domingo, 29 de marzo de 2009

DEFOE Y ESPAÑA

En varias ocasiones he podido comprobar el interés que despiertan en los estudiantes aquellas lecturas que, a una buena o excelente factura literaria, suman la iluminación de algún suceso particular (histórico, artístico o de cualquier otra naturaleza). Les encanta Teresa, de Rosa Chacel (biografía novelada de la célebre amante de Espronceda), Flores de plomo, de Juan Eduardo Zúñiga (en torno al suicidio de Larra) o La epopeya de los locos, de José Manuel Fajardo (sobre el abate Marchena, Teresa Cabarrús y otros “afrancesados” españoles que corrieron el albur de la Revolución Francesa, jugándose el cuello, para más datos).


Estos días he recordado una obra de Defoe de la que poco se habló en su momento. Me refiero a las Memorias de guerra del Capitán George Carleton (Los españoles vistos por un oficial inglés durante la Guerra de Sucesión), inéditas en castellano hasta que en el 2002 fueron editadas en Publicaciones de la Universidad de Alicante.





Defoe terminó de redactar el libro en 1728, poco antes de su muerte, aunando en esas páginas el relato de aventuras históricas -el marco tempo-espacial es nuestra Guerra de Sucesión- y la relación de viajes, modalidad narrativa que se iría afianzado a lo largo del siglo XVIII hasta alcanzar su eclosión en el periodo romántico, eclosión reforzada, precisamente, por las guerras napoleónicas, que cambiarían radicalmente la imagen de España, tanto dentro como fuera de la Península ,y acontecimiento que nos dejó una extensa literatura a caballo entre el memorialismo (con más o menos dosis fabulesca) y la aventura viajera.

De modo que estas Memorias... de Defoe constituyen una exquisita anticipación de lo que habría de llegar después, con la ventaja de ofrecer un tono natural y espontáneo, y hasta ingenuo, al menos en comparación con las deformes y deformadas visiones de España que nos servirían algunos más tarde, todo un obligado tópico de la literatura de viajes. Es más, por momentos se percibe en este oficial inglés cierta perplejidad ante el contraste de la realidad que recorre y la famosa leyenda negra que también había llegado a sus oídos.




Centrada, la aventura bélica, en los episodios del asedio y conquista de Barcelona, buena parte de las peripecias de Carleton transcurren en parajes de la costa mediterránea y en el posterior confinamiento del capitán en San Clemente de La Mancha -estancia evocada al amparo del "divertido pero mordaz" don Miguel de Cervantes, como no podía ser menos-, cuando fue hecho prisionero de guerra. Es en estas pausas de inacción cuando el relato recoge la vida cotidiana en los pueblos y ciudades de España, combinando las impresiones o instantáneas del extraño con la indagación más sosegada y la reflexión ecuánime que la prolongada estancia en un lugar y las conversaciones y el trato con las gentes le permiten ir elaborando.



Son las tradiciones y creencias, los hábitos y costumbres, lo que capta el interés del viajero, y no tanto el paisaje, con la excepción de las espléndidas páginas dedicadas a la sierra de Montserrat, teñidas de un misticismo naturalista bastante singular. El paisanaje, las gentes, su cotidianeidad, su mentalidad, avivan estas páginas que reflejan la vida intramuros de una ciudad sitiada, la agresividad de los bravos -¿chulos?- valencianos que habitualmente acompañan -¿controlan?- a las mujeres públicas, la templanza de los españoles, las celebraciones del carnaval y la Semana Santa, un ajusticiamiento público, corridas de toros, las aventuras galantes de la soldadesca, la vida en la retaguardia, las devastaciones causadas por una plaga de langosta, el trajineo por los caminos de España, el día a día de un prisionero de guerra, el espionaje a que un "hereje" inglés es sometido por "los soplones o informadores de la Inquisición", la ceremonia de profesión de dos novicias, los espectáculos y diversiones públicas (paseos, teatros, cafés), y un sinfín de divertidos episodios narrados con pluma magistral como la de Daniel Defoe.



Tras ocho años en España, en 1712, el capitán Carleton abandona el país llevándose, como imagen última, el grato recuerdo de las barqueras donostiarras de Pasajes: "Todas ellas iban graciosamente vestidas. Sus largos cabellos les caían elegantemente sobre los hombros, y los llevaban adornados aquí y allá con cintas de varios colores que el viento agitaba libremente a sus espaldas. [...] Elegimos a las que más nos gustaron, y ellas, agradecidas, nos condujeron hasta sus barcas marcando con los remos una especie de acompañamiento musical..."


¡Ah! Las barcarolas...



jueves, 26 de marzo de 2009

DEDICATORIAS


En la manifestación de hoy jueves (siguen sonando las sirenas y yo esperando el regreso de mis dos hijos), los estudiantes habían dado la consigna de llevar libros (y también flores. Y doy fe: estuve una media hora merodeando por allí). Lo que me llevó a recordar uno de los temas abordados por Jesús Marchamalo en Tocar los libros: el de las dedicatorias.
Lo que a su vez me llevó a recordar… Y sobre todo, a preguntarme por qué, durante cierto tiempo, fui bastante reacia a este asunto de las dedicatorias, después del inevitable fetichismo juvenil.

Mi hermano mayor trabajaba a ratos en el Hotel Colón, donde invariablemente se alojaba don Camilo José Cela cuando venía a la Ciudad Condal. Y un día pude conocerlo, un 24 de noviembre del 73, en que me dedicó el Pascual Duarte y La Colmena (“esta crónica amarga de un tiempo amargo”). En otra ocasión lo hizo con “la experiencia Caribe” de La catira (¡vaya aventura!, según nos ha contado recientemente Gustavo Guerrero en Historia de un encargo) y con “esta sarta de disparates” reunidos en el Diccionario secreto. Y vino el famoso día (8 de marzo de 1974), en que yo había quedado con una amiga para presentarle al famoso escritor, y además aquella vez, a diferencia de los precarios tomitos de la editorial Noguer de los anteriores títulos, yo tenía un libro espléndido: Gavilla de fábulas con amor (editado en tapa dura por Alfaguara y con ilustraciones de Picasso…). Aquí estábamos en plena campaña contra la ejecución de Puig Antich y… ¡qué dilema! ¡Malditas dedicatorias! ¡Las odio! .




