De críos, en Asturias, el Carnaval era austero. Había el día de las Máscaras en el que la transgresión pasaba por la nocturnidad y el dinero (íbamos por las puertas pidiendo el aguinaldo, creo recordar, lo que me producía una gran vergüenza, aunque igual también esta vez me confundo; lo que sí recuerdo como prescriptivo era que nos tiznábamos la cara; por ahí sí que habíamos de pasar; luego, cualquier trapito, mayormente de vieja, aunque mi madre, muy imaginativa, me vestía de zíngara. Rosa Chacel lo tuvo peor: la vestían de odalisca. Hay una página -y una foto- memorable.)
Luego ya de jovencita en Barcelona alguna vez, arrastrada por mi troupe ácrata, me fui al sarao del Pueblo Español, que ya en sí mismo era un esperpento.
¡Ah, qué crueles éramos!
Tanto como para que ellas se sintiesen Bonnies, y ellos... mejor olvidarlo. Porque si a diario iban de Ches o de Durrutis, en esas fechas la impactación era obligada. Y lamejor de todas fue la que nos brindó Paco, que un año se vino vestido de camarero (que es de lo que curraba en un bar): impoluto, sin barba ni bigote, sin su imprecindible americana de pana, sin pipa...
En fin, qué os voy a contar.
Y sin embargo, sin embargo, una año (¿1998, 1999? podría comprobar las fechas pero la pereza...) me fui a Venecia con Adrián. Anhelaba hacer un viaje especial con él (el mayor) y las pausas cuatrimestrales (más la hospitalidad de un buen amigo) hacían posible Venecia...
Yo tenía otros posibles destinos (en plan "parque temático") y ni por asomo pensaba en el Carnaval. Tuvimos la suerte de pillar el finde previo, cuando ya había cierto clima, ma non troppo.
Adrián, que había empezado a despotricar nada más llegar a Venecia, al atardecer: todo es viejo y sucio y...
Sin embargo...
9
–Soy la noche y es mi hora, así que me permito decir lo que me viene en gana... ¿Te gusta mi nuevo nombre? Edwarda Noche. No Edwarda Mordake, más bien Edwarda Nuit, más bien Edwarda Negra... ¿Callas? ¿No te atreves a responderme? No importa porque, aunque tú los silencies, tengo otros nombres, todos los nombres, uno para cada "nuit"... Pero no te preocupes, porque esta noche no tengo intención de salir; estoy tan agotada como tú, y necesito descansar y acumular energías para todo lo que voy a hacer... ¡Ya no tengo prisa, tengo por delante todas tus noches! ¿Cantas? Sigue, me gusta oírte.
–La, la, la...
–Ahora debes llamarme Edwarda Black... ¿Me oyes? Sé que aunque te tapes los oídos sigues oyéndome, como me oían los doctores, porque ellos también me oían, y hasta juraría que me deseaban... Siempre seré tu mujer, cariño. Cuándo seas viejo seguirás conmigo... Anda, confiesa, ¿me querrás todavía cuando sea vieja? Ja, ja, ja... ¿Sigues cantando? No, esa canción no, por favor. Sabes que la canción favorita de mamá me hace llorar.
En otra vida fui pájaro y diosa,
y fui la fiera que teme el salvaje,
y fui la visión del arcángel
y el temblor de las vestas en el templo de Venus
cuando la noche era un mar de estrellas fugaces.
En otra vida, debimos de conocernos en otra vida,
cuando eras vino y te mecías en mi copa,
cuando eras fiebre, cuando eras sed.
Pero ahora me das la espalda.
¿Temes que vaya a beberte?
Edward calló y entró en un sueño profundo. Al quedarme sola, miré a mi alrededor y pensé que una dama como yo debía tener su propia alcoba, su propia doncella, su propio sexo, su propio amante, su propio nombre...
Acababan de perdonarme la vida, la balanza se había inclinado a mi favor concediéndome el indulto, y mi hermano, el perdedor, mi pródigo hermano, se hallaba ahora en el limbo de los justos y me dejaba sola ante mi abismo.
