jueves, 25 de noviembre de 2010

BARCELONA-MADRID

Estos días de atrás, en las declaraciones realizadas por José María Castellet a raíz de la concesión del Premio de las Letras Españolas, el ensayista evocaba la fluidez de las relaciones entre los intelectuales "mesetarios" y los de aquí (hacia 1950) al par que su escepticismo respecto a la posibilidad de restaurar ese coloquio o esa relación, que él veía truncada.






Por esos mismos días, revisábamos las "Cartas marruecas" de Cadalso y les invitaba a los alumnos a reparar en la Carta XLV, aquella que narra la llegada del joven Gazel a Barcelona y dice así:
"Lo poco que he visto de ella me asegura ser verdadero el informe de Nuño, el juicio que formé por instrucción suya del genio de los catalanes y utilidad de este principado. Por un par de provincias semejantes pudiera el rey de los cristianos trocar sus dos Américas. Más provecho redunda a su corona de la industria de estos pueblos que de la pobreza de tantos millones de indios. Si yo fuera señor de las Españas, y me precisaran a escoger los diferentes pueblos de ella por criados míos, haría a los catalanes mis mayordomos".






Años después, en julio de 1814, Leandro Fernández de Moratín llegaba a Barcelona, estación de lo que sería su peregrinaje hacia el exilio. Al principio, instalado en una mala posada de "una callejuela llamada Carrer den Petrixol" (Petritxol, en realidad), apenas trataba a nadie y se pasaba la mayor parte del tiempo encerrado. Sin embargo, a medida que transcurren sus TRES AÑOS BARCELONESES se va animando, al par que se familiariza progresivamente con la lengua, las gentes y la vida de la ciudad: disfruta del teatro, de las nuevas amistades o de la alegría de fiestas y celebraciones populares como el Carnaval y el baile de "gigantones" del Pí.





Ya en enro de 1816 se propone no moverse de Barcelona mientras viva en España, tan a gusto se siente "entre unas gentes, las más tolerantes, las menos chismosas, las menos perseguidoras de la Península, tal como le cuenta a su amigo Melón. Sin embargo, el retorno de la Inquisición, a mediados de 1817, le obligó a poner pies en polvorosa: primero a Montpellier y luego a Burdeos, donde muere el 21 de junio de 1828.






Esos mismo día seguía yo con mi trasiego azoriniano. Revisaba unas páginas para responder a la consulta de una alumna, pero el caso es que me metí de cabeza en su lectura sobre el "Don Álvaro", del Duque de Rivas, que es un hilarante ejercicio de deconstrucción muy útil y recomentable para aprender a leer y a escruibir (a algunos escritores les convendría hacerlo para que a sus novelas no les salga barriga, como a los bizcochos). Bien, el caso es que cuando Azorín recorre la escena que transcurre en el "paisaje áspero y espiritualizado" que rodea el convento de los Ángeles, y habla del profundo atractivo de estos monasterios agrestes, recuerda un poema de Maragall, los "Goigs a la Verge de Nuria", y cita unos versos:


Verge de la vall de Nuria
voltada de soletats
que inmovil en la foscuria
i en vostres vestits daurats,
oiu la eterna canturia
del vent i les tempestats...









Y ayer escuchaba el debate de "59 segundos", y hablaban los contertulios de las inminentes elecciones en Cataluña, y de ciertas estrategias de "Madrid" y...

... además, se acerca "el clásico", el lunes...

Recordaré a mi padre, Imaginaré los gestos de Nico viendo a su penya berlinesa en el bareto berlinés donde se reúnen, y...
yo estaré en el sofá de Aribau, con Adrián, que sólo se detiene n...
(la segunda parte del Palastikos, o como sea, ayer noche).
¡Lo dicho!

domingo, 14 de noviembre de 2010

ORY x FERRERO


Aun a riesgo de resultar fúnebre... me animo a sacar una entrada que reproduce (más o menos de manera fidedigna) la asociación que se estableció en mi mente la semana pasada cuando leí la Necrológica que "El País" le dedicó a Carlos Edmundo de Ory (y que por cierto me pareció raquítica. No era para relegar la noticia a ese espacio de Obituarios ni para escatimar tanto el papel).





