miércoles, 27 de octubre de 2010

RELECTURAS : AZORÍN



Ayer logré convencer a un alumno que se embarcase en una Tesis Doctoral sobre asuntos de los cuales yo no podré ocuparme del todo porque...
Y es el caso que me alegró haberle contagiado cierto entusiasmo, al hablarle de lo agradecido que resulta revisitar el articulismo y la obra menor de los más grandes.
Y le conté cómo periódicamente necesitaba enfangarme en las relecturas de esos textos: sean de Azorín, Unamuno, Baroja, Ortega...


Decía Azorín (en el "Nuevo Prefacio" escrito para una reedición de 1938 de sus Lecturas españolas: 1912) que "un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna. .. Por eso los clásicos evolucionan, evolucionan según cambian y evoluciona la sensibilidad de las generaciones".







Suelo volver a Azorín con cierta frecuencia y no son pocas las veces que siento que viene en mi ayuda, que algunas líneas azorinianas me "sirven" para expresar lo que ando barruntando o lo que me ocupa.
Por ejemplo, recuerdo que cuando reseñé Vals negro (1994), la estupenda novela de Ana María Moix sobre Elizabeth de Baviera me vino de maravilla un párrafo del prólogo a Pensando en España (1940), donde Azorín se lamentaba de la escasa fortuna de que gozaron algunos neologismos, aun a pesar de la seducción o hechizo que tenían. Y destaca, como ejemplo de lo dicho, segismundear, lanzado por Calderón en La vida es sueño.


No ha prosperado -afirma-. Segismundear no ha tenido fortuna. Y, sin embargo, !qué cargado de espiritualidad está ese vocablo ! Segismundear es soñar. Soñar un gran personaje que por su cargo, por sus obligaciones, por sus responsabilidades, no debe soñar. No puede entragarse a los poéticos desvaríos del ensueño, y, sin emabrago, sueña. Su espíritu libre es más fuerte que las imposiciones de la realidad secular. Segismundea Luis de Baviera, el constructor de tantos castillos agrestes, el amigo de Wagner. Segismundea Isabel, la esposa de Francisco José, tan fina, tan sensitiva, que levanta frente al mar, en un jardín, a llá en una isla, una estatua a Heine. Todo gran personaje que segismundea nos es simpático. El espíritu, en el segismundeo, triunfa de la materia. Con el segismundeo, el rey Luis y la emperatriz Isabel descienden para ascender. Descienden de la pompa vana del trono para ascender a las regiones de la pura y etérea poesía.



En Vals Negro Ana María Moix rescataba esa condición oculta de Elizabeth de Baviera, su libertad de espíritu, su carácter soñador, su idealismo, su sensibilidad... Y, al hacerlo, la liberaba del corsé Sissi que a lo largo de tantos años sirvió para oprimir la figura de esta mujer y transmitirnos -sea através de las novelas pseudohistóricas, sea a través de las recreaciones cinematográficas- una imagen edulcorada y rosa, cargada con todo el lastre de la sentimentalidad estrictamente lacrimógena o melo.






El año pasado, al releer para mis cursos Un pueblecito: Ríofrío de Ávila, otras líneas azorinianas me vinieron al pelo cuando me ocupaba de la novela de Haroldo Conti: Sudeste, y señaba una excepcional cualidad de su escritura, escribiendo textualmente:

Hay en Sudeste epopeya, lirismo y tragedia (y también humor) tamizados en el crisol de una maravillosa y dificilísima sencillez, esa que según Azorín consiste en colocar una cosa detrás de otra: “Comenzaron a despuntar los sauces. La línea de las islas se oscurecía. Sintieron en sus cuerpos esa vaga inquietud que acompaña al cambio. Una especie de zozobra. Un desvelo”.







Y poco después releía para el Máster La ruta de Don Quijote (1905), un libro que creía recordar con precisión. Sin embargo, posiblemente por haber atendido a sus líneas vertebrales, no recordaba esta breve escena, cuando el cronista recorre Argamasilla y recorta algunas siluetas. Entre otras, las del viejo labriego Martín.

