por lo tenebrosas que son algunas de estas pasiones. Hay en Frankenstein desesperación, remordimiento, odio, rabia, abominación, furia, desprecio, miedo… Y nos sentimos sacudidos y agitados por ellos, pero por encima de todos esos sentimientos vemos que siempre predomina el amor. Frankenstein es un libro repleto de amor. Hay en él historias de amor entre un hombre y una mujer y también vemos el amor entre amigos y hermanos, entre padres e hijos, entre señores y criados. Y sobre todo, vemos lo terrible que es vivir desposeído de ese sentimiento. No, el monstruo no nos inspira terror sino piedad. Y lo amamos porque sentimos su dolor: el de un ser que clama por el amor que todos le niegan, incluso su propio padre, quien lo creó y le dio la vida. ¿Puede haber criatura más desgraciada?
Y decidimos amar al pobre monstruo, leyendo y recordando sus desventuras. Y dándolas a leer a los demás.