Recordando los tiempos en que mis noches y mis días eran la misma tiniebla, no pude contener el llanto y me mudé a una nueva alcoba, que también daba al Gran Canal. Una vez más, acababa de renacer, lo que dejaba más que evidente mi naturaleza felina. Mi propia capacidad de resurgimiento me fortalecía y de nuevo me sentía abierta a las más insensatas esperanzas de la vida.
Faltaban tres noches para que empezaran los Carnavales, y di instrucciones a las modistas para mis disfraces. También aproveché para encargar todo un vestuario acorde con una dama de mi posición, siguiendo las pautas de las venecianas. Al fin me daba cuenta... Había algo que había heredado de nuestra madre: el gusto por el derroche, el orgullo y la ansiedad.
Felicia y Alegra, que habían pasado de ser sirvientas a distinguidas señoritas de compañía, no mostraron ningún recelo ante el disfraz que había ideado para ellas, y que consistía en un único vestido, blanco por delante y negro por detrás, con un vuelo de cinco metros, y de cuya cintura salían dos talles independientes, uno blanco y el otro negro.
No menos asombrosas eran las dos pelucas formadas por dos trenzas cada una. Las de Felicia eran rubio platino, mientras que las de Alegra negro azabache. Y a la altura de la cintura, la trenza izquierda de una se entremezclaría con la derecha de la otra hasta casi rozar el suelo, donde los tres cabos resultantes irían atados por tres collares.
Necesitaba que Felicia y Alegra transmitieran luz, así que no escatimé en coronarlas como reinas con unas diademas de piedras preciosas.
Claro que mi disfraz no iba a ser menos sorprendente. Yo iría disfrazada sencillamente de Edward, mientras que a él lo encubriría disfrazándolo de mí misma.
Para ello había hecho modelar dos máscaras con nuestros rostros, además de un vestido cuya parte delantera resultara femenina, mientras que la trasera, de color blanco, parecía masculina.
Y así fue como salimos al laberinto de las 1001 caras, donde cada cual podía ser otro, podía ser legión. Y nos adentramos, sí, en la ciudad del deseo... Porque no era el placer de la carne, no, era el puro placer de desear, de desear el deseo, y de cumplir el deseado deseo.
Y Venecia en carnavales era toda ella deseo, sólo deseo... La primera noche de carnaval fue la del descubrimiento de lo que podía llegar a ser si me atrevía, y me dejé tentar por faunos y geniecillos, y tenté a unicornios y fantasmas, embriagada por mi propia risa.
Era la apoteosis de la lucidez, porque nada importaba el sexo, ni la edad ni la condición de quien danzaba contigo, cogiéndote de la mano.
Me sentía dueña de mi destino, y ante todo de mi presente, mientras disfrutaba del revuelo de admiración que las siamesas despertaban a su paso.
Casi estuve más pendiente de ellas que de mí misma, y las observaba como quien se mira en un espejo que le devuelve la imagen de su deseo más profundo.
Y, de pronto, en medio de la algarabía, un hombre y una mujer nos rodearon con sus brazos, y empezaron a girar a tal velocidad que sus dos caras parecían la misma.
Cuando se cansaron de dar vueltas, el hombre besó mis labios y ella los de Edward.
Con los dos besos ardiendo en mi memoria me acosté ese día, maldiciendo la cobardía de Edward y retándole para que se atreviera a desear y a ser deseado.
10
Un caballero como yo debería ser más valiente, cierto, pues bien sabe Dios que detrás de todo cobarde se esconde siempre un culpable.
Ella se jactaba de que sólo le asustaba el miedo, pero a mí lo que más me espantaba era ella, la culpable de todos mis pecados.
Había llegado a esta tierra prometida, anclada en las aguas pútridas de mi esperanza, anhelando casarme con un ángel al que debía renunciar por ella, por la cara.
Ese ángel de luz que me parecía Livia había sido sustituido por el ángel de las tinieblas, por el angel de la noche negra de mi vida, y la estrella de su frente ardía en mi nuca, abrasaba el interior de mi cerebro, reducía a cenizas mis pensamientos más elevados...
