sábado, 26 de marzo de 2011

JAPÓN





Todos hemos estado pendientes de Japón en los últimos días (lo que le vino muy bien a Gadafi, por cierto, hasta que... a ver cómo acaba esta otra historia, que es la que ha pasado a primer plano.)
Yo miraba las imágenes, y pensaba y sentía y...
recordaba (como no suelo hacerlo) una reciente película, que había visto en los Mèlies: "Las despedidas".






Este pasado lunes mes escapé por la Facultad a última hora de la mañana.
Nada más pisar el Patio de Letras, entrando desde Aribau, encontré una mesa (casi prefiero no escribir "petitoria", por las resonancias, pero en realidad eso era), con una pequeña urna de cartón y una pancarta y...
Me estaba fijando en los detalles cuando, con sumo cuidado (lentamente), se me acercó un chico, con una hoja en la mano y... me acerqué con él hasta la mesa (apenas cinco o seis metros), tras la que había otras dos chicas de la misma edad que la del muchacho (frisando los veinte años, calculo yo, los tres) .
Intercambiamos unas palabras sobre la tragedia, entregué mi donativo y... ya me iba porque me siento violenta en estas situaciones, no me siento cómoda porque... ellos no deberían tener que pedir o yo qué sé...
Pero en esos (calculo que) tres minutos paseé mi mirada sobre la mesa, repleta de "cosas"...
Y ya me iba cuando una de las chicas se inclinó (¿gentilmente?) hacia mí, salvandola distancia que imponía el tablero de la mesa: medio torso, sólo medio, en una reverencia levísima .
Vi unas manos casi transparentes que se me entregaban o aproximaban con un gesto de ofrenda (no quiero hablar de "el cuenco de las manos" porque no lo sentí así) y en ellas... una paloma de papel de un azul claro grisáceo.
Sentí que podía ponerse a volar en cualquier momento.
Emocionada, me detuve, y miré en torno: en medio de la mesa, los jóvenes tenían un gran ¿cuenco? de cerámica con docenas de palomas de papel (o quizás de una cartulina muy fina), todas en tonos pastel, con las que obsequiaban a los solidarios...
Sentí que debía detenerme ante tanto prodigio (pese a seguir sintiéndome turbada) porque aquellas palomas de papel parecían etéreas.
Volví a casa preguntándome cómo era posible tanta levedad....





Revolotearon los tópicos que estos días están en la mente de todos y... decidí mandar a paseo las obligaciones y entregarme a una de las muchas lecturas que irremediablenmente aplazo: la novela de Teru Miyamoto: "Kinshu. Tapiz de otoño", editada en la barcelonesa (y valente) editorial Alfabia.
Es la primera vez que una obra de este autor se traduce aquí, y preferí esta lectura porque no me exige arrancar de nada previo.
No encontré en ella ni cerezos, ni kimonos, ni anime, ni imágenes del trepidante Tokio, pero sí muchas otras secuencias imborrables porque están repletas de vida minúscula. "Kinshu. Tapiz de otoño" parece una novela muy sencilla (narrada en formato epistolar, lo que, tras el abuso del mismo acabó siendo una rareza) que consiste en unas pocos (si bien largas9 cartas que se intercala una pareja separada y que, fortuitamente, se reencuentra diez años después. La separación obedeció a un suceso dramático y trágico a la vez, y fue expeditiva; por eso la necesidad, en ella (que es quien escribe la primera carta y persiste en la comunicación epistolar), de averiguar.
Para reconstruir esas vidas en los diez años de ausencia, Miyamoto selecciona unos pocos episodios referentes a cada uno de los personajes; sucesos tan azarosos como contingentes que, al relatarlos, requieren de un buen bisturí. Cada carta contiene una experiencia culminante pero también se expande en la cotidianidad (incluídas las figuras prosaicas y el vivir anodino, con sus tiempos muertos.





La desconcertante relación entre la vida y la muerte es el motivo más destacado de "Kinshu. Tapiz de otoño", con todas cuantos motivos puede acarrear esta pulsión extrema. Podría citar un breve párrafo sobre las (mis) mimosas, o sobre la música de Mozart o sobre las imágenes que se precipitan cuando se está al borde de la muerte.
Pero me limitaré a reproducir un par de páginas que narran...

Dos zafiros azules lanzaban destellos en la oscuridad. Un gato arqueaba el lomo y avanzaba poco a poco en una dirección concreta. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, pude distinguir el tamaño y el color del gato, así como un collar rojo de tela alrededor de su cuello, lo que significaba que tenía que pertenecer a la familia. Agarré un cojín, y cuando iba a lanzarlo para espantar al gato, vi un ratón quieto, encogido de miedo y mirando al gato desde el rincón opuesto de la habitación. Solo había visto a un gato comerse un ratón una vez de niño; debía de tener seis o siete años. Como son cosas que ya casi no se ven, clavé la vista en los dos animales a la espera de lo que pudiera ocurrir. El gato no me prestaba la menor atención; dio un paso hacia adelante con las orejas tiesas y luego esperó al siguiente movimiento en un estado de concentración asombroso. De ese modo fue acercándose al ratón centímetro a centímetro. Paseé la mirada por la habitación para ver si el ratón tenía por dónde escapar, pero la puerta estaba cerrada a cal y canto y la ventana, asimismo cerrada, tenía además la cortina echada. No parecía que el ratón tuviera escapatoria. En el techo encontré un agujero justo encima del ratón acurrucado. Si en ese instante hubiera trepado a toda velocidad, habría escapado por el agujero.