-Martín -le dicen- este señor es periodista.
Martín, que ha estado haciendo pleita sentado en una sillita terrera, me mira, puesto en pie, con sus ojuelos maliciosos, bailadores, y dice sonriendo:
-Ya, ya; este señor es de los que ponen las cosas en leyenda.
-Este señor -tornan a decirle- puede hacer que tú salgas en los papeles.
-Ya, ya -torna a replicar él, con una expresión de socarronería y de bondad-. ¿Con que este señor puede hacer que Martín, sin salir de su casa, vaya muy largo?

¡Lo dicho!



jueves, 21 de octubre de 2010

ESCENAS (1)







A menudo, leyendo a algún bloguero próximo, he sentido fraternal (que no cochina) envidia cuando se detenían a captar escenas (diálogos) callejeros que nos reproducían con endiablado mimo y meticulidad.
Les envidiaba el tiempo, y la paciencia.
Y sin embargo...
Esta tarde a temprana hora salía de casa para médica y por fin me reclinaba sobre la barra de la parada del autobús, cuando...
Digo por fin porque nada más salir de casa vi que se me escapaba el 64 y encima, al ir a sacar la Tarjeta 10, comprobaba que me había dejado la Agenda, con el nombre del Traumatólogo que habría de "pronunciarse".




Como el 64 no se prodiga, di marcha atrás y...
Al poco volví a acomodarme contra la baranda y no pasó mucho tiempo antes de comprobar que detrás de mí esperaban un par de monjas.Posiblemente del convento de Enrique Granados, me dije.
No las habría notado (enredada en mis cavilaciones) de no haberlas oído prorrumpir en un saludo entusiasta (o entusiasmado, no sé, la verdad).
Tanto las salutantes como los saludados, hasta el momento, para mí eran sólo puro escorzo. Pero hice el movimiento adecuado y comprobé que el diálogo (o lo que fuera), ellas (70 u 80 años, no sé, pero esa diferencia habría entre una y otra) lo entablaban con un par de hombres (quizás ecuatorianos, llegué a pensar después; emigrantes latinos, en cualquier caso) de mediana edad (35, 40 años; o acaso 27 y 33, ya no sé calcular), "vestidos de domingo", que se diría antes.






-¿Qué? ¿De paseo?- preguntó la más joven (bajita y rozagante, de expresión amable).
-No, a estudiar- contestó el más joven de ellos.

Pasaron unos segundos.Yo diría que embarazosos. Los pobrecillos no se prodigaban y las otras se habían quedado algo cortadas.

-¿En dónde? -inquirió la más mayor, expeditiva.
-Allá por el Tibidabo- contestó desganado el mayor de ellos, mientras enredaba un poco más en su mano el cordón de una bolsa que sostenía.
(Podría describírosla, pero no quiero ser Balzac).
-En la Blanquerna- precisó el joven, por romper el impasse.
-Unas jornadas- se animó a precisar el otro, acaso para no pasar por arisco o...

Pero pasaron otros cuantos segundos. A fin de cuentas, todos estábamos pendientes de ver qué autobús llegaría.

-¿Y de qué? -preguntó la monja joven, agotando el tiempo.
-De artes cognitivas- respondió puntual el más joven de los varones.

Silencio.

-Psicología- precisó el veterano, sin ocultar su desgana.

P.D. A la vuelta, en el 64, viví numerosas escenas en un autobús repleto de niñitos (no montaban más de cuatro años: eran las 4:30)tremebundos, a quienes las pobres ecuatorianas o latinas recogían de sus "altos" colegios. ¡Espeluznante! Pero se supone que est nueva serie deberá ser breve.

sábado, 16 de octubre de 2010

PARTO






¡Bien, bien, bien!
¿O no?
Ya sabéis que tengo a mi Nico en Berlín, instalándose, y que de momento, en cuanto a las ilustraciones, se hace (mi sufrido Martin) lo que se puede.
Pero es el caso...
o
héte aquí que...
¡Finalmente!
Sacamos (de momento) la edición definitiva de Si te dicen que caí.