Y a pesar de la nueva cadena de sufrimientos y la nueva sucesión de desconciertos, debo reconocer que también yo caí en la fascinación del Carnaval, y ansiaba volver a ver a Livia.
Venecia no es infinita y volvimos a encontrarnos, esta vez en el teatro de La Fenice, donde estaba representando La flauta mágica, obra que a mi entender cuadraba bien con el espíritu del carnaval.
Livia se hallaba en un palco enfrentado al mío y no pudimos hablar hasta que no finalizó la representación. Fue entonces cuando acudí al salón de los espejos, donde me atreví a decir:
–Me concederíais el honor de acudir al baile de máscaras que he convocado para pasado mañana. Abriré las puertas de mi casa a los venecianos desde que salga el sol hasta que se oculte.
No sé cómo pude hablarle así, ni cómo osé improvisar aquello. Tal vez el duende del Carnaval se había apoderado de mí haciéndome creer que lo anómalo era lo normal y que era posible soñar despierto. Así que también yo me atreví a soñar mi propio sueño.
Livia aceptó gustosa mi invitación y, con un temblor de ojos y de boca, me dijo:
-En vuestra casa estaré pasado mañana, para que podáis mirarme a los ojos y comprobéis en ellos lo mucho que os aprecio.
Me despedí de ella temblando y me volqué en los preparativos de la fiesta.
Y fue así como, dos días después, un portero disfrazado de Jano, la deidad de las dos caras, abrió las puertas del Palacio de las Horas, como ahora se llamaba mi casa.
Como en los tiempos antiguos, Jano volvió a ser el que abría y cerraba el cielo, el protector de las partidas y los regresos. Y como tal llevaba una llave en la mano izquierda y un palo en la derecha.
A medida que empezaron a llegar los invitados, los iba recibiendo con olímpica hospitalidad.
Los primeros en llegar venían de otras fiestas tan fatigados como eufóricos, y no tardarían en animar el ambiente de nuestra celebración, donde eran atendidos por criados disfrazados de Cástor y Pólux, Hércules y Ificles, Anfíon y Zethus, Rómulo y Remo, y los Dióscuros.
Yo observaba desde arriba ese río vivo de gente risueña. Cuando unos marchaban otros llegaban, pero las risas siempre eran las mismas.
Entonces pensé que Venecia era el único escenario donde yo podía mostrarme. Sí, únicamente allí, en aquel universo malva, turquesa y plata.
Al mediodía, llegó Livia, ataviada como Calíope. Y, ¡ah, el verbo de la musa se había hecho carne!
¡Había llegado la hora de la verdad y sabría al fin si Livia iba a ser capaz aceptarme, tal y como soy, disfrazado de mí mismo, con la cara trasera al descubierto.
Aprovechando las caretas que enmascaraban a los otros, podría desenmascarar mis verdaderos rostros.
Mi espíritu se agitaba descontrolado cuando, aprovechando el único momento en que dejaron sola a Livia, le pedí a Jano que fuera en busca de la deseada, pues me urgía confesarle algo:
–Tranquilízate, corazón –me dije a mí mismo, palpándome el pecho.
Hasta que escuché el ruido de sus pasos. De pronto, estaba frente a mí: mi cara delantera enfrentada a su única cara. Livia me miraba fijamente, y yo no sabía qué decirle.
Contemplando la dicha y la ternura que se transparenta en su rostro me sentí aceptado.
Creía que ella ya había visto lo que tenía que ver... ¡Ingenuo de mí! Confiado, me acerqué más y, tomando su mano, apoyé mi rostro sobre el suyo, con la intención de declararle mi amor.
Fue entonces cuando oí un grito a mis espaldas (ahora sé quién lo dio) y giré involuntariamente la cabeza, permitiendo que Livia descubriera mi cara posterior.
Ella se apartó de mí sobresaltada. Se serenó en seguida, pero yo ya me sentía herido de muerte.