En fin, que fui creciendo… Y decidí que sólo tenían sentido las dedicatorias auténticas o verdaderas, aquellas que nacían de un cierto coloquio o proximidad, de un tiempo compartido, aunque fuese a distancia, en la lectura. Al licenciarme en 1980 y preparar mi tesina sobre Rosa Chacel, fui a visitarla en Madrid, antes de partir para Boston (donde accedí a los tremendos fondos de la Biblioteca de Harvard, además de al impagable magisterio de Claudio Guillén) y en la página correspondiente de Barrio de Maravillas (la primera novela de Rosa que leí, quedando fascinada y perpleja) la escritora estampó: “Para Ana, que entró por esta puerta y siguió bien derecho”. Y en La sinrazón, su opera magna, escribía aquel mismo día: “Para Ana, después de tanto hablar, queda tantísimo que ni los diez años que empleé en este libro serían bastante”. Vinieron después muchas más dedicatorias de Rosa, pero mientras tanto…

Alrededor, en la Universidad, observaba cómo mis colegas se afanaban por conseguir una dedicatoria de los ilustres escritores que nos visitaban (Torrente Ballester, Juan Goytisolo, Juan Benet, José Hierro)... En aquel ambiente, no solicitar la dedicatoria parecía hasta de mala educación, pero sólo sucumbí ante Alberti, porque de él tenía dos bellísimas y raras ediciones publicadas en Litoral: Cuaderno de Rute (un inédito de 1925) y Roma, peligro para caminantes (que se editó por primera vez en España en los números 43-44 de la célebre revista malagueña). Ni siquiera de Juan Marsé, a quien entonces frecuentaba porque escribía los epílogos a sus primeras traducciones al alemán, tengo grandes dedicatorias, pero sí algún regalito inolvidable, como la rara edición de El fantasma del cine Roxy (en Almarabu, 1986, con ilustraciones de Bonifacio).

Pasó el tiempo y fui empezando a participar en jornadas, seminarios o congresos… A Javier Marías lo invité a una sesión de la Escola d’Estiu que organiza el Colegio de Licenciados en 1987 pero sólo después de aquel primer encuentro, cuando regresó a nuestras aulas “en olor de santidad” me atreví a pedirle que me dedicara mi entrañable edición de Travesía del horizonte (La Gaya Ciencia, 1972), su segunda novela (dudando entre ésta o la siguiente, El monarca del tiempo, entonces no reeditada; ahora sí, en El Reino de Redonda), en la que aparece con una larga melena muy propia de la época y gafas de gruesa montura de pasta negra: "Para... agradeciéndole las invitaciones pasadas y presentes". Hubo después otras dedicatorias, pero de Javier Marías me gustó, ante todo, el envío de Harán de mí un criminal (Alfaguara, 2003), con una dedicatoria “histórica”, por la especial circunstancia que, como articulista, atravesaba él entonces: “Para ARF agradeciéndole mucho más de lo que imagina su reseña de TRM-FL, y antes de ingresar definitivamente en prisión, me temo, por mis muchos delitos”.


Por esos años, con la añorada Carmen Martín Gaite coincidí más de una vez. En una de esas ocasiones le llevé un viejo ejemplar "familiar" de la primera edición de Entre visillos (Premio Eugenio Nadal 1957). Fue (leo ahora esas líneas de Carmiña) el 3 de julio de 1997, cuando escribió: "Para Ana, a quien me une, entre otras cosas, la fascinación por Maruja Mallo. Gracias por conservar este ejemplar. Carmen".

En los últimos años me han conmovido muchas otras dedicatorias (las de Vila-Matas, Jesús Ferrero, Irene Gracia, Pedro Sorela….) pero quiero destacar las de José María Guelbenzu: un autor de referencia, que me acompaña desde que, todavía adolescente, leí El mercurio. En 1995 reseñé El sentimiento en la revista Lateral y esa reseña fue el punto de partida de una amistad, tan vital como literaria, que, después, le llevó a escribir al frente de mi ejemplar: “Para…. Que hizo por este libro lo que no ha sabido hacer casi nadie: leerlo. No hay gratitud suficiente. Un gran abrazo”. Luego, en el 2000, cuando Guelbenzu reeditó El río de la luna (jaleada novela de la que yo había oído hablar en USA, cuando vivía allí, el curso 1980-1981, y que devoré nada más pisar el suelo patrio), Guelbenzu me mandó el nuevo ejemplar con estas palabras: “Ana: la luna ataca de nuevo, el río vuelve y yo mismo noto el paso del tiemp0o. Con todo cariño, para tu colección”.

(Ya hablaremos de mis colecciones, otro tema muy literario).


Y ya puestos, me acuerdo de un hermoso relato de Ana María Moix, “Dedicatoria”, perteneciente a su libro Ese chico pelirrojo a quien veo cada día (Lumen, 1971), y del que sólo citaré unas líneas para incitar a su lectura ( y al resto de las novelas, poemarios o colecciones de cuentos de Ana María).



Este libro está dedicado a Queen of the Cats, Lilith para más señas, que supo crear historias más allá del bien y del mal, sin tener en cuenta que, para los humanos, el pasado tiene un peso que se pisa a cada paso, y, con tan desdeñoso trato, consiguió que no se la relegara al olvido una vez perdida, si no la inocencia, sí, al menos, el honor que confiere la más tierna y primeriza credulidad.
Con todo el digno respeto con que solemos invocar las causas perdidas...