Pero el gato atacó súbitamente, y el ratón quedó tan indefenso como si lo hubieran atado. El gato clavó las uñas de las patas delanteras en el lomo del ratón y, solo entonces, me miró con los ojos entornados. Era una mirada triunfal. Y luego el gato empezó a jugar lanzando el ratón al aire. Después de dar una vuelta de campana en el aire, el ratón se desplomó en el suelo y, por primera vez, intentó huir, pero fue fácilmente capturado y lanzado a las alturas. Esto se repitió varias veces. Los movimientos elásticos del gato tenían cierta inocencia, como si estuviera jugando con una pelota o algo parecido. Viendo la interacción que había entre los dos, no daba la impresión de ser los últimos minutos de una lucha entre el asesino y su víctima, sino que más bien parecía un retozo amistoso entre dos criaturas que habían bajado la guardia. El gato arrojó al ratón por los aires una docena de veces, y cuando el ratón dejó de moverse y se quedó donde había caído, lo volteó con la pata, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Finalmente, el gato me miró con cara de aburrimiento.

«Ahora déjalo solo». En cuanto pronuncié mentalmente estas palabras, el gato empezó a roer la tripa del ratón. Aún vivo, el ratón iba desapareciendo poco a poco. Cuando su cabeza y sus patas dejaron de dar respingos y sacudidas, el gato lamió la sangre que se había derramado por el tatami y siguió zampándose a aquella minúscula criatura muerta, incluidos los huesos. Oí el sonido crujiente que hacía el gato al comerse la calavera, que había guardado para el final. Después de chupar toda la sangre, el gato empezó a limpiarse cuidadosamente la boca con las patas delanteras. Sobre el tatami solo quedó la cola del ratón, que al parecer no era del gusto del gato. De pronto, dieron ganas de matar al animal. Un odio inexplicable se apoderó de mí. Junto a la puerta había un jarrónvacío. Me levanté sin hacer ruido, cogí el jarrón y me acerqué al gato, que seguía lamiéndose la boca. Cuando el gato me vio, se le erizaron los pelos del lomo y echó a correr hacia la puerta. Había adivinado mis intenciones. «¿Crees que te vas a escapar?», pensé para mis adentros. «No puedes huir por ninguna parte». Sin embargo, a un lado de la puerta había un hueco en la pared lo suficientemente grande como para que se colara por él un perro de tamaño mediano, y no digamos ya un gato. Por el otro lado, el hueco estaba disimulado con una tabla que lo tapaba; por eso no me había fijado en él. Pero el gato sabía que estaba ahí, de modo que empujó la tabla y salió con toda tranquilidad.

Sentado en el futón, fumé un cigarrillo con la mirada fija en la cola del ratón. No estoy seguro del tiempo que pasé así, pero después de varios cigarrillos, saqué el último y me tumbé. Las mismas preguntas que me habían atormentado durante estos diez años me vinieron de nuevo a la cabeza. ¿Qué clase de mujer eraYukako? ¿Por qué se rajó la garganta con un cuchillo? ¿Acaso la traté como el gato había tratado al ratón? ¿O era Yukako la que se comportó como el gato? Para explicarte el trasfondo de mis pensamientos, necesitaría contarte algunos incidentes que ocurrieron entre Yukako y yo, pero creo que lo voy a dejar para otra ocasión.

Esa noche no pegué ojo, sino que seguí pensando después de taparme con el edredón. La imagen del gato comiéndose al ratón vivo me puso en un estado de agitación extrema. Pensé en muchas cosas: en ti paseando por fuera de mi ventana con tu traje morado; en los años que habían pasado desde que nos conocimos hasta que nos divorciamos; en Yukako muerta;

en mi breve estancia en Maizuru; en el pagaré que había suscrito, en el dinero que necesitaba reunir… Dándole vueltas a todas estas cosas en la cabeza, de repente me di cuenta de algo: ¿y si yo era las dos cosas a la vez, el ratón y el gato?



P.S. Pasé dos tardes sumamente amables leyendo estas páginas otoñales, aunque se anuncie la primavera con los cerezos en el valle del Jertes y Japón... Una incógnita.

domingo, 20 de marzo de 2011

CREMATORIO

Cuando reseñé Los viejos amigos (2003), de Rafael Chirbes, encabecé aquellas líneas con un título que procedía de una melodía de Aznavour –Hier encore, j’avais vingt ans- que resonaba en las páginas de esa novela, donde Chirbes narra el reencuentro de un grupo de ex compañeros o camaradas que, en el Madrid de finales de los sesenta y principios de los setenta integraban una célula maoísta y que, al cabo de los años, se reunían en torno a una mesa para compartir mantel, charla, amor, recuerdos y melancolía, además de rencores y derrotas

Ahora acaba de estrenarse una mini serie televisiva basada en la última novela de este escritor al que he seguido desde jovencita, desde cuando ni siquiera había publicado novelas pero escribía en la imborrable revista Ozono (en cuyas páginas descubríamos a los grandes heterodoxos del momento, por cierto), gracias a la recomendación de quien era amigo del escritor y mi inolvidable profesor de latín en el Infanta, Manolo Romero.

