lunes, 31 de enero de 2011

JUVENTUD

Muy al principio de abrir este Blog, una muy buena alumna (recuerdo su nombre, pero respetaré su anonimato) me preguntó si lo que cuento es verdad. La pregunta venía a cuento de la entrada titulada, precisamente, "Actualidad y Casualidad" (18 de marzo de 2009).
Y es que aquella era una entrada de las que a veces, simplemente, suceden.
Como la reciente dedicada a Azaña, por ejemplo.
Pues bien, el viernes pasado acababa de recibir la convocatoria del




cuyas bases completas podéis leer en
http://www.planetadelibros.com/pdf/bases_para_web_PNFC.pdf

(NOTAD EL CAMBIO DE FECHAS con respecto a la anterior convocatoria y por favor dadle la máxima difusión)

y el sábadopensada en colgarla aquí, cuando veo que en el Canal 33 pasan la película "El triunfo", basada en la primera novela de Francisco Casavella (de título tan premonitorio).

El automóvil se detiene con un sonido chirriante de neumáticos que estremece las paredes del aparcamiento. Dentro, ninguno de los tres hombres se mira. El más delgado -muy moreno, nariz ancha y labios gruesos- frota, no sin contenida brusquedad, una mano sudorosa contra la pernera del pantalón apolillado. Crujido de acero y mecánica anticuada al abrir una de las puertas. Los tres hombres salen despacio.

Era el arranque de una novela (y de toda una trayectoria literaria) deslumbrante e impar.

miércoles, 26 de enero de 2011

LA MUJER MUERTA

Hoy se prenta en Madrid la novela de Manuel Rico "La mujer muerta" (editada en Rey Lear).
Cuando se publicó por primera vez, yuve ocasión de reseñarla en las páginas de ABC Cultural (donde por entoces ejercía la crítica literaria),y al autor debieron de parecerle ajustadas aquellas líneas de mi lectura. Al menos lo suficiente como para pedirme si podía prologar esta segunda salida de la novela, a la que le deseo la mejor fortuna.

Por mi parte, le he pedido a Manuel Rico que me mande el archivo de un par de pasajes de "La mujer muerta", con los que espero despertar vuestra curiosidad "leona".




"Monsalve encendió un cigarrillo y le sostuvo, durante unos instantes, la mirada. En su rostro no había ironía, sí un velo de gravedad y descreimiento. Dijo:
—Nunca has llegado a asumir que un artista no es sólo lo que él quiere ser. Es, además, yo diría que sobre todo, lo que el espectador reconoce y acepta. Se trata de un equilibrio entre el impulso creador y las exigencias y gustos de su público. Durante casi veinte años mantuviste ese equilibrio.
Gonzalo optó por no responder y se recluyó en sus pensamientos. Y en la memoria. Pensaba que había mantenido aquel equilibrio a costa de alejarse de otro: el que comenzó a construir casi veinte años antes en pos de un realismo distinto, algo tamizado por la búsqueda de una cierta deformación, una tendencia que tenía su origen en el descubrimiento de algunos expresionistas centroeuropeos, pretendía gotear de expresionismo su pintura figurativa, atormentar las formas y los contornos sin llegar a hacerlas irreconocibles, y recordaba también el descubrimiento del realismo americano del crack del 29, Hopper, Soyer, Shann, o el realismo crítico italiano, la causticidad desolada de Guttuso, o aquel texto recortado de una vieja revista en el que Schad escribía «es posible crear forma realista de expresión moderna». Tal vez fuera en aquellos años, cuando la década de los sesenta llegaba a su fin y ni Monsalve ni Berta asomaban en el horizonte, cuando pudo iniciar un sendero sin desavenencias consigo mismo, fiel al origen y a la raíz, tal vez su empeño en Cerbal estuviera marcado por la recuperación de aquel impulso que emborronaron las portadas, la editorial, la exposición del sesenta y nueve en que conoció a Berta.
Mientras Berta y Monsalve aprovechaban el silencio de Gonzalo para referirse al programa de novedades editoriales de la primavera, éste recapitulaba sobre su vida, y recordaba a sus amigos de antaño, a Casal y Heredia, promesas entonces de un realismo distinto con quienes visitó París por vez primera, con quienes inició un trayecto tan precario como apasionante intentando aprehender en el papel o en el lienzo la respiración angosta de las afueras de Madrid, de sus barrios limítrofes, de sus gentes subalternas, con quienes expuso muchas veces en salas del extrarradio, precarias muestras en las que lo de menos eran los resultados económicos. Los recordaba entre la bruma del tiempo, en la angostura de aquellos años desapacibles, y recordaba cómo fueron desapareciendo, poco a poco, de su vida: se espaciaron los encuentros, fueron mostrándose distantes de su viaje al informalismo y, aunque acudieron a sus primeras exposiciones de los años setenta, pronto dejaron en vía muerta la amistad antigua hasta perderse, como tantas otras cosas, entre las ruinas de un pasado lleno de imperfecciones y renuncias pero tan luminoso como la juventud." (pp. 155-156)