–¡Vuestro disfraz me asustó! ¡Es tan terriblemente real! Hacedme el favor de quitaros esa máscara siniestra.
Le di a entender que debía retirarme un rato, con la excusa de que únicamente mi peluquera podía despojarme de mi máscara trasera.
Ya no volví, y sé que cuando me di la vuelta ella la indigna, la bastarda, la miró victoriosa.
11
Iba contra la corriente. Y, sin embargo, la noche me aceptaba y me comprendía, como yo comprendía y aceptaba a sus criaturas. A los seres estabilizados les provocaba tanta repulsión como a mí lo doméstico.
A medida que iba conociendo a la gente normal, más desconfiaba de ella, y lamentaba la mascarada que había organizado mi hermano para que una pobre simple nos conociera. De modo que decidí entregarme a los míos.
Él se había engañado a sí mismo esperando que mentes tan incapacitadas me aceptasen, nos aceptasen. Y su postración me dolía a mí más que a él. Así que cuando llegó el momento, mi momento, decidí vengar su humillación, nuestra humillación.
Mientras me acicalaba, dicté una epístola dirigida a Livia, que fue enviada inmediatamente por Felicia, y en la que le proponía encontrarnos de nuevo en la feria ambulante que había sido instalada en las afueras de Venecia. En la misiva me hacía pasar por Edward, y le pedía que acudiese sola.
Salí de casa ebria de excitación, subí a una góndola y, media hora después, ya me hallaba en aquel escampado desde el que se veía una iglesia de Paladio. Un cicerone de aire aristocrático y bufonesco, que se hacía llamar Allesio de Meis, acudió a mí en seguida y me fue presentando a los artistas haciendo toda clase de zalamerías. Allesio era cojo y contrahecho, circunstancia que hacía menos evidente mi torpeza. A su lado, mis pasos casi resultaban elegantes.
Fue él quien me presentó a Cloe, la mujer serpiente, al enano Celso, que me miró con recelo, a la orquesta de monos de Gibraltar, conformada por enanos disfrazados de simios, y al hermafrodita Ariel. He de confesar que, entre gente tan distinguida, me olvidé por completo de la anodina Livia, hasta que la descubrí a la entrada del circo.
Fue entonces cuando me aparté de Allesio y me fui acercando a ella a traición. Cuando la tuve muy cerca, tosí levemente. Livia se dio la vuelta y, al verme ante ella, empezó a temblar.
-¿A que no adivináis quién soy? -le pregunté suavizando mucho la voz.
Livia me miró mejor y dijo:
-¿No seréis la hermana de... Edward?
-¿Nos parecemos?
-Mucho. ¿Le ha ocurrido algo?
Asentí antes de decir:
-Edward os mintió. No puede comprometerse con vos porque ya está comprometido con una dama inglesa que acaba de llegar. -Oh, Dios, no es posible.
-Lo es.
-¿Y es tan cobarde que no se atreve a confesármelo él mismo?
-Mi hermano es muy cobarde...
-Es extraño... La última vez que lo vi llevaba una máscara en el cogote que se parecía mucho a vos.
-Esa máscara se la regalé yo.
-Entiendo...
-Edward me ha pedido que os invite a su boda...
Los ojos de Livia enrojecieron y, sin articular una sola palabra más, huyó corriendo.
Apenas me deleité unos instantes viéndola de espaldas, vejada y dolida. Y en cuanto desapareció de mi horizonte visual, entré en la carpa, donde se estaba celebrando una fiesta. Todos los feriantes bailaban desenfrenadamente y algunos iban desnudos.
Hombres y mujeres se deslizaban componiendo un único y febril ciempiés de fuego. Las copas iban y venían de unas manos a otras, las risas corrían de boca en boca, de lengua en lengua volaban las dadivosas palabras.
La vida colmaba los cuerpos en esa fiesta de fiestas donde sentí más que nunca la alegría de estar alegre. Y mis labios se aliaron con el coro de voces que cantaban aquella canción:
¡Alegría... no me abandones!
Llena la copa
de mi alma hasta los bordes.