Pero todo eso lo supe más tarde, que fueran amigos. Leía Ozono por estímulo de Manolo y luego más tarde supongo que relacioné: La buena letra, Mimoun, Los disparos de cazador, La larga marcha, La caída de Madrid.... hasta estas otras novelas últimas. ¡Ah, sí! Y también recuerdo que más adelante me reencontaba con la escritura de Chirbes en la revista que nos mandaban a los socios del Club Vino Selección.


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No he visto ninguna entrega de la versión fílmica, pero, a juzgar por el elenco de actores y actrices, debe de estar más que bien.

En Crematorio (2007) volvemos a encontrar a nuevos personajes cuya juventud transcurrió durante los años de excitación que fueron los turbulentos sesenta, cuando la fiesta de las palabras encendidas, como aquí se los llama; es decir, figuras que más o menos se corresponden con las de la generación del autor y que, a rachas, también recuerdan sus veinte años. Pero Chirbes no se está repitiendo. Posiblemente esté recogiendo cabos anteriores –de Los viejos amigos y de otras narraciones que no voy a especificar ahora-, no en vano la sucesión de sus novelas ha ido pautando un espléndido friso de la realidad histórica y existencial de la España franquista y postfranquista o democrática.

Pero ahora, en Crematorio, el escritor agrega otros materiales, algunos de extrema actualidad, aunque tan destacado como el presente es la revisión de los distintos factores que conducen a cada cual a ser lo que es. Para ello, Chirbes organiza la trama narrativa a partir de un suceso cuya eficacia a la hora de operar como revulsivo o galvánico de las conciencias es indiscutible: la muerte de alguien y la reacción que el hecho suscita en el círculo de familiares y amigos íntimos.


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“Estás tendido sobre una sábana, sobre una lámina de metal o sobre un mármol”. Así comienza Crematorio, con estas palabras que Rubén Bertomeu dirige a su hermano menor, el difunto Matías. Y así termina: “Y también tú, Matías, eres ahora una instalación de museo contemporáneo, tendido sobre una sábana, sobre una lámina de metal o sobre un mármol”. Entre ese inicio y este cierre –casi idénticos, pero con un añadido significativo- se despliegan las miradas y las voces de otra media docena de personajes que, recordando escenas pasadas y en soliloquio consigo mismos, pautan la común trayectoria que los unió y distanció, enjuiciando y censurando, acusándose y defendiéndose los unos a los otros y también a sí mismos pues lo fundamental es el fuego cruzado que se va desplegando a lo largo de estas páginas, la pluralidad de perspectivas que se suman y contrastan para que nada ni nadie quede demasiado a salvo: resulte previsible por tópico (léase monofacético), ni mucho menos bueno o malo, y ni siquiera mejor o peor que los demás.

Matías, aunque omnipresente en el discurso es sin embargo el personaje menos dibujado de Crematorio, tal vez por estar privado de voz directa (salvo cuando se recuerdan tramos de su vida) y por consiguiente de la posibilidad de añadir su personal punto de vista al de los otros. Representa el ideólogo que ha permanecido fiel a los ideales de juventud, y considera al resto traidores e hipócritas, retirándose en sus últimos años a unas propiedades que posee su madre para poner en marcha selectos cultivos ecológicos, gracias a la total despreocupación del dinero y al desentendimiento de otras obligaciones personales. Quien más acerbamente lo acusa y desenmascara es su hermano, Rubén Bertomeu, que no admite ningún elemento del atrezzo con que en los últimos años Matías amuebló el escenario de su vida. El cainismo característico de nuestra literatura tiene en esta pareja una nueva prolongación.

Rubén es un arquitecto que, tal vez a causa de no haber contado con el apoyo familiar necesario para desplegar ciertos proyectos más o menos idealistas, hubo de ponerse a edificar en la costa levantina, enriqueciéndose. Es el personaje más asaeteado por cuantos viven a su alrededor y en gran medida a su costa, o, al menos, beneficiándose de su posición o situación (hija, yerno, nieta, etc.). Está firmemente anclado en “el principio de realidad” que los otros le reprochan, y considera, entre otras cosas, que “un genio contemporáneo es el que le da de comer todos los meses a su familia con el sueldo base”, o bien aquellos otros inventores de cosas que nos facilitan y alegran la vida: “el que decide ponerle ruedas a una bolsa e inventa el carrito de la compra”, por ejemplo.


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De jóvenes, Rubén, el desaparecido pintor Montoliu y el escritor Federico Brouard pretendían unir como un arma arquitectura, pintura y literatura y hacer de esa alianza “una especie de catapulta con la que apedrear aquel Misent que no acababa de despegarse de la grisalla de la guerra. De Rubén ya sabemos qué queda. Y en cuanto al afamado novelista social que había sido Brouard –amén de insignia de la honestidad, preso bajo el franquismo, exiliado, inmune a la tentación de poder y a los fastos de la literatura-, aunque lúcido y con capacidad de agredir, lo vemos ahora, en los últimos años de su vida, sumido en un imparable proceso de degradación física –enfermedad, coca, alcohol-, moral –se muestra abyecto y tiránico con quienes, por amor o admiración, lo rodean y atienden- y literaria: su deficiente e innecesaria última novela era “una confusa historia de un alma en pena” que ni de lejos cumplía lo que el autor decía era la buena escritura, “la expresión ajustada de una idea”.