Y es que el poeta postista y su mundo había vuelto a mi memoria a raíz de algunos personajes, no tan periféricos aunque sí extravagantes, de la novela de Guelbenzu "El amor verdadero": el círculo que integran Cadavia y sus amigos Juan de Septiembre y el poeta feérico Palacius, que representan una España irreal y fantasmagórica y conforman "un trío entregado a las artes, la conspiración y el noctambulismo", mediadores y mentores de los jóvenes sesentaiochistas.





Poco después leía "Balada de las noches bravas" (Siruela), de Jesús Ferrero, y en ella me encontraba con toda una escena en que un escritor en ciernes visita al poeta ya en su exilio francés:





Esa noche le prometí que seguiría en París y esa noche decidí ir a visitar a Carlos Edmundo de Ory.
De madrugada me subí al tren que habría de dejarme en Amiens y llegué a casa del poeta hacia las diez de la mañana. Hacía frío, la escarcha cubría el suelo y en los campos de Amiens brillaban las ramas de los robles quemadas por el otoño. Ory vivía en la buhardilla de una casa que entonces se hallaba a las afueras de la ciudad y sus ventanas daban al campo. Cuando llamé a la puerta de su casa, Ory estaba todavía en la cama, pero se levantó para abrirme en compañía de una mujer de unos veintidós años, de un rubio tan claro que parecía albino.
Ory me indicó un asiento y me pasó un libro de magia negra para que me entretuviera un poco mientras ellos se aseaban. Toda la casa estaba abuhardillada y reinaba un amable desorden jalonado de objetos sorprendentes. Parecía al mismo tiempo la casa de un bohemio y la cueva de un chamán.
Ory tenía entonces cincuenta y seis años, la barba y los cabellos blancos, la mirada intensa y sufriente, y por lo que pude ver ese día, vestía ropas ajadas en un estilo más próximo a la generación beatcknis que a los jipis.
A las once salimos los tres de casa y nos fuimos paseando hasta el centro de la ciudad, que exhibía sus casas oscuras y sus canales pútridos bajo el tibio sol de invierno. Entramos en un café frente a la ennegrecida catedral y, mientras desayunábamos, le di recuerdos de Alvar y luego intenté contarle como pude todo el asunto de Beatriz.
Tras escucharme con mucha atención, Carlos Edmundo de Ory se quedó mirando hacia la catedral y musitó:
-Todo lo que dices me huele a posesión diabólica. Trae contigo a la chica e intentaremos hacerle una especie de exorcismo. A veces funciona.
-¿Cómo dices?
Con un movimiento de cabeza Ory pareció borrar lo que acababa de formular ante mí y añadió:
-Tráela contigo mañana mismo. Tengo que verla para poder formular un diagnóstico.
Me pareció correcto y esa noche, al llegar a París, conseguí convencer a Beatriz para que me acompañase a Amiens. Y fue así como me presenté con ella en la casa del poeta. Ory la miró con sus ojos de brujo y acercándose a mí me susurró al oído:
-Pobrecilla, es un ángel caído. Y tiene figura de torero. ¡Qué maravilla!
-No te entiendo, Carlos. ¿Qué quieres decir?
-Mírala con más amor, cretino. Tiene cara de Santa Eulalia, aquella mártir de Mérida a la que iban desnudando los romanos mientras la conducían al martirio, aquella virgen que se perdió tras la niebla… Está como borracha. El carterista le ha sorbido la voluntad. Eso es lo que ahora no tiene, Ciro, voluntad.
-¿Y qué podemos hacer?
-Tomar una decisión, pero todavía no.
Ory cogió las manos de Beatriz y empezó a mirar sus líneas.
-Mancha en el monte de Venus. ¿Has abandonado a una persona que querías mucho?
Beatriz se echó a llorar. Ory continuó mirando las manos y susurrando:
-Línea del corazón muy marcada. Gran capacidad de entrega, pero también de entrega a la idiotez… Tendencia a la precipitación, inclinación a tomar decisiones demasiado rápidas y demasiado equivocadas. Ambición y vida tortuosa y difícil. ¿Vas a seguir con Paolo?
Beatriz, que llevaba un rato hipnotizada por la mirada y las palabras de poeta, gritó:
-¡No!
Ory la acogió en sus brazos, le dio un beso y le dijo al oído:
-Antes de seguir haciendo locuras, preferiría que te vinieses a Amiens. Beatriz, eres un arcángel.
Esa noche Ory organizó una ceremonia medio espiritista en su casa. A la luz de siete velas y mientras bebíamos vino de Borgoña el poeta nos ordenó cerrar los ojos y juntar las manos. Entonces empezó a decir:
-Pensad en un río, pero pensad en él desde su cualidad de organismo más que como mero flujo de agua. Un río es como una serpiente líquida que repta entre las piedras a una gran velocidad y con una gran suavidad. Imaginad ahora que os bañáis en ese cuerpo líquido. Si fuésemos conscientes de que un río es un cuerpo nunca nos perderíamos en él, decían los cabalistas. Nos ahogamos cuando perdemos los límites del mundo y los límites de nosotros mismos. Permanezcamos un poco en nuestro ser, no lo abandonemos frívolamente, cobijémonos en él, pues en definitiva sólo él nos ayudará a ver el mundo como un cuerpo líquido por el que podemos fluir sin miedo a perdernos en él. ¡Viva la eternidad de estos segundos, viva la eternidad de cada minuto, viva el vino del amor! –exclamó el poeta abriendo mucho los ojos. Luego apuró el cáliz de cristal de roca que reposaba en el centro de la mesa, y lo fue pasando a los demás.