¡Adelante!

domingo, 22 de marzo de 2009

RUESTA

Bordeábamos el pantano de Yesa, una mañana azul y nítida, sombreada a ráfagas por el ondulado paisaje de las vecinas Bárdenas Reales, cuyas "dunas" se adelantaban asomando en algún trecho, mordiendo la luz.
De repente llegamos al desconcierto de Ruesta: un pueblo a pie de carretera que se presentaba simultáneamente muerto y vivo.




Las pinturas estrelladas contra un gran paredón me devolvían, por su estética, a las callejuelas del actual Raval barcelonés. Pero el contenido (la letra) me alejaba hasta los pueblecillos del Aragón de 1936.




Caminamos entre la ruina y la resurrección: un amplio albergue en pleno Camino de Santiago, más unos apartamentos hermosamente rehabilitados, y un pequeño bar-restaurante. Turismo rural auténtico. Lirios salvajes y rosales agónicos y caléndulas alineadas en jardineras de piedra.
La fachada de la Iglesia es hermosa en su desnudez (o adustez). Y recordé y añoré un bello libro de Cees Nooteboom: El desvío a Santiago (en Siruela), extraordinario vagabundeo por todo nuestro arte románico. Y lamenté no habérmelo llevado, la verdad.

Y pensé que algún día volvería a Ruesta en plan retiro, viajando en tren hasta Zaragoza, tomando después un coche de línea (que se decía antes) hasta Sos del Rey Católico u otra localidad cercana a la que luego me irán a recoger los que han puesto en marcha esta feliz iniciativa.

Ocio y Cultura. Tierra y Libertad.





Datos para información y/o reservas:
ruesta@ruesta.com Tf/Fax: 948 398 082


(Y disculpen el narcisismo fotográfico: Obedece a la petición de mis caros ex alumnos y a la de aquellos otros que me preguntan por la verdad de los detalles: inquietos, al parecer, por si seré o no un personaje literario.
Y también responde al propósito de mostrar que las escuetas líneas del perfil, ¡Ejem!).

viernes, 20 de marzo de 2009

LA REINA LOCA


Paseé en silencio por las calles de Sos pero no visité la casa natal del Rey Católico. Recordé más a su hija Doña Juana. Al regresar a casa, recordé a otros viajeros y escritores que nos dejaron su personal visión de la reina loca.

En el verano de 1917, Federico García Lorca participó de nuevo en otro de los viajes culturales organizados por el profesor granadino y catedrático de Teoría de la Literatura y de las Artes Martín Domínguez Berrueta, viajes que tenían por finalidad aplicar los métodos pedagógicos institucionistas, combinando el estudio teórico realizado en archivos y bibliotecas con la formación práctica: las visitas a monumentos y museos. Los alumnos, al final de cada jornada, escribían sus anotaciones y experiencias del viaje. Así nació el primer libro de Lorca: las prosas reunidas en el volumen Impresiones y paisajes (1918).



Aquel verano el poeta recorrió las tierras de la Vieja Castilla. En uno de los escritos, el titulado “Sepulcros de Burgos”, aparece ya una primera referencia a doña Juana la Loca: “Casi todos estos sepulcros de Burgos que tantas y tan magníficas ideas encierran están sin morador… y se siente gran extrañeza al contemplar los sepulcros vacíos de la Cartuja que encerraron en un ánfora las entrañas de Felipe el Hermoso y ante los cuales la ideal Juana la Loca, de pasión, lloró desgarradora ante el cuerpo de su alma como Brunilda ante Sigfrido en la epopeya de los Nibelungos.”

Diciembre de 1918 es la fecha que lleva la “Elegía a doña Juana la Loca” (perteneciente al Libro de poemas, 1921), una extensa composición de sesenta versos alejandrinos agrupados en cuartetos, en la que Lorca destaca básicamente dos notas: la pasión y la muerte de la reina. No es el verso inicial el más logrado (“Princesa enamorada sin ser correspondida”), ni tampoco lo son los elementos elegidos para expresar la pasión, que transforman la figura de Juana tiñéndola, quizá en exceso, de un cierto sensualismo más o menos tópico (clavel rojo, paloma de alas tronchadas, collares de perlas, princesa morena), deudor de la moda oriental modernista que también tentó al joven Lorca. Es al hablar de la muerte de la reina cuando encontramos imágenes de un sabor más auténtico: el sueño “entre nieves y cipreses castos” o esa tumba rezumando su tristeza “a través de los ojos que ha abierto sobre el mármol”. Tampoco podía faltar, desde luego, el recuerdo de uno de los episodios más llamativos de la vida de Juana –su peregrinaje de amor-, que le inspira al poeta posiblemente la mejor estrofa de la Elegía:

Y tu grito estremece los cimientos de Burgos.
Y oprime la salmodia del coro cartujano.
Y choca con los ecos de las lentas campanas
perdiéndose en la sombra, tembloroso y rasgado

Es este episodio el que más desarrolla Ramón Gómez de la Serna en una de sus Novelas superhistóricas (1944), protagonizas casi todas por mujeres: Juana la Loca, Urraca de Castilla, Ana de Austria, la Emparedada de Burgos y Juana la Beltraneja.



En 1942, en la asociación bonaerense Amigos del Arte, Ramón pronunció una conferencia sobre doña Juana -“quizá la mejor conferencia de mi vida”, afirma en Automoribundia-, primera ocasión en la que expuso su teoría de la superhistoria como una ley compensadora que aúna “lo que no sucedió que quiere mezclarse con lo que sucedió”.


