sábado, 26 de marzo de 2011

JAPÓN





Todos hemos estado pendientes de Japón en los últimos días (lo que le vino muy bien a Gadafi, por cierto, hasta que... a ver cómo acaba esta otra historia, que es la que ha pasado a primer plano.)
Yo miraba las imágenes, y pensaba y sentía y...
recordaba (como no suelo hacerlo) una reciente película, que había visto en los Mèlies: "Las despedidas".






Este pasado lunes mes escapé por la Facultad a última hora de la mañana.
Nada más pisar el Patio de Letras, entrando desde Aribau, encontré una mesa (casi prefiero no escribir "petitoria", por las resonancias, pero en realidad eso era), con una pequeña urna de cartón y una pancarta y...
Me estaba fijando en los detalles cuando, con sumo cuidado (lentamente), se me acercó un chico, con una hoja en la mano y... me acerqué con él hasta la mesa (apenas cinco o seis metros), tras la que había otras dos chicas de la misma edad que la del muchacho (frisando los veinte años, calculo yo, los tres) .
Intercambiamos unas palabras sobre la tragedia, entregué mi donativo y... ya me iba porque me siento violenta en estas situaciones, no me siento cómoda porque... ellos no deberían tener que pedir o yo qué sé...
Pero en esos (calculo que) tres minutos paseé mi mirada sobre la mesa, repleta de "cosas"...
Y ya me iba cuando una de las chicas se inclinó (¿gentilmente?) hacia mí, salvandola distancia que imponía el tablero de la mesa: medio torso, sólo medio, en una reverencia levísima .
Vi unas manos casi transparentes que se me entregaban o aproximaban con un gesto de ofrenda (no quiero hablar de "el cuenco de las manos" porque no lo sentí así) y en ellas... una paloma de papel de un azul claro grisáceo.
Sentí que podía ponerse a volar en cualquier momento.
Emocionada, me detuve, y miré en torno: en medio de la mesa, los jóvenes tenían un gran ¿cuenco? de cerámica con docenas de palomas de papel (o quizás de una cartulina muy fina), todas en tonos pastel, con las que obsequiaban a los solidarios...
Sentí que debía detenerme ante tanto prodigio (pese a seguir sintiéndome turbada) porque aquellas palomas de papel parecían etéreas.
Volví a casa preguntándome cómo era posible tanta levedad....





Revolotearon los tópicos que estos días están en la mente de todos y... decidí mandar a paseo las obligaciones y entregarme a una de las muchas lecturas que irremediablenmente aplazo: la novela de Teru Miyamoto: "Kinshu. Tapiz de otoño", editada en la barcelonesa (y valente) editorial Alfabia.
Es la primera vez que una obra de este autor se traduce aquí, y preferí esta lectura porque no me exige arrancar de nada previo.
No encontré en ella ni cerezos, ni kimonos, ni anime, ni imágenes del trepidante Tokio, pero sí muchas otras secuencias imborrables porque están repletas de vida minúscula. "Kinshu. Tapiz de otoño" parece una novela muy sencilla (narrada en formato epistolar, lo que, tras el abuso del mismo acabó siendo una rareza) que consiste en unas pocos (si bien largas9 cartas que se intercala una pareja separada y que, fortuitamente, se reencuentra diez años después. La separación obedeció a un suceso dramático y trágico a la vez, y fue expeditiva; por eso la necesidad, en ella (que es quien escribe la primera carta y persiste en la comunicación epistolar), de averiguar.
Para reconstruir esas vidas en los diez años de ausencia, Miyamoto selecciona unos pocos episodios referentes a cada uno de los personajes; sucesos tan azarosos como contingentes que, al relatarlos, requieren de un buen bisturí. Cada carta contiene una experiencia culminante pero también se expande en la cotidianidad (incluídas las figuras prosaicas y el vivir anodino, con sus tiempos muertos.





La desconcertante relación entre la vida y la muerte es el motivo más destacado de "Kinshu. Tapiz de otoño", con todas cuantos motivos puede acarrear esta pulsión extrema. Podría citar un breve párrafo sobre las (mis) mimosas, o sobre la música de Mozart o sobre las imágenes que se precipitan cuando se está al borde de la muerte.
Pero me limitaré a reproducir un par de páginas que narran...

Dos zafiros azules lanzaban destellos en la oscuridad. Un gato arqueaba el lomo y avanzaba poco a poco en una dirección concreta. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, pude distinguir el tamaño y el color del gato, así como un collar rojo de tela alrededor de su cuello, lo que significaba que tenía que pertenecer a la familia. Agarré un cojín, y cuando iba a lanzarlo para espantar al gato, vi un ratón quieto, encogido de miedo y mirando al gato desde el rincón opuesto de la habitación. Solo había visto a un gato comerse un ratón una vez de niño; debía de tener seis o siete años. Como son cosas que ya casi no se ven, clavé la vista en los dos animales a la espera de lo que pudiera ocurrir. El gato no me prestaba la menor atención; dio un paso hacia adelante con las orejas tiesas y luego esperó al siguiente movimiento en un estado de concentración asombroso. De ese modo fue acercándose al ratón centímetro a centímetro. Paseé la mirada por la habitación para ver si el ratón tenía por dónde escapar, pero la puerta estaba cerrada a cal y canto y la ventana, asimismo cerrada, tenía además la cortina echada. No parecía que el ratón tuviera escapatoria. En el techo encontré un agujero justo encima del ratón acurrucado. Si en ese instante hubiera trepado a toda velocidad, habría escapado por el agujero.