Es un personaje que, por otra parte, le sirve a chirles para plantear interesantes cuestiones referidas a la función de la literatura en la actual sociedad del espectáculo, cuando aquélla ha perdido su antiguo papel “como mensajera del pacto social” y el novelista “ya no es el que ayuda a construir la narración, a buscar el sentido de lo colectivo, no es el sacerdote laico sino el que expresa los miedos previos, los dolores de un estadio anterior al pacto”. De ahí que a partir de este personaje afloren otras cuestiones de signo existencial al sesgo del oficio de escribir, cuestión todas que dejan una invencible sensación de vacío y desesperanza.

Juan Mullor, el yerno de Rubén Bertomeu y catedrático de literatura experto en la obra de Brouard, pertenece a una generación más joven y más sombría, que no encendió en su vida ninguna luminaria y que piensa que si sus hermanos mayores equivocaron el camino, ellos simplemente no tuvieron nunca intención de ir a ninguna parte. Ha conseguido sacudirse la fascinación juvenil que sentía por el adorado novelista, pero le quedan aún muchas ataduras que cortar. Pasada la madurez, pero algo lejos todavía del declive de los anteriores, se presenta como otro personaje que igualmente ha llevado una existencia indeseada, acomodaticia y falsa, sorda y ciega a los deseos más auténticos. Visto por su suegro, Juan no es menos rapaz y depredador que él, el arquitecto especulador, pues sabido es que profesores y críticos literarios somos poco menos que parásitos que nos dedicamos a destripar y vaciar las obras de los autores (para catalogar, clasificar, encasillar y confirmar la operatividad de unas cuantas recetas de manual piadosamente ennoblecidas por un lenguaje técnico), a quienes consideramos inferiores y a quienes poco menos que despreciamos.

En este juego de peligrosos y tensos lazos de amor, amistad y parentesco que despliega Chirbes en Crematorio (donde ardemos casi todos), hay dos personajes femeninos enfrentados entre sí: Silvia -hija de Rubén y esposa de Juan, dedicada al noble arte de la restauración de cuadros-, y Mónica, la jovencísima segunda esposa de Rubén, una desclasada –y según Silvia, mera colección de órganos y planta carnívora- que tiene perfectamente calculado el sacrificio corporal que se autoimpondrá dejándose preñar para asegurarse la parte de la herencia familiar. Junto a éstas, otros dos personajes iluminan los bajos fondos de Misent: Collado, mano derecha de Rubén en los duros años del arranque empresarial, y Yuri, miembro de la poderosa mafia rusa allí instalada recientemente.


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A través del asedio y la dureza con que se miran y remiran semejantes personajes, Chirbes rompe y rasga muchas pantallas de colores y deja al aire la luz cruda y desoladora que enfoca las relaciones de familia como una forma de ejercitar los valores de propiedad, la especulación inmobiliaria, el dinero negro, los bajos fondos, los tráficos y comercios varios o la corrupción material y espiritual.

jueves, 17 de marzo de 2011

TRÁFICO

Agradecida os estoy a todos, por lo que sabemos, si bien
más que nunca
... parecía frívolo, pero les avisé a mis alumnos de Máster (que era con quienes me comprometía) sobre las cosas que fluctuababan.

Y es que me resulta casi inmoral la posición de quienes critican las recientes medidas encaminadas a reducir la velocidad en nuestras carreteras, cuestionando sus efectos medioambientales y, aún más cinismo, aduciendo el afán recaudatorio.



Aquí en Cataluña, siempre tan punteros y vanguardistas en todo, tuvimos el privilegio de asistir/asentir mudos a la supresión del límite de los 80 Km. por hora en las rondas que rodean Barcelona, justo los días en que la ciudad se asfixiaba más que nunca por la contaminación endémica.
No sé tampoco si será cosa de la idiosincracia nacional.
Lo que sí sé es que ya en tiempos de Felipe II Madrid vivió el frenesí (o tormento) cotidiano de los coches; valga decir los nuevos y colosales artefactos.


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Su profusión, con la dosis de exhibicionismo que aquellos "paseos" comportaba, le llevó a Lope de escribir:

Está la corte de coches, como el mar con varias naves;
hay coches urcas flamencos, coches galeras reales,
coches naves de alto borde, coches pequeños patajes,
coches ingleses baúles, coches cofres alemanes.


P.D. Y se me ocurre añadir: ¡Y hay cafres!

domingo, 13 de marzo de 2011

PETICIÓN URgente

Queridos, hay lo que hay. Afortuinadamente Nico, que ya anda en las proximidades de vacaciones, me ha redactado el PRELIMINAR:


Con la coña de la crisis, les están cerrando el grifo de la financiación, lo que está poniéndoles las cosas muy difíciles, sobre todo para el coche eléctrico, que es el primer año que se hace en su Uni y tienen que partir de cero (con pocas empresas dispuestas a cooperar además). Las baterías, por ejemplo, son brutalmente caras.

El caso es que la Generalitat ha creado una web para animar a la gente de Bachillerato a estudiar una ingeniería y han puesto un concurso en marcha de vídeos promocionales para las distintas Escuelas de Ingenieros. Los de mi hermano se han apuntado y han hecho un video muy majo. Ahora la cosa es ganar el premio de 1500€ para seguir adelante con los coches.