A ver si recupero el texto de la contraportada y lo reproduzco come il fault.
Es el caso que Juan Marsé, al consultarle ciertos pasajes dudosos de la novela (y para, con el ánimo de facilitarle la labor, le presentamos las dos redacciones previas....), se la releyó y...
De repente, accidente.
En vez de hacer una edición textual con dos variantes, hubimos de incorporar una tercera, con los consiguientes problemas a la hora de dilucidar CÖMO....
Ya que soy partidaria de que ninguna nota, por lúcida o erudita que se postule, nuble el texto primario.
Bastante nublado quedó por los censores franquistas.
Ya en su día reproduje aquí uno de aquellos informes y ahora os entrego otros.


El 17 de octubre de 1973 la editorial Novaro (convocante del citado premio) presentaba la novela de Marsé a Consulta Voluntaria , de la que resultaron dos informes demoledores. El primero, del 20 de octubre, va firmado por un Sr. Martos, y dice así

Consideramos esta novela, sencillamente imposible de autorizar. Hemos señalado insultos al yugo y las flechas a los que llama “la araña negra” en las páginas 17-21-75-155-178-202-252-274-291-309. Escenas de torturas por la Guardia Civil o por falangistas en las páginas 177-178-225-292-304-305-335. Alusiones inadmisibles a las Guardia Civil en páginas 277-278. Obscenidades y escenas pornográficas en las páginas 15-21-25-26-27-29. Escenas políticas en 29-30 e irreverencia grave en la 107. Pero después de quitado todo esto, la novela sigue siendo una pura porquería. Es la historia de unos chicos que en la postguerra viven de mala manera, terminan en rojos pistoleros atracadores, van muriendo… todo ello mezclado con putas, maricones, gente de mala vida… Puede que muy realista pero que da una imagen muy deformada, casi calumniosa de la España, de la postguerra. Sólo si hubiéramos tachado todo lo que habla de pajas y pajilleras en los cines, no quedaría ni la mitad de la novela. La consideramos por tanto DENEGABLE.

Un segundo informe, del 23 de octubre, firmado por el “Lector 12” (Carlos Gómez Rodolfo) concedía la autorización aunque con supresiones:

Se trata de una novela ambientada en la guerra y en la postguerra de nuestra Cruzada Nacional. Son las andanzas de un grupo de amigos, de matiz rojo o que actúan en la Barcelona roja y que se ven mezclados en diversas aventuras, entre las que hay actividades terroristas, proxenetismo, “voiyerismo”, comercio sexual, etc.
El hilo argumental es muy débil. En rigor la novela es un conjunto de escenas, cuyo único lazo de unión son los protagonistas, y éstos muy débilmente dibujados por el autor. Es pues una novela escrita con un estilo confuso y desvaído, con predominio del lenguaje sobre la acción y argumento, propio de una tendencia novelística moderna que podría equivaler, en literatura, al surrealismo en pintura.
Ni por la fuerza argumental, ni por la descripción de los caracteres, ni por los valores que de ella pudieran desprenderse, la novela tiene, a juicio del lector que firma, mérito especial ni gran valor intrínseco.
Está salpicada de alusiones políticas y de carácter sexual. En este aspecto se suscriben todos los párrafos señalados anteriormente, singularmente los correspondientes a las páginas 29, 30, 80, 107, 177, 178, 205, 274, 277, 278, 291, 292, 294, 295, 304, 305, 309, 335
Se indican cambien, de nuevo, las siguientes páginas en que hay párrafos o descripciones inmorales: 80, 137, 140, 164, 165, 168, 170, 210, 211, 236, 238, 241, 245, 246.
Ha de advertirse que ni las observaciones de tipo político ni las de tipo moral son, en general, de carácter profundo e insalvable. No hay delectación en lo inmoral ni ensañamiento en lo político. De aquí que, aun dado su escaso interés, si interesa salvar la novela puede hacerse, efectuando algunas supresiones. En este caso se aconsejaría efectuar, fundamentalmente, las correspondientes a las páginas señaladas en primer lugar.


