La editorial Seix Barral, va rescatando poco a poco las novelas que Enrique Vila-Matas había inicialmente publicado en otro sello editorial. Le toca ahora el turno a una de las que yo personalmente más aprecio: París no se acaba nunca. De modo que es ocasión de celebrarlo y para ello recupero la reseña que en su día redacté sobre esta novela que para mí se cuenta entre las mejores del escritor barcelonés.
En pintura tienen un tecnicismo que muy
bien serviría para describir lo que Vila-Matas hace en París no se acaba nunca (título dual que sugiere tanto una
prolongada melancolía como un cierto fastidio o un lamento). Ese término al que
me refería es aballar: debilitar,
desvanecer, difuminar los colores de un cuadro. Y eso es lo que hace aquí
Vila-Matas: suavizar un paisaje espiritual, el correspondiente a los dos años
de mocedad y juventud (1974-1975) que el protagonista y narrador (un personaje
que es inequívoco desdoble -no heterónimo- del autor) pasó en París, meca de
todo escritor y artista en ciernes, especialmente si la vocación llegaba
vestida de malditismo, desesperación, heterodoxia, irreverencia, nihilismo et altri.
Estamos ante la novela más grave y
personal de Enrique Vila-Matas porque en esta autobiografía de la bohemia y de
los años de aprendizaje literario en París el lector ve de verdad las dudas, zozobras, temores, emociones y sentimientos
del joven poeta. Estamos también ante su novela más perfecta porque París
no se acaba nunca tiene todavía mucho de la osadía y fuerza entre naïf y
extrañas que en su día admiramos en la Historia
abreviada de la literatura portátil (1985) y, enlazando o teniendo presente
las lecciones aprendidas en el camino que el escritor recorrió desde entonces
-camino jalonado por un total de siete novelas- desemboca en el genuino
andamiaje de Bartleby y Compañía y El mal de Montano, si bien muy aligerado
ya el artificio. O, si prefieren, aballado. Porque hay un muy calculado
entramado de los materiales que componen esta novela, estructurada, como Bartleby, en breves unidades próximas al
fragmentarismo deudor del collage y
cuya naturaleza genológica oscila entre la crónica anecdótica, el cuento, el
apunte, la cita aforística, el retrato, la impresión, el discurso
ensayístico... Mas esta variada polimorfía se ajusta ahora a una dicotomía
esencial que tensa y organiza esta ficción autobiográfica en todos los planos:
el relato (ficción-ensayo; novela-conferencia), la estructura (con un
contrapunto temporal juventud-madurez), los espacios (buhardilla-calles/cafés),
el modelo de escritor (Rimbaud-Mallarmé, Hemingway-Mann, Aventura-Orden), el
tono (ironía paródica, histrionismo-humor, confesión-revelación) el designio
(artificio-naturalidad), etc.
De la feliz articulación de estas
dicotomías, del arriesgado maridaje de opósitos, brota esta espléndida novela, París no se acaba nunca. Si Bartleby era sobria y hasta contenida y Montano la expansión algo descontrolada
de una fórmula que fue aplaudida y jaleada por tutti quanti, el peligro del manierismo (rozado ya allí) estaba a
la vuelta de la esquina (sobre todo porque no tardarían en aparecer los
epígonos: los vila-matitas de turno). Pero no ha sucedido así. París no se acaba nunca es, en verdad,
la armonía, la elegancia, el equilibrio entre una fórmula o un modo literario
(una escritura) bien ensayado ya tras
veinte años de oficio y riesgo, y la emoción, la respiración personal (no
artificial); es la amalgama de emoción y expresión, como bien sabe el narrador
que revisa aquellos primeros pasos de joven escritor: "Yo creo que en mi
primera incursión en las letras, en La
asesina ilustrada, disocié demasiado entre forma y contenido, entre la
emoción y la expresión de la emoción, del pensamiento, que tendrían que ser
inseparables. Emoción y pensamiento deberían ser siempre inseparables, que el
lector asista en directo a la
creación de un texto de pensamiento conmovido".
La expresión directa de la emoción o el pensamiento conmovido no es una paradoja; es, sencillamente el punto de llegada (literaria o narrativamente hablando) tras una travesía de un par de décadas. Aquí asistimos al inicio de la misma. París no se acaba nunca narra, por un lado, las peripecias de un joven barcelonés que a mitad de los setenta viaja para vivir su París, escenario en el que irremediablemente se inscribía un sueño o proyecto de futura gloria literaria, narración que deviene en deliciosa y divertida crónica del cotidiano y anodino vivir del joven artista, un paisaje más gris que negro, si bien iluminado a ráfagas por el roce y la convivencia del joven con las deslumbrantes criaturas que habitaban la rive gauche: telquelistas, oulipianos, prestigiosos intelectuales que viajaban a China, cineastas, actrices bellísimas, millonarios mallorquines, travestis, exiliados varios... Y también los jóvenes amigos que, como él, hacían su camino. Entre todas esas criaturas destaca, poderosa, Maguerite Duras, de la que Vila-Matas nos deja aquí un bellísimo retrato (moral, vital), además de impagables instantáneas que fijan momentos del vivir. Ése es el escenario. Pero París no se acaba nunca es mucho más que una crónica: es, ante todo la historia (con arrebatos que bordean la confesión) de una vocación, con los titubeos, las dudas, los miedos, la inseguridad, el esfuerzo... aparejados a los aciertos, los hallazgos, las epifanías... Tomando como eje de la reflexión la forja de La asesina ilustrada (primera novela de Vila-Matas, publicada en 1977 y reeditada en 1996), es decir, ciñéndose a la experiencia verdadera, el narrador reconstruye un camino que pasa ineludiblemente por el desprendimiento de la máscara, el abandono del histrionismo y la impostura, el despojamiento y la desnudez, la inquisición e indagación de lo auténtico y personal, al par que por una sucesión de descubrimientos y aprendizajes (fundamental la proximidad y experiencia del cine) de carácter estético y formal que, en conjunto, revelan cómo se escribió aquella opera prima, La asesina ilustrada
Y al mismo tiempo que nos cuenta todo
esto, el narrador que escribe desde la lejanía del presente, desde la madurez
artística, va exponiendo su personal poética: un modo de concebir la literatura
que pasa por la aceptación del arte como artificio, sí, pero dotando al artefacto de emoción (es muy interesante toda la
reflexión sobre la ironía que atraviesa estas páginas, verdadero leit motif del
libro, desde el que se pauta esta vida de escritor) y construyéndolo con un
lenguaje o estilo que es como "un espacio y un color interno en la
página".
¡Una verdadera fiesta!
Estaré pendiente, que esta novela en concreto no la tengo y claro... Me gusta Vila-Matas, lo reconozco, así que le hincaré el diente con gusto.
ResponderEliminar¡Gracias, Ana!
Un beso y sigue disfrutando del verdor asturiano.
Pues para los vilamatianos, es una de las novelas más redondas y estimadas. Ojalá no te defraude (yo), Isabel! Muchos besos!
ResponderEliminarAna
¡Qué recuerdos leyendo esta novela!
ResponderEliminarTengo su sombrero autógrafo dentro
Lo reconozco: yo también estoy enamorado de esta novela...
ResponderEliminarEnhorabuena, Luis, por el premio Delibes.
ResponderEliminarBesos!