Lo único que tenéis que hacer es votar el video en esta web: http://www.enginycat.cat/

Se vota a la derecha, el de mi hermano es el octavo, titulado: "Construeix els teus somnis" (Construye tus sueños).






Es decir, Adrián y su equipo (Véase entrada de agosto: VELOCIDAD) apenas cuentan este año con finaciación para desarrollar su prototipo de coche eléctrico. Están tan desesperados (después de haber empezado a trabajar en él en septiembre), que se han apuntadoa este concurso a ver si arañan... el premio.


POR FAVOR VOTADLES, siguendo las indicaciones que os da nico.

Agradecida como nunca!

sábado, 12 de marzo de 2011

ASTURIES PATRIA SIN SOL

Bagaje adquirido en un viaje relámpago.
Quién lo diría hoy desde aquí, con la que está cayendo en Barcelona.













miércoles, 9 de marzo de 2011

CARNAVAL

No lo viví este año, como casi nunca.
De críos, en Asturias, el Carnaval era austero. Había el día de las Máscaras en el que la transgresión pasaba por la nocturnidad y el dinero (íbamos por las puertas pidiendo el aguinaldo, creo recordar, lo que me producía una gran vergüenza, aunque igual también esta vez me confundo; lo que sí recuerdo como prescriptivo era que nos tiznábamos la cara; por ahí sí que habíamos de pasar; luego, cualquier trapito, mayormente de vieja, aunque mi madre, muy imaginativa, me vestía de zíngara. Rosa Chacel lo tuvo peor: la vestían de odalisca. Hay una página -y una foto- memorable.)

Luego ya de jovencita en Barcelona alguna vez, arrastrada por mi troupe ácrata, me fui al sarao del Pueblo Español, que ya en sí mismo era un esperpento.
¡Ah, qué crueles éramos!
Tanto como para que ellas se sintiesen Bonnies, y ellos... mejor olvidarlo. Porque si a diario iban de Ches o de Durrutis, en esas fechas la impactación era obligada. Y lamejor de todas fue la que nos brindó Paco, que un año se vino vestido de camarero (que es de lo que curraba en un bar): impoluto, sin barba ni bigote, sin su imprecindible americana de pana, sin pipa...

En fin, qué os voy a contar.

Y sin embargo, sin embargo, una año (¿1998, 1999? podría comprobar las fechas pero la pereza...) me fui a Venecia con Adrián. Anhelaba hacer un viaje especial con él (el mayor) y las pausas cuatrimestrales (más la hospitalidad de un buen amigo) hacían posible Venecia...

Yo tenía otros posibles destinos (en plan "parque temático") y ni por asomo pensaba en el Carnaval. Tuvimos la suerte de pillar el finde previo, cuando ya había cierto clima, ma non troppo.
Adrián, que había empezado a despotricar nada más llegar a Venecia, al atardecer: todo es viejo y sucio y...
Sin embargo...


http://livingviajes.com/wp-content/uploads/2009/09/Carnaval-de-Venecia.jpg




http://www.ocio.singlesvalencianos.es/wp-content/uploads/2011/02/CARNAVAL-EN-VENECIA_html_7a4bc46d.jpg




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9

–Soy la noche y es mi hora, así que me permito decir lo que me viene en gana... ¿Te gusta mi nuevo nombre? Edwarda Noche. No Edwarda Mordake, más bien Edwarda Nuit, más bien Edwarda Negra... ¿Callas? ¿No te atreves a responderme? No importa porque, aunque tú los silencies, tengo otros nombres, todos los nombres, uno para cada "nuit"... Pero no te preocupes, porque esta noche no tengo intención de salir; estoy tan agotada como tú, y necesito descansar y acumular energías para todo lo que voy a hacer... ¡Ya no tengo prisa, tengo por delante todas tus noches! ¿Cantas? Sigue, me gusta oírte.

–La, la, la...

–Ahora debes llamarme Edwarda Black... ¿Me oyes? Sé que aunque te tapes los oídos sigues oyéndome, como me oían los doctores, porque ellos también me oían, y hasta juraría que me deseaban... Siempre seré tu mujer, cariño. Cuándo seas viejo seguirás conmigo... Anda, confiesa, ¿me querrás todavía cuando sea vieja? Ja, ja, ja... ¿Sigues cantando? No, esa canción no, por favor. Sabes que la canción favorita de mamá me hace llorar.

En otra vida fui pájaro y diosa,

y fui la fiera que teme el salvaje,

y fui la visión del arcángel

y el temblor de las vestas en el templo de Venus

cuando la noche era un mar de estrellas fugaces.

En otra vida, debimos de conocernos en otra vida,

cuando eras vino y te mecías en mi copa,

cuando eras fiebre, cuando eras sed.

Pero ahora me das la espalda.

¿Temes que vaya a beberte?

Edward calló y entró en un sueño profundo. Al quedarme sola, miré a mi alrededor y pensé que una dama como yo debía tener su propia alcoba, su propia doncella, su propio sexo, su propio amante, su propio nombre...

Acababan de perdonarme la vida, la balanza se había inclinado a mi favor concediéndome el indulto, y mi hermano, el perdedor, mi pródigo hermano, se hallaba ahora en el limbo de los justos y me dejaba sola ante mi abismo.

