Ignoro si será debido a algún oscuro recuerdo de infancia (las máscaras, como así se llamaba a los disfrazados, acostumbraban a llamar a las puertas al atardecer, iluminados por pequeñas antorchas, y lo primero que se veía desde el zaguán eran rostros o facciones agigantados en su exageración pintarrajeada) o a las sucesivas lecturas sobre la España Negra (demoledoras por parte de Regoyos-Verhaeren, Valle-Inclán, Gutiérrez Solana, Ramón... y demás, incluidos los precedentes goyescos: Valdés Leal), el caso es que nunca fui muy entusiasta del Carnaval. De joven fui a uno multitudinario organizado por los ácratas en el Poble Espanyol, creo recordar, y luego ya me limité a cumplir con mis obligaciones maternales. En los niños sí tiene sentido: no hay turbiedad ninguna (ni los soterrados afanes de signo entre devoradorar y revanchista, según) y siempre, independientemente de cuál sea el ropaje que visten, hay en las caras infantiles una diafanidad de cristal...
Pensaba en todo esto el pasado viernes, cuando por la tarde llegó mi hijo mayor (nos hemos quedado solos, tanto él como yo, unos breves días) y empezó a contarme lo guapísimo que estaba un niño de dos o tres años (iba a hombros de su padre), vestido de cocodrilo...
Por eso a mis hijos los llevé a Venecia: sensualidad,
refinamiento, luz, artificio y lo que se quiera, pero... todo tiende
hacia arriba, en impulso de elevación.
Seguramente lo pensaba dolida por lo que está pasando en el país.
(Y ensombrecida por la noticia de la desaparición de otra de las voces más lúcidas que acompañaron mis años de formación: Eugenio Trías.)
Y hasta llegué a pensar, en el retiro de estos días, que, dada la naturaleza de la mojiganga nacional, nuestros próceres deberían desfilar públicamente vestidos de lo que en verdad son y que todo el año ocultan y enmascaran. Y deberían bailar en las plazas a ritmo convulso, retorciéndose descoyuntados, la risa equinal tan rotunda como sus carcajadas broncas. Y nosotros cantarles las viejas cantigas de escarnio e maldidez.
Estamos en el territorio de la farsa, y ya somos incapaces de pronosticar qué nos depara el inmediato día de mañana. Aquí en Barcelona acaba de clausurarse la Semana Negra (dedicada a la novela policíaca) y la realidad nos obsequia con una de espías y ladrones.
P.D. Hoy entierran la sardina, pero yo me zampé un chuletón. Estoy cansada.
Desnudos, deberían desfilar desnudos, mostrando sus micropenes fácidos , y sus carnes arrugadas, fofas, amarillentas, su piel llefiscosa (esta palabra catalana me gusta más que su equivalente en castellano) y la dentadura postiza colgando del cuello, a la manera de un talismán de la vanidad y del crimen .
ResponderEliminarVas a resultarme bíblico en lo de despojarles de sus vestiduras. Kisses!
ResponderEliminar¡A la hoguera con ell@s!
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