Por consiguiente, se requerirá de un tercer informe oficioso, en el que no consta firma pero sí fecha: 25 de octubre de 1973. Es el más prolijo y retorcido de todos, pese a mostrar cierta flexibilidad a la hora de permitir su publicación. Y en él destaca asimismo, la perversa propuesta sobre el título.


A primera vista parece que la tesis central del presente libro debería ser política, y no lo es. Por su título, dedicatoria, ambiente argumental, y circunstancias de su galardón con el Premio Internacional de Novela “México”, puede caerse fácilmente en la tentación de exagerar el matiz político de la obra, que efectivamente lo tiene, pero que requiere una detenida distinción.
Novela ambientada en la Barcelona de la posguerra. Débil y con hilo argumental escaso. Más bien son pinceladas, confusas y a veces inconexas, que constituyen un estudio psicológico de diversos personajes. Personajes por supuesto rojos y vencidos, integrantes de un grupo clandestino, que van desgranando su melancolía y desánimo en una serie de actos para no enterrar por completo una causa que no supieron conquistar, y que por supuesto saben perdida para siempre.
El estudio de estos personajes es a veces patético y desalentador. Proxenetas, carteristas, verdadera escoria humana, que más que idealistas son pintados con trazos crudos como verdaderos criminales vulgares. Desde este punto de vista no deja de ser aleccionador el cuadro plasmado por el autor. No están mitificados, no son héroes idealistas ni patriotas, sino vulgares delincuentes que, a través de sus humanas miserias y de la utópica esperanza de conseguir lo que saben no conseguirán, van desgranando sus estériles existencias, la mayoría de las veces a cuenta de la policía y del orden establecido.
Punto crucial es discernir la tesis ideológica del autor. De manera clara no se desprende un ataque abierto al Régimen ni a sus Instituciones. Más bien parece que el autor se ha dedicado a una labor puramente literaria, de trazos psicológicos de los personajes, sin intención de realizar una novela “estrictamente política”. Eso sí, existe en toda la obra una gran dosis de desprecio hacia la Falange y hacia los representantes de la Iglesia coaligada con el militarismo Nacional. Desprecio, ironía demoledora y falta de respeto que existe en casi todo el libro, pero –y es lo destacable- de manera incidental, sin constituir el nervio fundamenta de la trama novelística.
Entendemos que si el autor o Editorial se encuentran dispuestos a realizar determinadas supresiones o modificaciones, el libro podría ser autorizado. Por supuesto que en su contenido íntegro es absolutamente denegable, por sus implicaciones políticas e incluso de índole moral.
Finalmente un punto sensible lo constituye el título. Su relación con el himno de la Falange, aconsejan su eliminación. No obstante, en consideración de las circunstancias que en el libro concurren, comprendemos la dificultad de este empeño. Bien es verdad que si del contexto general se eliminan las supresiones que a continuación se relacionan, el título quedaría desligado de aquél, hueco y falto de sentido, y en este supuesto quizá no constituyese demasiada dificultad el mantenerlo.

Textos extraídos de mi artículo "Juan Marsé y la censura franquista", publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, 721/722, julio-agosto de 2010.



¡Ay! Y a todo esto, sin ser imprescindible, estuve allí...



martes, 12 de octubre de 2010

ZOZOBRA Y AMOR








Zozobra.