Con el personaje de la reina loca Ramón estaba muy familiarizado a partir del famoso retrato pintado por Pradilla que colgaba de las paredes de todos los hogares españoles, como el de su abuela, hermana de la poeta romántica Carolina Coronado, “la misma que después de doña Juana ha tenido desenterrada y a la vista la momia de su esposo hasta el día en que ella fue a hacerle compañía y se enterraron dos féretros en el mismo panteón” (Automoribundia). Por eso, tal vez, la reina alucinada no sólo protagoniza una de las novelas superhistóricas sino también un capítulo de la biografía del escritor. A Ramón le interesa lo que la historia de doña Juana tiene de locura de amor, de perpetuo éxodo de esperanza, de peregrinaje que muere en un ocaso. De ahí el espléndido capítulo cuarto de la novela, en el que el paisaje se vuelve silencioso para recoger el dolor y la soledad de esa locura de amor repetida en las viudas de los pueblos, en los coros de perros aulladores, en las estatuas yacentes de las iglesias, en las piedras miliares de los caminos o en los puentes donde doña Juana “apresuraba el paso porque en los puentes se pasa de la razón a la locura y temía tirarse por ellos a la Historia, que es a donde se tiran los suicidas.”

Ramón toma esa imagen clásica –río, tiempo, muerte- y la proyecta hacia el futuro porque le interesa presentar la actualidad de una locura de amor en medio del tiempo. Y una sinrazón: la de una reina, la única, “que exhibe ante los pueblos la desgarradura de su razón”.

En 1994, la muerte sorprendió a Rosa Chacel trabajando en un proyecto sobre la compleja y atractiva personalidad de Juana la Loca, para la escritora un personaje de su mundo familiar, en el que dominaba la pasión llevada al paroxismo de la locura. En este libro “truncado”, Rosa Chacel iba a estudiar otra modalidad de “la implacable, indestructible, polimorfa y voraz especie del Deseo. Quedaron algunos fragmentos, de los que entresaco las siguientes líneas:

“… Se adueñó una imagen de Fernando hasta que a su razón otras ya no llegaron. ¿Qué hacer para que nos reconozcamos como nosotros y así poder transmitir mi deseo en esta tierra cuya forma he soñado? Simplemente repetir y repetir: yo quiero que vosotros queráis lo que yo quiero, que es además lo que él quiere y por cuya sangre somos un compromiso. Compromiso que Isabel, entendiéndolo como una realidad vital, vistió con la pura lana del pastor, del color de la tierra castellana”.


Los de Lorca, Ramón y Rosa Chacel son sólo tres casos de pervivencia poética de aquella locura de amor en la que se extravió, errante, doña Juana.

jueves, 19 de marzo de 2009

CUENTA HAROLD BLOOM

Como hoy jueves han cerrado la Universidad a cal y canto (el noble edificio histórico donde se ubica mi Facultad)y se ha suspendido la actividad académica, me ha quedado un ratillo para avanzar en las múltiples lecturas que aguardan su turno.

Admiro a Harold Bloom desde mi lejana adolescencia, cuando nos condujo con sabiduría y persuasión por el deslumbrante mundo de Blake, Byron, Shelley y Keats en su ensayo "Los poetas visionarios del Romanticismo inglés" (Barral Editores, 1974), en la traducción de M. Antolín (que imagino era el novelista Mariano Antolín Rato).
Y lo fui siguiendo atentamente, aprovechando mis estancias en USA para adquirir ensayos que aquí, pues que no.
Por eso me chocó mucho el jolgorio que se armó cuando (con bastante puntualidad)se tradujo "El canon occidental" (Anagrama, 1995), y se apresuraron a salir al ruedo unos cuantos, labios o plumas que no parecían saber de la misa más que la mitad (y eso poniéndonos generosos).

De modo que empecé a leer "Cuentos y cuentistas. El canon del cuento", un libro de 2001, recién aparecido en Páginas de Espuma.

Empecé por las páginas dedicadas a Gógol, en las que para mi sorpresa, enseguida Bloom nos deriva a un relato del cuentista italiano moderno Tommaso Landolfi, "La mujer de Gógol", aseverando que en él está el mejor Gógol. Algo preocupada, me fui a mi tomito de "Historias de San petersburgo", donde, además de "La nariz" (que sí recuerda Bloom), se encuentra otro hermoso relato quizá no tan desquiciante pero imborrable: "La avenida Nevsky". Y eso por no meternos en "Diario de un loco".

Prosigo y me voy con el capítulo de Turguenief. Bloom rescata un pasaje de sus memorias, para mostrar que, si no se es Tolstoi, no se puede afrontar la estepa. Y yo recuerdo el maravilloso "Viaje a Arzum durante la campaña de 1829", de Pushkin (traducido en la editorial Minúscula, 2003) y el "Viaje a las estepas de Astracán y del Cáucaso" en 1797, de Jan Potocki (Laertes, 1994), que Pushkin recuerda y... francamente ¿Qué fue antes: el huevo o la gallina? Y sobre todo recuerdo un estremecedor relato de Turguenief: "La ejecución de Troppman" (del que habló muchísimo en su correspondencia con Flaubert: .

Las dos páginas dedicadas a Thomas Mann provocan sonrojo y preocupación, la verdad. Pero no pude volver a hojear "Mario y el mago", "Tonio Kröger"
o "Félix Krull" para comprobar si mi débil memoria es lo que está en verdad fallando.

Pues recordando bien "Bestiario", de Cortázar...

Pero bueno, bienvenido sea cualquier libro grande que nos obligue a dudar, releer y pensar.