Aprovecho el funesto azar y la asociación "automática" para incluiros las notas de mi lectura de "Balada de las noches bravas", según apareció recientemente en Babelia.



Del secreto de las pasiones y de las experiencias del deseo nos habló recientemente Jesús Ferrero en su ensayo Eros y misos (XXXVII Premio Anagrama), y ahora, en esta Balada de las noches bravas el autor nos cuenta una historia de amor cuya pulsión, desde el latido primero hasta el renacimiento último, va fatal e ineludiblemente ligada a los deseos de los otros, impregnándose también de soledad, incertidumbre, mentiras, delirios, celos, traición, envilecimiento, locura o muerte. Y es en esa expansión de lo íntimo, en el trazado de esos otros círculos de amistad, poesía o ebriedad intelectual, donde a mi juicio esta Balada de las noches bravas alcanza sus mejores logros.
Porque en su novela Jesús Ferrero narra la educación sentimental de una generación, la del autor: la juventud universitaria que en los primeros años setenta presenció el crepúsculo de las ideologías al ritmo del rock and roll.
Estructurada según el modo lineal característico de una novela de formación y aprendizaje, dividida en cinco partes –Mundo, Limbo, Purgatorio, Inferno y Paradiso- que marcan las distintas etapas de ese proceso de crecimiento y de conocimiento (de uno mismo y del mundo), la novela tiene como escenarios principales Pamplona y París, y está repleta de episodios, experiencias y situaciones protagonizados por un amplio abanico de personajes muy representativos de aquellos años, y de los sueños y promesas que albergaban. Muchos, deslumbrados por el aura del malditismo en alguna de sus posibles formas.
Ahora bien, el paisaje de aquella juventud, además de trazarlo directamente a través de la línea anecdótica de la novela, Jesús Ferrero lo construye también mediante la presencia de una serie de personajes reales a quienes podemos considerar como faros y guías, auténticos maestros, o ídolos admirados como la frágil Audrey Hepburn, y a quienes el autor rinde homenaje y reconocimiento o, por el contrario, con quienes ajusta cuentas. Son impagables los retratos que aquí se nos entregan y la aparición de esos personajes en escenarios emblemáticos, sean los salones de sus casas, los cafés, el hotel Marigny o el hospital psiquiátrico de Saint-Anne. Y es impagable y valiosísima la reconstrucción de su palabra, su discurso. Y así, descubrimos la mirada “intensa y sufriente” de Carlos Edmundo de Ory en su buhardilla de Amiens; vemos a José Ángel Valente en Ginebra y evocamos su mística de la privación y de la desnudez; nos reencontramos con Alfonso Costafreda pocos días antes de su suicidio: “Parecía la encarnación de la ansiedad girando en torno a un lugar fijo de la mente”; asistimos al atropello y la muerte de Roland Barthes; entramos en la casa parisina de Julio Cortázar, “sereno y bondadoso”, casi un ser mitológico; escuchamos las lecciones y las conferencias que Deleuze, Lévy-Strauss y otros filósofos dictan en la universidad o en el Colegio de Francia; oímos al entonces exiliado profesor García Calvo en la cueva y guarida de La Boule d’Or impartir su seminario semanal sobre los presocráticos; resuenan las conversaciones entre Foulcault y Althusser en el Flore: “Las ideologías son esas rameras en las que se ha ido refugiando la religión; y nos estremece la confesión de Althusser y el consejo que le da a Ciro cuando ambos se encuentran en “la casa de los locos” que dirige Jacques Lacan: “Lo más vertiginoso de la vida es que nada se repite y todo es como un viaje hacia no se sabe qué luces y hacia no se sabe qué tinieblas…”.
De ese viaje y de ese vértigo trata esta hermosa novela, lírica y trágica.