Es la palabra que mejor me resume cuando recuerdo las lejanas tardes en que, por fin, me decidí a leer “el Frankenstein” de Mary Shelley. Y digo por fin no porque yo fuese una mala lectora, más bien lo contrario, lo cual tampoco implica ningún mérito especial, si pensamos en las circunstancias de mi niñez: nací y crecí en Asturias, donde la lluvia y la bruma y el frío nos obligaban a vivir semi-recluidos, en un tiempo en que la televisión apenas existía. De modo que los libros pronto sustituyeron a los juguetes –escasos- y a los juegos –también limitados, y tan repetitivos como las canciones que los acompañaban. En cambio, los libros eran otra cosa. Los libros eran la aventura, casi la única posible a esa edad en que aún no podíamos salir al mundo a “vivir aventuras”. Pero, aunque fuesen otros quienes las viviesen –los protagonistas de los libros-, necesitábamos saber de los sucesos extraordinarios para alimentar nuestra imaginación y nuestra esperanza: algún día, yo también…, soñábamos. Y aquí podríamos poner los nombres de nuestros héroes o de nuestras heroínas.

Leer era la verdadera aventura, aunque ésta no fuese real. Y leer, al mismo tiempo, suponía aventurarse: embarcarse en una travesía de rumbo incierto, llena de incógnitas y enigmas, que nos llevaría lejos, muy lejos de nuestro lugar y de nosotros mismos. Leer era emprender un viaje hacia lo desconocido: un viaje sin mapa y sin padres ni hermanos mayores que nos acompañasen, y quizá por eso, un viaje que, si no peligros, sí nos traería sobresaltos y sorpresas.

Acostumbrada a que la lectura fuese aventura en el sentido que acabo de explicar, ¿cómo aceptar “el Frankenstein”?



Con la novela de Mary Shelley ocurría lo que sucede con muchos de los libros clásicos: que ya sabemos “de qué van”. Han sido las lecturas de nuestros mayores: hemos oído hablar de ellas, hemos visto dibujos o ilustraciones e incluso películas, como en este caso. De modo que las obras clásicas no eran un desafío o un misterio absolutos. En nuestras cabecitas, había ideas, imágenes y cosas sueltas, sacadas de todo eso que habíamos visto u oído contar. Cierta curiosidad estaba ya previamente satisfecha. Por eso, a veces, sobre todo si tenemos al alcance otros títulos que nos parecen más “nuevos” porque de ellos no sabemos nada de nada, en nuestro orden de lectura no les damos prioridad a esos clásicos “de todas las vidas”: porque no nos llegan “a solas”, y porque creemos que la intriga o el interrogante que encierran no serán totales. Por supuesto, nos equivocamos al suponerlo así, pero no hay que dramatizar por ello: esa actitud es explicable y hasta cierto punto lógica, porque eso no lo sabemos antes de ponernos a leer: lo averiguamos después, cuando, a lo largo de esas páginas que ya creíamos conocer, vamos descubriendo un buen puñado de misterios y secretos tan insospechados como sorprendentes.

En el caso de Frankenstein, además de este lastre general que afecta a todos los clásicos, pesaba también otro elemento: el libro iba de monstruos y pensábamos que no habría en él héroes a los que quisiéramos imitar o aproximarnos para viajar con ellos. Además, del miedo siempre tenemos miedo a que nos dé más miedo, más del que deseamos o necesitamos para espantar el miedo que nosotros mismos llevamos muy adentro.

Por eso escribí antes que “por fin” hubo un día en que me decidí a leer “el Frankenstein”, y que si hay una palabra capaz de resumir aquella experiencia, esa palabra es zozobra. Después, al acabar la lectura, se añadió otra: Amor.



Empecé a leer en ese estado de ánimo intranquilo e inquieto del que teme algo, pero enseguida desapareció el temor. Desapareció con rapidez y naturalidad, aunque a lo largo de esas páginas volvieran a menudo la agitación y los sobresaltos, pero éstos llegaban ya arropados por los sentimientos y las emociones y las aventuras de unos personajes que en verdad sí eran nuevos y sorprendentes. Fueron estas vidas las que me hicieron desaparecer a mí de allí. Me olvidé de mí misma y en ese olvido se disiparon mis temores, que fueron devorados por la Sorpresa. Y escribo la palabra en mayúsculas para sugerir su magnitud, pues no acababan nunca las sorpresas, encadenadas como llegaban, unas destrás de otras, imparables.