El corazón de mi amor está contando
los latidos que nos quedan
antes de que el sepulturero eche
arena sobre nuestros huesos.
¡Vida, quédate conmigo,
mi alma está llena de deseo!
Mientras bailaba, me sentía tan próxima a Ariel que, cuando le tuve frente a mí, tomé su mano comunicándole mi fiebre, y lo arrastré conmigo hasta la góndola que nos llevó, por un canal de oro líquido, hasta el Palacio de las Horas, que parecía flotar sobre un espejo.
Ya en mi alcoba supe que Ariel era mudo, y me sentí más conmovida por su silencio que por mi deseo.
Le miré a los ojos. Los ojos negros son el ansia, pensé. Yo sólo busco el ansia en la noche de sus ojos, me dije a mí misma mientras lo besaba.
Con sus caricias, Ariel me estaba diciendo que mi cara era la más bella que había conocido y yo se lo agradecí tendiéndome en la cama, donde me despojé de la peluca.
Ariel no se asuntó al ver el rostro durmiente de Edward, y besó sus párpados con extrema delicadeza, para no despertarlo.
Su gesto me conmovió y me fui desvistiendo hasta desnudar mi secreto, nuestro secreto.
Con la docilidad y la sensualidad de un fauno, Ariel traicionó su feminidad, y su miembro viril allanó mi parte femenina.
Recuerdo que nos despedimos como esas almas fugitivas que se han amado en sueños y que luego se ven obligadas a regresar a sus respectivos cuerpos, separados por un océano oscuro e inmenso.
P.D. Sorry.
La próxima vez sré pródiga en imágenes y confidencias.
De momento, hay lo que hay , y basta!
Y a los escépticos o remolones les contestaré próximamente: con las fotos de mi Carnaval venecianocon mis babies y con mi reseña de Mordake.
Y enseguida hablaré de Clara Campoamor, faltaría!
Simplemente, delicioso, Ana.
ResponderEliminarBesos.
Qué va,qué va, Isabel....
ResponderEliminarPero estoy a mínmos: atrapada con una mano derecha (¡cachis1) que habrá de volver a pasar por quirófano y... las ideas rebullendo más la gratitud.
Besitos!
¿Pero no es la actualidad un contínuo carnaval?. No sólo la actualidad, la historia, la vida. Siempre disfrazados, diciendo y haciedo lo que que queremos oir y ver.
ResponderEliminarCarnaval, tiempo de sueños...
Que entreda más bonita.
En León se comen orejas (de carnaval) y en Asturias: ¿frixuelos?.
Por cierto, yo tengo el brazo derecho hecho harina, con un epicondilitis; ya se que suena "chic", pero duele un... montón.
Mejórate y buen fin de semana.
Por favor, pronto lo de la Campoamor.
Saludos:
Cristina
Tienes razón, Cristina. Las monjitas robadas/atracadas merecerían otra buenba entrada, claro.
ResponderEliminarUn fuierte abrazo!
Hola Ana Rodríguez
ResponderEliminarInteresante el fragmento de la novela. Interesante por el personaje que sólo puede ser él mismo en una fiesta de disfraces, ya que tiene dos caras. Sólo es honesto con otro parecido a él, como el hemafrodita Ariel, en cambio a Livia, mujer normal, le tiene que mentir.
¡Ay, qué mal me siento!
ResponderEliminarSé que debería haber contextualizado la novela, pero... tiemnen que vpolver a operarme la mano derecha y voy fatal: de tiempo y de trabajo retrasado. Pero si adjuntaba mi reseña de MOrdake, la entrada resultaría aún más excesiva.
Irene Gracia cuenta una historia basada en un caso/persona real, que extrajo de una enciclopedia de Anomalías médicas. A mí me parece na especie de microsiamesismo: un joven aristócrata inglés, nació con dos cabezas: una femenina creía en su nuca y...
La novela es muy buena. ¡Búscala en bibliotecas porque la guillotinaron (la editorial) antes de que empezase a circular: aún slían reseñas y..rápido, rápido, a otra cosa mariposa.
Un besio!