Pero el gato atacó súbitamente, y el ratón quedó tan indefenso como si lo hubieran atado. El gato clavó las uñas de las patas delanteras en el lomo del ratón y, solo entonces, me miró con los ojos entornados. Era una mirada triunfal. Y luego el gato empezó a jugar lanzando el ratón al aire. Después de dar una vuelta de campana en el aire, el ratón se desplomó en el suelo y, por primera vez, intentó huir, pero fue fácilmente capturado y lanzado a las alturas. Esto se repitió varias veces. Los movimientos elásticos del gato tenían cierta inocencia, como si estuviera jugando con una pelota o algo parecido. Viendo la interacción que había entre los dos, no daba la impresión de ser los últimos minutos de una lucha entre el asesino y su víctima, sino que más bien parecía un retozo amistoso entre dos criaturas que habían bajado la guardia. El gato arrojó al ratón por los aires una docena de veces, y cuando el ratón dejó de moverse y se quedó donde había caído, lo volteó con la pata, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Finalmente, el gato me miró con cara de aburrimiento.

«Ahora déjalo solo». En cuanto pronuncié mentalmente estas palabras, el gato empezó a roer la tripa del ratón. Aún vivo, el ratón iba desapareciendo poco a poco. Cuando su cabeza y sus patas dejaron de dar respingos y sacudidas, el gato lamió la sangre que se había derramado por el tatami y siguió zampándose a aquella minúscula criatura muerta, incluidos los huesos. Oí el sonido crujiente que hacía el gato al comerse la calavera, que había guardado para el final. Después de chupar toda la sangre, el gato empezó a limpiarse cuidadosamente la boca con las patas delanteras. Sobre el tatami solo quedó la cola del ratón, que al parecer no era del gusto del gato. De pronto, dieron ganas de matar al animal. Un odio inexplicable se apoderó de mí. Junto a la puerta había un jarrónvacío. Me levanté sin hacer ruido, cogí el jarrón y me acerqué al gato, que seguía lamiéndose la boca. Cuando el gato me vio, se le erizaron los pelos del lomo y echó a correr hacia la puerta. Había adivinado mis intenciones. «¿Crees que te vas a escapar?», pensé para mis adentros. «No puedes huir por ninguna parte». Sin embargo, a un lado de la puerta había un hueco en la pared lo suficientemente grande como para que se colara por él un perro de tamaño mediano, y no digamos ya un gato. Por el otro lado, el hueco estaba disimulado con una tabla que lo tapaba; por eso no me había fijado en él. Pero el gato sabía que estaba ahí, de modo que empujó la tabla y salió con toda tranquilidad.

Sentado en el futón, fumé un cigarrillo con la mirada fija en la cola del ratón. No estoy seguro del tiempo que pasé así, pero después de varios cigarrillos, saqué el último y me tumbé. Las mismas preguntas que me habían atormentado durante estos diez años me vinieron de nuevo a la cabeza. ¿Qué clase de mujer eraYukako? ¿Por qué se rajó la garganta con un cuchillo? ¿Acaso la traté como el gato había tratado al ratón? ¿O era Yukako la que se comportó como el gato? Para explicarte el trasfondo de mis pensamientos, necesitaría contarte algunos incidentes que ocurrieron entre Yukako y yo, pero creo que lo voy a dejar para otra ocasión.

Esa noche no pegué ojo, sino que seguí pensando después de taparme con el edredón. La imagen del gato comiéndose al ratón vivo me puso en un estado de agitación extrema. Pensé en muchas cosas: en ti paseando por fuera de mi ventana con tu traje morado; en los años que habían pasado desde que nos conocimos hasta que nos divorciamos; en Yukako muerta;

en mi breve estancia en Maizuru; en el pagaré que había suscrito, en el dinero que necesitaba reunir… Dándole vueltas a todas estas cosas en la cabeza, de repente me di cuenta de algo: ¿y si yo era las dos cosas a la vez, el ratón y el gato?



P.S. Pasé dos tardes sumamente amables leyendo estas páginas otoñales, aunque se anuncie la primavera con los cerezos en el valle del Jertes y Japón... Una incógnita.

5 comentarios:

  1. Me he sonreído ante la delicadeza de tu narración de las pajaritas de papel y la crudeza de la del japonés cuando el gato se come al ratón. Un auténtico contraste, como es la vida, Ana.
    Un beso.

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  2. Es una novela espléndida en el minucioso análisis tanto de hechso como de sentimientos. A mí esa escena me parece buenísima. Un abrazo, Isabel.

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  3. Que lectura tan agradable, pese a lo cruento de la descripción, curioso.Y que bien contado. No conocía a este autor, ni el libro.
    Buena recomendación.
    Japón nos ha impactado,nos ha dejado, en cierto modo, mudos, asombrados.
    Saludos:
    Cristina

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  4. Lo celebro, Cristina. Para mí ha sido un gran descubrimiento. La escena que reproduzco tiene cierta relevancia en la novela, pero, sobre todo, puede leerse bien en el formato blog, creo. Un abrazo fuerte!

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  5. Conmovedor. Me apunto lo de leer a Miyamoto, y apunto a fuego en mi colección de anécdotas hermosas lo de la pajarita de papel, querida Ana.. ¡Viva Japón!

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