Me olvidé de mí entonces, pero jamás me he olvidado de mí aquellas tardes en que leía Frankenstein y viajaba de verdad, porque Mary Shelley me había embarcado en una travesía repleta de seducciones: desde el viaje inicial, con todos los peligros que implica el navegar por mares lejanos a la pesca de la ballena en ese fantástico escenario de icebergs y hombres cercados por el hielo y la nieve, a las adversidades y obstáculos que se van sucediendo en los otros viajes, que siempre son un elemento de intriga, de aplazamiento o suspensión de un enigma que sólo se revela con la llegada, ese punto final que es el desenlace pero también la satisfacción de la misión cumplida.



Hay mucha agitación en estas páginas que narran las peripecias de unos hombres que viajan a la búsqueda de algo extraordinario o también para huir de algo, pero hay asimismo en el libro espacio para el placer que proporcionan los momentos de calma, cuando acompañamos a los personajes en sus paseos a pie por la Naturaleza, contemplando con ellos hermosos paisajes, o deambulamos por las calles de una ciudad, donde vemos o encontramos a los desconocidos.

Mas el viaje no acaba aquí, pues a esta peripecia exterior Mary Shelley le añade otra, un viaje estrictamente interior: el que emprende Víctor en busca del conocimiento último que dé respuesta a su interrogación sobre el misterio de la vida y de la muerte. La seducción de la ciencia arrastra al héroe a un viaje tan arriesgado como los otros, lleno de incertidumbres y de asombro, iluminado por una luz brillante y prodigiosa, que lo arrastra hasta el límite de los terrenos prohibidos: acercarse a Dios para arrancarle su secreto y jugar con ese fuego, examinar y estudiar las causas de la vida y de la muerte, los dos polos entre los que se encierran todas las pasiones del hombre, como una fiebre altísima que hace subir la temperatura de estas páginas, por lo tenebrosas que son algunas de estas pasiones. Hay en Frankenstein desesperación, remordimiento, odio, rabia, abominación, furia, desprecio, miedo… Y nos sentimos sacudidos y agitados por ellos, pero por encima de todos esos sentimientos vemos que siempre predomina el amor. Frankenstein es un libro repleto de amor. Hay en él historias de amor entre un hombre y una mujer y también vemos el amor entre amigos y hermanos, entre padres e hijos, entre señores y criados. Y sobre todo, vemos lo terrible que es vivir desposeído de ese sentimiento. No, el monstruo no nos inspira terror sino piedad. Y lo amamos porque sentimos su dolor: el de un ser que clama por el amor que todos le niegan, incluso su propio padre, quien lo creó y le dio la vida. ¿Puede haber criatura más desgraciada?

Y decidimos amar al pobre monstruo, leyendo y recordando sus desventuras. Y dándolas a leer a los demás.

viernes, 8 de octubre de 2010

RISAS Y LÁGRIMAS

Muy pocas veces voy a "eventos" literarios, pero ayer asistí a un coloquio sobre el cuento mantenido (de una manera divertida y muy amena) entre Cristina Fernández Cubas, David Roas y Care Santos.
Hablaron de muchas cosas y revelaron de dónde les "nació" la pasión por fabular.
Los tres coincidieron en señalar a una persona fundamental de su infancia que les contaba cuentos, fabulaciones, romances... es decir, que azuzaba su imaginación.



Me divertía escucharlos.
Y hasta me atrevo a decir que en esa hora nació (al menos) el título de un cuento. O más de uno. Me refiero a los títulos.
"Deconstructing Cristina", apuntó David Roas.
"No, no, nada de inglés", se apresuró a decir Care Santos.
Y hubo un baile de títulos.
Y la imaginación volvió a dispararse.
Y yo pensé en otro, recordando un título clásico del gran García Hortelano: "El día en que David y Care descubrieron la deconstrucción de Cristina". O: "El día en que Cristina estuvo a punto de ser deconstruída por los susodichos".
En fin, que me lo pasé bien.