Recordando los tiempos en que mis noches y mis días eran la misma tiniebla, no pude contener el llanto y me mudé a una nueva alcoba, que también daba al Gran Canal. Una vez más, acababa de renacer, lo que dejaba más que evidente mi naturaleza felina. Mi propia capacidad de resurgimiento me fortalecía y de nuevo me sentía abierta a las más insensatas esperanzas de la vida.

Faltaban tres noches para que empezaran los Carnavales, y di instrucciones a las modistas para mis disfraces. También aproveché para encargar todo un vestuario acorde con una dama de mi posición, siguiendo las pautas de las venecianas. Al fin me daba cuenta... Había algo que había heredado de nuestra madre: el gusto por el derroche, el orgullo y la ansiedad.

Felicia y Alegra, que habían pasado de ser sirvientas a distinguidas señoritas de compañía, no mostraron ningún recelo ante el disfraz que había ideado para ellas, y que consistía en un único vestido, blanco por delante y negro por detrás, con un vuelo de cinco metros, y de cuya cintura salían dos talles independientes, uno blanco y el otro negro.

No menos asombrosas eran las dos pelucas formadas por dos trenzas cada una. Las de Felicia eran rubio platino, mientras que las de Alegra negro azabache. Y a la altura de la cintura, la trenza izquierda de una se entremezclaría con la derecha de la otra hasta casi rozar el suelo, donde los tres cabos resultantes irían atados por tres collares.

Necesitaba que Felicia y Alegra transmitieran luz, así que no escatimé en coronarlas como reinas con unas diademas de piedras preciosas.

Claro que mi disfraz no iba a ser menos sorprendente. Yo iría disfrazada sencillamente de Edward, mientras que a él lo encubriría disfrazándolo de mí misma.

Para ello había hecho modelar dos máscaras con nuestros rostros, además de un vestido cuya parte delantera resultara femenina, mientras que la trasera, de color blanco, parecía masculina.

Y así fue como salimos al laberinto de las 1001 caras, donde cada cual podía ser otro, podía ser legión. Y nos adentramos, sí, en la ciudad del deseo... Porque no era el placer de la carne, no, era el puro placer de desear, de desear el deseo, y de cumplir el deseado deseo.

Y Venecia en carnavales era toda ella deseo, sólo deseo... La primera noche de carnaval fue la del descubrimiento de lo que podía llegar a ser si me atrevía, y me dejé tentar por faunos y geniecillos, y tenté a unicornios y fantasmas, embriagada por mi propia risa.

Era la apoteosis de la lucidez, porque nada importaba el sexo, ni la edad ni la condición de quien danzaba contigo, cogiéndote de la mano.

Me sentía dueña de mi destino, y ante todo de mi presente, mientras disfrutaba del revuelo de admiración que las siamesas despertaban a su paso.

Casi estuve más pendiente de ellas que de mí misma, y las observaba como quien se mira en un espejo que le devuelve la imagen de su deseo más profundo.

Y, de pronto, en medio de la algarabía, un hombre y una mujer nos rodearon con sus brazos, y empezaron a girar a tal velocidad que sus dos caras parecían la misma.

Cuando se cansaron de dar vueltas, el hombre besó mis labios y ella los de Edward.

Con los dos besos ardiendo en mi memoria me acosté ese día, maldiciendo la cobardía de Edward y retándole para que se atreviera a desear y a ser deseado.

10

Un caballero como yo debería ser más valiente, cierto, pues bien sabe Dios que detrás de todo cobarde se esconde siempre un culpable.

Ella se jactaba de que sólo le asustaba el miedo, pero a mí lo que más me espantaba era ella, la culpable de todos mis pecados.

Había llegado a esta tierra prometida, anclada en las aguas pútridas de mi esperanza, anhelando casarme con un ángel al que debía renunciar por ella, por la cara.

Ese ángel de luz que me parecía Livia había sido sustituido por el ángel de las tinieblas, por el angel de la noche negra de mi vida, y la estrella de su frente ardía en mi nuca, abrasaba el interior de mi cerebro, reducía a cenizas mis pensamientos más elevados...

Y a pesar de la nueva cadena de sufrimientos y la nueva sucesión de desconciertos, debo reconocer que también yo caí en la fascinación del Carnaval, y ansiaba volver a ver a Livia.

Venecia no es infinita y volvimos a encontrarnos, esta vez en el teatro de La Fenice, donde estaba representando La flauta mágica, obra que a mi entender cuadraba bien con el espíritu del carnaval.

Livia se hallaba en un palco enfrentado al mío y no pudimos hablar hasta que no finalizó la representación. Fue entonces cuando acudí al salón de los espejos, donde me atreví a decir:

–Me concederíais el honor de acudir al baile de máscaras que he convocado para pasado mañana. Abriré las puertas de mi casa a los venecianos desde que salga el sol hasta que se oculte.

No sé cómo pude hablarle así, ni cómo osé improvisar aquello. Tal vez el duende del Carnaval se había apoderado de mí haciéndome creer que lo anómalo era lo normal y que era posible soñar despierto. Así que también yo me atreví a soñar mi propio sueño.

Livia aceptó gustosa mi invitación y, con un temblor de ojos y de boca, me dijo:

-En vuestra casa estaré pasado mañana, para que podáis mirarme a los ojos y comprobéis en ellos lo mucho que os aprecio.