sábado, 13 de noviembre de 2010

HAROLDO CONTI



Últimamente me he aficionado al programa de Gabilondo.
El pasado lunes, uno de los contertulios, Ernesto Ekáizer, replicó al saludo de aquél con un "Buenísimas" (noches, se entiende).
-¿Lo dices por...
Había muerto uno de los más sanguinarios responsables de la Dictadura de Videla en Argentina, Emilio Massera.

Pensé en y recordé a Haroldo Conti, a quien los lectores de mi generación descubrimos casi todavía en nuestra adolescencia, gracias a un libro que le publicó Carlos Barral, "En vida".






Últimamente, una pequeña editorial independiente, Bartleby, está haciendo el esfuerzo por recuperar la obra de Haroldo Conti.
El año pasado, su impar novela "Sudeste" quedó clasificada entre las diez mejores novelas aparecidas a lo largo de 2009.
En su día, José María Guelbenzu dio cuenta de la recuperación o el rescate de la obra en las páginas de Babelia.
Luego, en esas mismas páginas, me tocó a mí hablar de esa obra, en la recapitulación o balance del año.






Reproduzco aquellas líneas, y con ellas el deseo de compartir una lectura que nadie debería demorar.

La lectura de Sudeste (1962), primera novela del desaparecido escritor argentino Haroldo Conti (1925-1976), nos arrastra por una travesía tan zigzagueante y esquiva en lo episódico como inquietante y honda en su repliegue existencial.

Sudeste narra la vida en el Delta del Paraná y nos descubre un paisaje casi virginal aunque tan cercano a la metrópolis, y escenarios que parecen derruídos y podridos y vacíos pero que están repletos de vida: vegetal, animal y humana. Y de muerte.

Vemos aquí la menuda vida cotidiana de los sedentarios que trabajan en los juncales o el trasiego de los que comercian y el pulular de pícaros y hampones que merodean por las orillas y los márgenes. Y sobre todo vivimos la vida en el río, cuando el Boga decide reparar un destartalado bote y emprender su personal navegación por esas aguas. Y acompañando a este vagabundo romántico y robinsoniano sabremos cómo el río cambia y cómo cambia de distinto modo según las estaciones; notaremos la profunda simbiosis entre hombre y río, y las sensaciones y sentimientos y certezas que ella inspira o propicia; veremos desatarse sus fuerzas –ese viento, el sudeste-, y conoceremos también la perturbadora extrañeza que puede sobrevenir “porque el río teje su historia y uno es apenas un hilo que se entrelaza con otros diez mil”. Hasta anegarnos en el fatal desenlace, porque la maldad vive también en el alma del río y madura en el letargo del invierno.