P.D. Para las ilustraciones, véase la entrada de ayer, la imagen de la derecha. A mi hijo Nico ha venido a visitarlo su novia, aprovechando el magnífico puente de San José del que disfrutan en el resto del estado español, que se dice.

miércoles, 18 de marzo de 2009

ACTUALIDAD Y CASUALIDAD

Hoy no tenía clases, y me alegro.
Me alegro de no haber tenido clases hoy miércoles (entiéndase bien), porque de haber sido así, a las 8:30 (hora en que este trimestre comienzo a impartirlas, los martes y los jueves)hubiera encontrado la Universidad tomada por las fuerzas del desorden, apaleando a los jóvenes estudiantes con las mismas porras de siempre, aunque sus uniformes no eran grises.
Recordé una canción, o un grafitti: "Desalojos son disturbios".

Como de costumbre, trabajé duro a primera hora de la mañana en un pequeño ensayo sobre Juan Marsé que debo entregar próximamente. Repasaba mis notas de /Teniente Bravo/ y en el relato "El fantasma del cine Roxy", encontré lo que el otro día no pude o supe verificar: que el viejo cine /Alcázar/ se llamó en su día /Kursaal/:

"Invierno 1941. Rambla de Cataluña en panorámica tarjeta-postal, el paseo poco transitado y la doble hilera de tilos deshojados, oscuros, raquíticas ramas arañando un cielo gris de plomo. Frente al cine /Kursaal/ serpentea de frío una cola de cien personas, se oyen gritos, la compulsiva cola se rompe, la gente huye despavorida", leo en la página 52 del tomito, cuando Marsé narra cómo un grupo de "aguerridos falangistas intelectuales peinados con fijapelo y envarados de furor estético" asaltan el cine y embadurnan la pantalla con pintura negra para protestar contra la proyección de la película "Sangre, sudor y lágrimas".

¡Qué cosas!, pienso ahora. ¡Qué coincidencias!
Pero cuando leía esas líneas, nada sabía aún de lo que estaba ocurriendo cerca de mi casa, en la plaza Universidad y aledaños. Me lo contaron al poco mis amigas de la tercera edad (ya hablaré de ellas), en el Gimnasio. Al salir, sobre las 12:00 del medidodía, ya sobrevolaban el cielo los pájaros negros. Entré en la cercana librería /Alibrí/, renovada con acierto, aunque siempre que voy allí me detengo ante la inmensa fotografíaen blanco y negro de la antigua /Herder/(Como se llamaba antes), tan levítica.

Salí de allí con dos libros: una nueva edición de /Los monederos falsos/, de André Gide, titulada ahora /Los falsificadores de moneda/, y publicada por Alba Editorial. En la facultad, nos la hizo leer Antoni Vilanova, en sus clases de estética, en una edición de Seix Barral (1975), traducida por Julio Gómez de la Serna. Después de comer releeo algunas páginas del "Diario de Eduardo", las que versan sobre la "musicalización de la novela" y otras cuestiones metanarrativas.
Después, ojeo el índice del otro libro que me traje a casa: /El canon del cuento/, de Harold Bloom (editado en Páginas de Espuma). Entre los nuestros están Borges y Cortázar, y punto. Pronto sonarán trompetas. Porque si hay espacio para Stephen Crane (sólo conozco su novela, The red badge of courage, El rojo emblema del valo, un buen alegato antibelicista, pero no sus cuentos, pero aún así...), debería haberlo también para..........(los puntos suspensivos pueden rellenarse a placer o capricho o juicio). Vuelvo a repasar la lista de Bloom y, dada la dificultad de elegir ante tantísimo adorado escritor de habla inglesa, me digo que por la noche leeré las páginas dedicadas a Andersen, Chéjov, Gógol, Kafka, o Bábel. Ya veremos, y yas les contaré.



Sintiéndome tan esquizoide como el amante bilingüe de que habré de ocuparme el viernes, me reincorporo a mi estudio para preparar las clases de mañana. Releo las Sonatas de Valle-Inclán. Me voy a un estante en busca de los /Escritos sobre literatura/ y los /Comentarios estéticos/ de Baudelaire. Busco referencias sobre el Dandy, la belleza moderna, el dolor ritmado, la melancolía... y, de repente, accidente.
En su ensayo sobre /Los miserables/, de Víctor Hugo, en la galería de dramas funestos que Baudelaire ve reunida allí, el poeta destaca "una figura horrible, repugnante, la del gendarme, el cómitre, la justicia estricta, inexorable, la justicia que no sabe comentar, la ley no interpretada, la inteligencia salvaje..." Es decir, el abominable Javert. Y luego prosigue con una reflexión (una pequeña crítica, escribe él):

"Ya sé que el hombre puede aportar algo más que fervor en todas las profesiones. Se convierte en perro de caza y perro de combate en todas las funciones. Esta es, ciertamente, una bellleza que tienen su origen en la pasión. Es posible, pues, ser agente de policía /con entusiasmo/; pero, ¿se entra en la policía /por entusiasmo/? ¿O es, por el contrario, una de esas profesiones en las que sólo es posible ingresar empujado por circunstancias y por razones completamente ajenas al fanatismo?"

Hace ya media hora larga que han vuelto a rugir los motores de los pájaros. Me asomo al balcón que da a la calle Aribau, manchada por las luces chillonas y el estridente aullido de las sirenas. Debe de seguir la fiesta.

Voy a cenar y a leer a Bloom!

domingo, 15 de marzo de 2009

RETORNOS DE MAX AUB

Los sábados mi madre suele venir a casa a comer y pasar la tarde porque es el único día en que –antes tarde o después- puede ver a su nieto Adrián y charlar un ratito. Luego, o vamos al cine damos un paseo por el corazón de la ciudad, que ahora ofrece una nueva distracción: la macrolibrería Bertrand, ubicada donde años ha estaba el cine Alcázar .