Me despedí de ella temblando y me volqué en los preparativos de la fiesta.

Y fue así como, dos días después, un portero disfrazado de Jano, la deidad de las dos caras, abrió las puertas del Palacio de las Horas, como ahora se llamaba mi casa.

Como en los tiempos antiguos, Jano volvió a ser el que abría y cerraba el cielo, el protector de las partidas y los regresos. Y como tal llevaba una llave en la mano izquierda y un palo en la derecha.

A medida que empezaron a llegar los invitados, los iba recibiendo con olímpica hospitalidad.

Los primeros en llegar venían de otras fiestas tan fatigados como eufóricos, y no tardarían en animar el ambiente de nuestra celebración, donde eran atendidos por criados disfrazados de Cástor y Pólux, Hércules y Ificles, Anfíon y Zethus, Rómulo y Remo, y los Dióscuros.

Yo observaba desde arriba ese río vivo de gente risueña. Cuando unos marchaban otros llegaban, pero las risas siempre eran las mismas.

Entonces pensé que Venecia era el único escenario donde yo podía mostrarme. Sí, únicamente allí, en aquel universo malva, turquesa y plata.

Al mediodía, llegó Livia, ataviada como Calíope. Y, ¡ah, el verbo de la musa se había hecho carne!

¡Había llegado la hora de la verdad y sabría al fin si Livia iba a ser capaz aceptarme, tal y como soy, disfrazado de mí mismo, con la cara trasera al descubierto.

Aprovechando las caretas que enmascaraban a los otros, podría desenmascarar mis verdaderos rostros.

Mi espíritu se agitaba descontrolado cuando, aprovechando el único momento en que dejaron sola a Livia, le pedí a Jano que fuera en busca de la deseada, pues me urgía confesarle algo:

–Tranquilízate, corazón –me dije a mí mismo, palpándome el pecho.

Hasta que escuché el ruido de sus pasos. De pronto, estaba frente a mí: mi cara delantera enfrentada a su única cara. Livia me miraba fijamente, y yo no sabía qué decirle.

Contemplando la dicha y la ternura que se transparenta en su rostro me sentí aceptado.

Creía que ella ya había visto lo que tenía que ver... ¡Ingenuo de mí! Confiado, me acerqué más y, tomando su mano, apoyé mi rostro sobre el suyo, con la intención de declararle mi amor.

Fue entonces cuando oí un grito a mis espaldas (ahora sé quién lo dio) y giré involuntariamente la cabeza, permitiendo que Livia descubriera mi cara posterior.

Ella se apartó de mí sobresaltada. Se serenó en seguida, pero yo ya me sentía herido de muerte.

–¡Vuestro disfraz me asustó! ¡Es tan terriblemente real! Hacedme el favor de quitaros esa máscara siniestra.

Le di a entender que debía retirarme un rato, con la excusa de que únicamente mi peluquera podía despojarme de mi máscara trasera.

Ya no volví, y sé que cuando me di la vuelta ella la indigna, la bastarda, la miró victoriosa.



11

Iba contra la corriente. Y, sin embargo, la noche me aceptaba y me comprendía, como yo comprendía y aceptaba a sus criaturas. A los seres estabilizados les provocaba tanta repulsión como a mí lo doméstico.

A medida que iba conociendo a la gente normal, más desconfiaba de ella, y lamentaba la mascarada que había organizado mi hermano para que una pobre simple nos conociera. De modo que decidí entregarme a los míos.

Él se había engañado a sí mismo esperando que mentes tan incapacitadas me aceptasen, nos aceptasen. Y su postración me dolía a mí más que a él. Así que cuando llegó el momento, mi momento, decidí vengar su humillación, nuestra humillación.

Mientras me acicalaba, dicté una epístola dirigida a Livia, que fue enviada inmediatamente por Felicia, y en la que le proponía encontrarnos de nuevo en la feria ambulante que había sido instalada en las afueras de Venecia. En la misiva me hacía pasar por Edward, y le pedía que acudiese sola.

Salí de casa ebria de excitación, subí a una góndola y, media hora después, ya me hallaba en aquel escampado desde el que se veía una iglesia de Paladio. Un cicerone de aire aristocrático y bufonesco, que se hacía llamar Allesio de Meis, acudió a mí en seguida y me fue presentando a los artistas haciendo toda clase de zalamerías. Allesio era cojo y contrahecho, circunstancia que hacía menos evidente mi torpeza. A su lado, mis pasos casi resultaban elegantes.

Fue él quien me presentó a Cloe, la mujer serpiente, al enano Celso, que me miró con recelo, a la orquesta de monos de Gibraltar, conformada por enanos disfrazados de simios, y al hermafrodita Ariel. He de confesar que, entre gente tan distinguida, me olvidé por completo de la anodina Livia, hasta que la descubrí a la entrada del circo.

Fue entonces cuando me aparté de Allesio y me fui acercando a ella a traición. Cuando la tuve muy cerca, tosí levemente. Livia se dio la vuelta y, al verme ante ella, empezó a temblar.

-¿A que no adivináis quién soy? -le pregunté suavizando mucho la voz.

Livia me miró mejor y dijo:

-¿No seréis la hermana de... Edward?

-¿Nos parecemos?

-Mucho. ¿Le ha ocurrido algo?

Asentí antes de decir:

-Edward os mintió. No puede comprometerse con vos porque ya está comprometido con una dama inglesa que acaba de llegar. -Oh, Dios, no es posible.