Hay en Sudeste epopeya, lirismo y tragedia (y también humor) tamizados en el crisol de una maravillosa y dificilísima sencillez, esa que según Azorín consiste en colocar una cosa detrás de otra: “Comenzaron a despuntar los sauces. La línea de las islas se oscurecía. Sintieron en sus cuerpos esa vaga inquietud que acompaña al cambio. Una especie de zozobra. Un desvelo”.






sábado, 6 de noviembre de 2010

OTOÑO EN BERLÍN



Breve escapada, estrictamente personal, ya casi a finales de la estación.
En 2010, que no hacia 1900...
Partí no sin cierto temor.
Demasiado tiempo sin Berlín.





Demasiado tiempo... ¿sin mí o sin mi Berlín?
Alivio al reencontrarme con el viejo (auténtico) tapizado de los vagones de la U6, con el hombrecillo de los semáforos de Berlín Este, con la Fassanen strasse (a qué negarlo), las villas, los patios encendidos, los adoquines y la oscuridad de la noche.
Y aún así el temor
Viajaba sin nada de cuanto antes solía ir conmigo.
Sin el poemario de Jorge Riechmannn, por ejemplo, algunos de cuyos versos rememoraba un melancólico personaje de "Ciudadanos", porque
"ha pasado ya el tiempo de preguntar por qué"
y ahora
"es el momento de mirar derechamente a los ojos, a las larvas que medran en el iris".

Viajaba sin Benjamin, sin Roth, sin Döblin, sin Benn, sin Sebald...
Viajaba con la certeza de que me encontraría con Munch, Dix, Grosz, Menzel, Hausmannn...
Viajaba con un breve libro: Berlín y el barco de ocho velas, de Jesús del Campo (Minúscula).






Fue suficiente pasear con este breve e intenso librito que condensa en un relato escueto y sugerente un rastro de imágenes de la vida invisible, evocando cuentos (relatos) e Historia que resuenan en múltiples voces y, a veces, también en la música y las letras de Lou Reed, ¿por qué no?.
Y en esas páginas leía:

"Berlín es una escultura forjada por la guerra".
Sí, una ciudad "condenada a ser pedagógica", en la que "cada minuto de felicidad contiene una sutil carga de revancha hacia los malos trucos de la hitoria... un silencio colectivo que dice sí, sabemos más que otros sobre el tabú del sufrimiento pero ese es nuestro secreto y no queremos que se nos note".
Y acaso por eso también se leen en sus muros "un letrero que dice wir wollen nicht ein Stück von Küchen, wir wollen die ganze Bäckerei", firmado con la A.
Es decir, no queremos una porción de pastel, queremos la confitería entera.

Fue una acertada elección, el librito de Jesús del Campo, pienso ahora al evocar la lectura, ya de vuelta (¿devuelta?) en Barna.
En una Barcelona que, al pasearla (hace sol, hoy sábado, y vengo de la niebla y de la lluvia, y por eso el deseo de... aparte que Martin me pide paseos y charlas, en un intento vano de reproducir lo no vivido con su hijo, nuestro Nico) encuentro repleta de bandas de jóvenes (chicas de colegios de monjas envueltas en bandares ¡amarillas y blancas!) que gritan desaforadamente ¡Viva el Papa!.
Pero no nos desviemos.
Tenía que ser selectiva, ya que debía llevarle a Nico parte de lo que se dejó aquí.
Entre otras cosas, su magnífica bicicleta (convenientemente envalada)





Grandes resistencias por mi parte. En la vida, tamaño despropósito.
Y sin embargo...
Allí me fui, con complejo de clueca.
Tuve la suerte de vivir el esplendor del otoño en Berlín, en 2010.




Tuve la suerte de vivir ese otoño con Nico, que me empezó a enseñar el Nuevo Berlín.
¡Ojito!
Nada que ver con los manidos reportajes para turistas aficcionados o parvenues.
¡Nein!
Y ya iré hablando de esos movimientos subterráneos, sus larvas.

Marché melancólica. Vuelvo serena.
Regreso con la certeza de...