Entramos y…


¿Quién soy yo para todos éstos que llenan estos cafés del centro de Barcelona y sus enormes terrazas?
-No, nadie sabe quién eres […] ¿Sobre qué lloras? ¿Sobre los mineros de Asturias? ¿Sobre los obreros de Sabadell o de los alrededores de Madrid? ¿Sobre los campesinos andaluces? No me hagas reir. Lloras sobre ti mismo. Sobre la ignorancia en que están todos de tu obra monstrenca, que no tiene casa ni hogar ni señor ni amo conocido, ignorante y torpe
.


Con estas palabras –de inequívocos ecos larrianos- se lamentaba Max Aub, en 1969, en las páginas del cuaderno donde anotaba las impresiones que su primer retorno a España desde el exilio republicano emprendido en el 39 iban despertando en su ánimo y que, al poco, se tranformarían en un grueso volumen: La gallina ciega. Diario español.






A pesar del balance negativo que el autor hace de este viaje, lo cierto es que después de su estancia empieza una tímida recuperación de la obra de Max Aub, que, aunque incompleta e insuficiente, sirvió al menos para que unos cuantos títulos significativos de este escritor empezaran a estar presentes en la España de los últimos años del franquismo y de los inicios de la transición, periodo de mi febril adolescencia lectora en que devoré:

La calle de Valverde (Seix Barral, 1970).

Jusep Torres Campalans (Lumen, 1970).

Las buenas intenciones (Alianza Editorial, 1971)

Vida y obra de Luis Álvarez Petreña (Salvat, 1971)

Subversiones (Helios, 1971)

Pequeña y vieja historia marroquí (Papeles de Son Armadans, 1971)

Teatro breve (Taurus, 1971)

Estos volúmenes están en mi bliblioteca. No porque yo fuera una niña precoz, sino porque los libros (los de verdad) permanecían en las librerías (la Porter, por ejemplo, con su túnel de fondo y sus artesanales archivos).

De modo que cuando en 1978 Alfaguara empezó a publicar el ciclo de El laberinto mágico (la espléndida pentalogía sobre la Guerra Civil) era entonces posible recuperar otros títulos de “el fondo” del autor.

Hoy sólo quiero celebrar la recuperación de La gallina ciega, en Visor, que sólo había aparecido en España en 1995, en Alba Editorial.

jueves, 12 de marzo de 2009

TOCAR LOS LIBROS

Un súbito pinzamiento del nervio ciático me alertó, el pasado jueves, de que estaba cargando demasiado la máquina. Suerte que una, además de intuitiva es previsora, y casi un mes antes, ante la nostalgia del viaje, tonteando en Internet di con una estupenda oferta para el no menos estupendo Parador de Sos del Rey Católico (170 € tres noches), y reservé por si acaso (no se pierde casi nada si hay que cancelar la reserva de modo que conviene arriesgar, y que conste que no hay patriotería detrás de la publicidad, sino celebración del bienestar y del buen gusto).
Así que para allí que me fui, pese al cierzo y demás pronósticos adversos.





Y me fui ligerita de equipaje, decidida a no rumiar ni leer más que la prensa nacional, regional y provincial con los múltiples suplementos que los findes acompañan a los diarios. Me llevé un solo libro de formato liliputiense, tan ligero y portátil como inmenso en su capacidad de sugerencia y evocación: Tocar los libros (Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2008), de JESÚS MARCHAMALO, un autor que descubrí allá por 1999 o 2000, cuando publicó en Siruela La tienda de las palabras.



Aclaración: la imprecisión cronológica obedece al hecho de que La tienda de las palabras pasó, un par de años después, a ser lectura gozosa de mi hijo mayor Adrián, entonces un adolescente de catorce años, y luego del pequeño Nico… y en alguna de sus estanterías andará, j’espère. Pero, por no llevarme el sofocón que sobreviene al entrar en esos reductos, renuncio al rigor filológico. Y también por ser consciente de que el “orden” que ellos tienen en sus estanterías no es el mío. Y aquí no hay divagación: uno de los temas de que trata JM en su merodeo sobre nuestras relaciones con los libros es el del orden o el concierto en que cohabitamos con ellos, aspecto que suele aportar datos significativos de nosotros en tanto que lectores.





En líneas llanas, tan próximas como hermosas, Jesús Marchamalo nos habla de los libros con palabras tan sutiles y evocadoras (sensuales, táctiles) como las que empleó Pedro Salinas en su “Defensa de la lectura” o en “Defensa, implícita, de los viejos analfabetos”: dos imborrables ensayos breves reunidos en El defensor (Madrid, Alianza Editorial, 1984), una joyita del ensayo español del siglo XX, por cierto.
En otros epígrafes, Marchamalo habla de la capacidad colonizadora de los libros o del modo de desprenderse de ellos, pese a que los "libros delimitan nuestro mundo, señalan las fronteras difusas, intangibles, del territorio que habitamos”.
Y porque “compartir lecturas, hermana”, seguiré, en sucesivas entregas, hablando de todo cuanto me sugirió el entrañable tomito de Jesús Marchamalo: Tocar los libros.

(Repito: No debo seguir cargando la máquina).

lunes, 9 de marzo de 2009

POE


Como estoy releyendo a Unamuno para mis clases universitarias, voy a comportarme de un modo paradójico y hablar del gran solitario de Baltimore en el 200 Aniversario de su nacimiento: Edgar Allan Poe.

Creo que la mayoría de los chicos y chicas de mi generación lo leyó (a principios de los setenta) en los libritos de bolsillo de Alianza Editorial, alertados por Baudelaire y por Borges, pero también por Rosa Chacel y por Félix Grande, que le dedica un apartado de su lejano y sugestivo ensayo Mi música es para esta gente. Poco después, durante mi primer año de vida en USA, leí a Poe en el abigarrado tomo de Vintage Books, The Complete Tales and Poems of Edgar Allan Poe, publicado en setiembre de 1975. Y ahora, una buena amiga deposita en mis manos el espléndido tomo de los Cuentos Completos, traducidos por Julio Cortázar y publicados por Edhasa.
La tentación de volver a Poe es irresistible.