-Lo es.

-¿Y es tan cobarde que no se atreve a confesármelo él mismo?

-Mi hermano es muy cobarde...

-Es extraño... La última vez que lo vi llevaba una máscara en el cogote que se parecía mucho a vos.

-Esa máscara se la regalé yo.

-Entiendo...

-Edward me ha pedido que os invite a su boda...

Los ojos de Livia enrojecieron y, sin articular una sola palabra más, huyó corriendo.

Apenas me deleité unos instantes viéndola de espaldas, vejada y dolida. Y en cuanto desapareció de mi horizonte visual, entré en la carpa, donde se estaba celebrando una fiesta. Todos los feriantes bailaban desenfrenadamente y algunos iban desnudos.

Hombres y mujeres se deslizaban componiendo un único y febril ciempiés de fuego. Las copas iban y venían de unas manos a otras, las risas corrían de boca en boca, de lengua en lengua volaban las dadivosas palabras.

La vida colmaba los cuerpos en esa fiesta de fiestas donde sentí más que nunca la alegría de estar alegre. Y mis labios se aliaron con el coro de voces que cantaban aquella canción:

¡Alegría... no me abandones!

Llena la copa

de mi alma hasta los bordes.

El corazón de mi amor está contando

los latidos que nos quedan

antes de que el sepulturero eche

arena sobre nuestros huesos.

¡Vida, quédate conmigo,

mi alma está llena de deseo!

Mientras bailaba, me sentía tan próxima a Ariel que, cuando le tuve frente a mí, tomé su mano comunicándole mi fiebre, y lo arrastré conmigo hasta la góndola que nos llevó, por un canal de oro líquido, hasta el Palacio de las Horas, que parecía flotar sobre un espejo.

Ya en mi alcoba supe que Ariel era mudo, y me sentí más conmovida por su silencio que por mi deseo.

Le miré a los ojos. Los ojos negros son el ansia, pensé. Yo sólo busco el ansia en la noche de sus ojos, me dije a mí misma mientras lo besaba.

Con sus caricias, Ariel me estaba diciendo que mi cara era la más bella que había conocido y yo se lo agradecí tendiéndome en la cama, donde me despojé de la peluca.

Ariel no se asuntó al ver el rostro durmiente de Edward, y besó sus párpados con extrema delicadeza, para no despertarlo.

Su gesto me conmovió y me fui desvistiendo hasta desnudar mi secreto, nuestro secreto.

Con la docilidad y la sensualidad de un fauno, Ariel traicionó su feminidad, y su miembro viril allanó mi parte femenina.

Recuerdo que nos despedimos como esas almas fugitivas que se han amado en sueños y que luego se ven obligadas a regresar a sus respectivos cuerpos, separados por un océano oscuro e inmenso.







http://www.oocities.org/irenegracia/image/Irene-Mordake.jpg








P.D. Sorry.
La próxima vez sré pródiga en imágenes y confidencias.
De momento, hay lo que hay , y basta!
Y a los escépticos o remolones les contestaré próximamente: con las fotos de mi Carnaval venecianocon mis babies y con mi reseña de Mordake.
Y enseguida hablaré de Clara Campoamor, faltaría!

martes, 1 de marzo de 2011

CATALUNYA

Llevo varios día enfangada en la COSA NOSTRA.
Digamos que los programas televisivos nocturnos (al margen de pelis insulsas et altri, y después de los goyas y sucedáneos...
¡uy! ¡Qué sorpresa! ¿Y qué será eso de Pa negre, si tenemos la muy correcta y oportuna También la lluvia, y de títuto tan poético como vomitivo)
no ofrecen mucho más interés que debates en torno a ...
la semana blanca, en Cataluña
(cuando en el resto de España siempre los carnavales fueron lo que fueron, y... no os cuento yo como madre de niños que estudiaron en el Colegio Alemán y que a cada rato, por razones pedagógicas, se abrían brechas... muy salvables)

En fin, que estado metida (como se decía entonces: "este tío está muy metido") en la cosa nostra.

Empezamos con el debate sobre el candidato al Ayuntamiento.

A mí, Jordi Hereu (pese al apellido) no me pone. Porque no es heredero de nada, y menos después de haberlo visto creerse/crecerse. Pero admito que me reconcilié con él después de lo que le prepararon.

En cuanto a la Tura... que sólo hablaba de seguridad (cuando le pasó lo que le pasó), me opone. Porque esta demaás de reclinarse en el apellido, vive de rentas nefastas.

Es triste que hoy sea Miquel Iceta (lo conozco de fondo, y lo reencuentro en el barrio a horas insólitas, domingos o festivos vacíos, siempre en el mismo cruce) quien se manifieste...

Porque hay que aguantar... Lo escucho a ráfagas, dado que nada más empezar el debate de 59 segons me conecté aquí para dar rienda suelta a... sin prórrogas.

Olvido muchas de sus respuestas. Pero retengo lo dicho sobre si el electorado español aguantaría a una candidata catalana, en referencia a la sucesión del Presi....

¡Diox!

¡Dudaban los sesudos!

Pero si se apellida Chacón.

Ay como el agua, ay ay, ay como el agua....

P.D. Esta entrada, GRIS, no requiere de ilustraciones. ¡A más ver!