Luego, al ir regresando a casa, bajo un cielo amenazante...
recordé algunos episodios de la niñez. Los recodé frente al televisor, con las noticias.

De pequeña me desvelaba el misterio del Mar Rojo. Lo de que Moisés separase las aguas y demás no me parecía enteramente imposible. A fin de cuentas, a qué engañarnos, estaba familiarizada con las mareas, que, en su flujo y reflujo, dejaban vastas extensiones de franjas marítimas casi secas.




Otra cosa era lo del Mar Rojo.
Eso sí que me desvelaba. Literalmente, me impedía dormir. Intentaba imaginarlo pero era imposible. Ni siquiera acudiendo a las imágenes del Titanlux.
Y sin embargo, sin embargo...
Llegaba a casa procesando el discursode los cuentistas y recordando las fantásticas impresiones de la niñez, la mía...
(¿Por qué se habrá perdido esta palabra? Porque Infancia siempre me ha parecido demasiado solemne)
Conecto los informativos y....



Dicen que el Danubio está amenazado.
Saben mis alumnos de Romanticismo que estos días he andado con los Laberintos de Claudio Magris, que les he referido alguno de sus ensayos ("Melancolía y Modernidad", "Schiller, genio clásico de la modernidad anticlásica" o "Las alegrías del desclasado").
Y sin embargo, esta noche, voy a releer El Danubio.
Porque acaso ya no pueda viajar allí.



lunes, 4 de octubre de 2010

¡KAÑA!

El último número de Babelia (984), del sábado 2 de octubre, tenía por tema monográfico una serie de ensayos y novelas para entender la crisis económica mundial.
Me complace (en lo que me toca) anunciar que en breve tendremos otra más.






El alquiler del mundo, de Pablo Sánchez,
obtiene el Premio de Novela Francisco Casavella 2010

El jurado del Premio de Novela Francisco Casavella 2010, formado por Ignacio Vidal-Folch, Luis Magrinyà y Ana Rodríguez Fischer, ha acordado por unanimidad proclamar ganadora, entre las 147 novelas que se presentaron al Premio, la obra titulada:

El alquiler del mundo
de
Pablo Sánchez


César, un ejecutivo de Madrid que trabaja para una poderosa empresa multinacional, tiene el encargo de reflotar la sucursal de Barcelona, una oficina que parece maldita desde que una empleada enloquece y es encerrada en un manicomio.
A través del mundo de las altas finanzas y de la empresa, el autor radiografía el capitalismo despiadado y el papel que desempeñan los ciudadanos en un engranaje que los aplasta.

El jurado la ha destacado como «Una novela audaz sobre la fascinación y las trampas del capitalismo, un tema apenas tratado por nuestros autores y que aquí brilla con inspiración, buenas ideas y un excelente sentido de la intriga».

Pablo Sánchez nació en Barcelona en 1970. Es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y durante varios años fue profesor de literatura en México. Actualmente trabaja como investigador Ramón y Cajal en la Universidad de Sevilla y estudia las relaciones entre literatura e ideología en los años sesenta del siglo XX. Su primera novela, Caja negra, obtuvo en 2005 el Premio Lengua de Trapo.

Esta primera edición del Premio de Novela Francisco Casavella, con una dotación de 6000 euros, nace con la intención de apoyar las nuevas voces de la narrativa española. Con esta convocatoria se quiere rendir homenaje a la memoria del autor de novelas tan importantes como El día del Watusi y Lo que sé de los vampiros, a su pasión por la escritura, a la que dedicó su vida, y a su convicción de la vitalidad de la novela y su capacidad para descifrar la esencia de la realidad y su misterio.

La novela ganadora de la edición 2010 del Premio de Novela Francisco Casavella será publicada el 26 de octubre.