Pero que no cunda el pánico, porque no voy a hablar de: mesmerismo, gatos negros, escarabajos de oro, cartas robadas, montañas escabrosas, crímenes de la calle Morgue, la máscara de la Muerte Roja, la caída de la casa Usher, Hop-Frog, Eleanora... Ni tampoco hablaré del cuento mil dos de Sherezade... Pero sí de El camelo del globo: The balloon-Hoax.

Publicado por primera vez en 1844, en el New York Sun, Edgar Allan Poe ahí narra una supuesta travesía del Atlántico realizada por Monck Mason (que había construído un dirigible en miniatura propulsado por una hélice accionada mediante un mecanismo de relojería), en un dirigible similar al de su prototipo sólo que de tamaño natural. Se trata, en realidad, de un viaje inmóvil, imaginario y utópico, un viaje en el Tiempo porque es al fondo de la psique a donde se desplazan viajeros como Poe, Baudelaire y Rimbaud. (Aunque el poeta francés que tradujo por primera vez a Poe no secundaba en este punto a su adorado mentor, porque Baudelaire nunca mostró entusiasmo alguno por los globos aearostáticos, y califió de “cómica superstición” las esperanzas que Víctor Hugo había puesto en ellos, en tanto que forjadores de la salvación del género humano).




El relato de Arthur Gordon Pym (1838) y Un descenso al “Maëlstrom” (1841), aunque considerados textos de ficción son, en cierto modo, una paráfrasis o un resumen de viajes realmente ocurridos, como indica Piero Boitani en su luminoso ensayo La sombra de Ulises (Barcelona, Península, 2001), cuya interpretación sigo en este punto. El viaje al Hades dibuja ahí una espiral que se hunde girando en los abismos y tiende inexorablemente a la vorágine final: “En primer lugar, hay que destacar la penetración del yo en sus propias profundidades, el replegarse la psique en sí misma, en su constante enfrentamiento entre impulsos inconscientes y tentativas de racionalización a posteriori”, escribe Boitani, para quien la deliberada catábasis de la psique que narra Poe encierra la pulsión de aniquilamiento y de muerte, la pulverización del yo en espuma: El viaje hacia la vorágine posee también una dimensión metafísica. Sobre el vacío que se abre se halla suspendido el puente delgado y luminoso que enlaza las dos orillas del Tiempo y de la Eternidad. Bajo este paso ondulado, en las fauces de la nada, debería encontrarse la sub-stantia, el sustrato mismo del ser. Vemos que se levantan, de hecho, unos muros gigantescos, y aquí caen iridiscentes cataratas; pero ambas cosas no son en realidad sino meras cortinas de espuma. ¿Deberíamos entonces buscar al ser en ese mismo embudo cuyas paredes parecen macizamente sólidas como el ébano? Estas paredes están formadas por el movimiento voraginoso de las aguas, por el devenir. La única conclusión a la que podría conducir este girar en vacío de la interpretación tiene una naturaleza cuando menos paradójica: el ser subsiste sólo en la absurda vorágine del devenir hacia la nada. No queda, entonces, más que contemplar la esfinge en la que cada contradicción es significada y transcendida: el Atlante blanco y velado, envuelto en un sudario, que emerge del fondo de la Tierra.





Este viaje psíquico y metafísico prosigue según la pauta vertical de Baudelaire y del Rimbaud arrojado a la disgregación y abolición de sí mismo, como evoca Claudio Magris. Para Baudelaire, el mundo es vasto antes de la experiencia, cuando el anhelo ilimitado se proyecta sobre él en la claridad de la imaginación: ahí está el niño que adora los grabados y los mapas en el poema “El Viaje”, y que mide el mundo lo mismo que su vasto deseo.

Ah!, que le monde est grand à la clarté des lampes!.

Pero tras el viaje, en el recuerdo, ese mismo mundo aparecerá infinitamente pequeño:

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!.

Pero antes de llegar aquí, Baudelaire había paseado por Edgar Allan Poe. Un paseo al que les invito en este 2009 que ... avanza inexorablemente.

Queda pendiente el relato de los primeros viajes en globo.

martes, 3 de marzo de 2009

ZARRALUKI: "QUE TRABAJEN LOS MOTORES".

Salambó es en sí misma una palabra de intensas connotaciones literarias (que ni siquiera osaré enumerar, cuanto menos glosar).
Este pasado lunes día 2 de marzo se dió a conocer el Premio Salambó 2008, un premio distinto, ajeno a intereses comerciales y con un jurado integrado por escritores. En anteriores entregas, no siempre los resultados me complacieron, pero en general los fallos han sido correctos. Y este año celebro que el premio haya recaído en CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS, que acumula reconocimientos merecidos (aunque a lo mejor convenía espaciarlos y mantenerlos en el tiempo, sin tanto "guadianismo").

Pero... hablar del Salambó (espacio entrañable ubicado en el corazón del barrio de Gracia, en una travesía discreta, pegado a los cines Verdi y próximo a una plaza bellísima)
exige hablar de uno de sus inspiradores, PEDRO ZARRALUKI, que últimamente nos deleitó con una novela "ligera" (el humor ha sido desde siempre un prodigio en las páginas firmadas por este escritor), Todo eso que tanto nos gusta (Barcelona, Destino, 2008. 301 páginas).


Recuerdo esa lectura reciente.
Y recuerdo que pensé y escribí:

No es fácil lograr que en un pequeño pueblo del Ampurdán coincidan un viejo arquitecto que huye de Barcelona en busca de un palacio encantado y su hijo, un abogado de mediana edad en proceso de separación matrimonial, cuya madre le ordena ir tras él; una millonaria y exquisita mecenas italiana protectora de jóvenes artistas que vive en una perturbadora mansión con su mayordomo y su cocinera napolitanos; una ex profesora de literatura que acabó cultivando las rosas más bellas tras haberse quedado ciega y cuyo amante esposo –un promotor inmobiliario- no mezquina tiempo ni esfuerzos para leerle novelas (y de las grandes); una joven taxista casi angelical en vísperas de su boda; una tierna prostituta de carretera apresada en las redes de las mafias del antiguo Este europeo; una curtida anarquista que sigue sin reconocer al Estado porque para eso hizo la Revolución y que regenta una destartalada pensión donde no se admiten tarjetas de crédito y donde gran parte de estas criaturas confluyen, amén de otros personajes menores: parientes y amigos de unos y de otros, además de otras figuras necesarias para dar credibilidad y espesor a este rico y divertido mosaico de nuestro vivir.



No es fácil mover los hilos de las múltiples y minúsculas intrigas que van acercando o alejando a esta singular troupe y conseguir que el lector se adentre en este tupido y variopinto retablo humano con tanta naturalidad como aquiescencia.
Un prodigio así de envolvente se logra a partir de una mirada singular y morosa, rica en detalles, repleta de matices y sugerencias, pulcramente atenta a los espacios y a las vidas que éstos cobijan, a la atmósfera y a las sensaciones de todo tipo que dibujan o evocan el vivir. Y, en literatura, todo esto se logra a partir de una voz depurada y cuidadosa, atenta a aproximarlo todo y a dotarlo de sentido.
Porque en "Todo eso que tanto nos gusta", Pedro Zarraluki elabora un delicado canto a la vida y una protesta contra los motores. Y nos habla del amor y del miedo y del fracaso y de la culpa y de los varios lazos terrenales…

De todo cuanto, en la vida, nos atormenta y nos redime.

La frase que titula esta entrada se la debo a uno de los personajes de Zarraluki.
Buscadla y encontraréis muchas otras incorporables, además de ideas, sensaciones, sugerencias...!

Y de paso, buscad Un encargo difícil (Premio Nadal 2005), Para amantes y ladrones, Historia del silencio, o... para quienes anden más escasos de tiempo, los relatos reunidos en un reciente volumen, Humor pródigo: una buena muestra de los distintos registros de Pedro Zarraluki y de su prodigiosa y divertida mirada sobre...

nosotros mismos: nuestro tiempo, nuestra realidad o nuestra (¿triste? ¿patética? ¿grotesca? ¿jocosa? ¿tierna?) historia.

domingo, 1 de marzo de 2009

VILA-MATAS, AL CINE

Este pasado sábado, en la edición de Cataluña de El País, leí una noticia que, de entrada, me produjo cierta inquietud, sin detenerme a pensar si ésta obedecía a la curiosidad, al temor o,acaso, al título con que nos anunciaban que "El sutil mundo de Vila-Matas llega a la pantalla con El viaje vertical".



Me quedé muy pensativa.

Hoy, al sumar al de ayer otro día sin luz, lento, y de cielos plomizos, para huir del tedio decidí releer algunas páginas de nuestro escritor más shandy. Y me fui a un viaje anterior al de Federico Mayol. Me fui a Veracruz, con Enrique Tenorio y su dietario de los tres tucanes, ¿recuerdan? Es la primera novela de la trilogía que conforman Lejos de Veracruz (1995), Extraña forma de vida (1997) y El viaje vertical (1999).
Es éste un dietario que el desasosiego e insomnio del protagonista y narrador componen, un dietario que éste inicia con el propósito de acabar la novela inconclusa de su hermano mayor, Antonio (titulada El descenso)y que al irse escribiendo se perfila como un libro de soledad: esa que rodea el presente desde el que escribe y desde el que rememora, cuando ya murió la vida y a Enrique Tenorio sólo le quedó la literatura.
Es el punto de llegada de un personaje que, para diferenciarse de sus hermanos mayores (el mencionado Antonio y el pintor Máximo: no será casualidad que EV-M dedique la novela, entre otros, a Michi Panero)elige vivir y lo hace hasta que ya no puede seguir arrastrando el infierno que también viaja y vive con él. Entonces, llegado a un límite, decide dejar "la vida para los que ignoran lo que se juegan en ella" y llevar la vida de un muerto: "Porque no se me escapa que o bien se vive la vida a fondo para ser un Indiana Jones y un paleto, o bien se escribe y se le da un significado a la existencia, pero entonces no puede vivirse. Dicho de otro modo: si estás en la vida eres insignificante; si quieres significar, estás muerto".

Volví a quedarme pensativa porque esta reflexión sobre la fractura o conflicto entre Literatura y Vida me llevó a recordar otras páginas que muestran el descenso a los infiernos del héroe moderno. Y porque este Enrique Tenorio engrosa la nómina de héroes maltrechos, expulsados de la vida.



Me quedé mucho más pensativa.
Declinaba la tarde y había pasado la hora de ir al cine (últimamente voy a las sesiones de las 18:00 horas. Entonces recordé otro de mis libros fetiche del joven irreverente escritor barcelonés: Nunca voy al cine (Laertes, 1982), en cuya cubierta se reproduce el célebre cuadro de Edward Hopper, Nighthawks (1942).



Y recordé la divertida historia que le pasó a Vila-Matas con Justo Navarro (otro excelente escritor del que hablaré en otra ocasión) a cuenta de este libro y de este cuadro), historia que finalmente reveló/contó en las páginas iniciales de "El mal de Montano".

Y recordé también el deleite que me había proporcionado una película reciente, "Revolutionary Road", no sólo por la trama y el conflicto y... sino porque la fotografía y ambientación me devolvían al mundo de Hopper.



Y ahora me siento inquieta, preguntándome si después de que lleven a la gran pantalla el sutil mundo de Vila-Matas...