"A FINALES DE NOVIEMBRE, la nieve comenzó a caer sobre la comarca. Cerbal, desde la montaña, sólo era visible por las columnas de humo que, con pereza, se levantaban desde las chimeneas de las casas o por la mancha oscura de alguno de sus habitantes cruzando, con paso cauteloso, sus calles emblanquecidas e irreconocibles. El tiempo parecía suspendido en una latitud silenciosa y la vida buscó el abrigo de las chimeneas y estufas de las viejas casas, se hizo reclusión y espera. El temporal interrumpió, durante tres días, los viajes de Berta a Madrid y abrió entre ella y Gonzalo un espacio de confidencias en el que los agravios acumulados, que se hicieron presentes con toda su carga de recriminación en la mañana en que Berta comprobó la densidad de una nevada que le impediría acudir a una reunión varias veces aplazada por Monsalve, se convirtieron, poco a poco, en el fermento de un pacto no por difuso menos tranquilizador para los temores de Berta cual era la confesada voluntad de Gonzalo de situar en el horizonte la posibilidad del regreso a Madrid. Aunque aquella concesión, lejos de obedecer a un convencimiento íntimo, respondía al apremio de una necesaria conciliación con ella y sus incertidumbres, no por ello impidió que el diálogo cobrara una viveza que la rutina de la vida en la ciudad había desterrado hacía años. Hablaron del tiempo compartido, de las condiciones en que, en caso de producirse, Gonzalo asumiría el retorno, del amor inestable, a veces engañoso, que los mantenía unidos después de tantos años, de viejos veranos junto al Mediterráneo y de una época en la que el arte y las labores editoriales prolongaban la dudosa implicación en el empeño de acabar con la dictadura, de construir el imposible reino de una verdad no por precaria y huidiza menos necesaria. Concluyeron que su amor tenía parte de su razón de ser y de su perseverancia en el origen, en aquel tiempo duro del franquismo, pero también en la costumbre y en la desavenencia, en la disparidad de mundos que cada uno arrastraba, él un pasado difícil y menesteroso, ella un apacible universo de clase media que encontró en Editorial Pérgola caminos de conciliación con la mala conciencia heredada, con las viejas aspiraciones —que no eran sólo artísticas— de Gonzalo Porta, aquel joven pintor figurativo al que conoció en una exposición celebrada en 1969.
Fueron jornadas intensas e irreales que duraron lo que la consistencia de la nieve sobre aquellas tierras. Tres días después del comienzo del temporal, el deshielo volvió transitable la carretera hacia Fresneda y Brezo y a media mañana pudo verse, desde las montañas próximas a Cerbal, no la imagen conocida del Opel Record que solía conducir Berta, sino la de un viejo jeep que, después de abandonar la curva circundada de robles, se perdía entre los edificios del pueblo y, tras detenerse un momento junto a la taberna, embocó la calle donde vivían Gonzalo Porta y Berta Miranda". (pp. 70-71)

viernes, 21 de enero de 2011

TORRENTE BALLESTER

Apenas había acabado de dar vía libre a la entrada sobre Manuel Azaña (ese viernes a tantos de febrero) cuando, milagrosamente recordé que estaban reponiendo en televisión la serie de la trilogía de Torrente Ballester "Los gozos y las sombras", y el domingo correspondiente (creo que fue el 9 de enero) vi la tercera entrega enla que había una escena donde el ¿tonto? Paquito, que se sabe de memoria los discursos de Azaña, se resiste a los planes para ¿curarlo?.




Ese día no apareció Charo López, que me gustaba mucho, aunque sí Eusebio Poncela. ¿Qué se hizo de él?
¿Quién lee hoy a Torrente Ballester?
Ha pasado el año de su centenario con más pena que gloria.
Y sin embargo, no me importa releerlo cuando la ocasión se tercia. Lo hago con placer.
Por ejemplo, cuando me encargaron una colaboración para el Instituto Cervantes. Elegí hablar de los Cuadernos de La Romana porque en su día ese libro me enseñó (aparte mi debilidad por el ensayismo o cahiers de autor, tan denostado por mis colegas).





Siempre he conservado un grato recuerdo de los Cuadernos de La Romana: esas páginas escritas en un modesto “chalé” de La Ramallosa, pequeña localidad del municipio de Nigrán, cercana a Bayona y Vigo, adonde Gonzalo Torrente Ballester se trasladó a finales del verano de 1973, convencido de que “en Madrid no podía trabajar, porque aquella vida es disolvente, y de que estaba necesitado de sosiego, y allí no lo encontraba”. Fueron escritas por especial invitación del diario Informaciones, donde aparecían semanalmente, y en ellas encontramos la puntual anotación de los menudos sucesos cotidianos (las clases de literatura en un instituto vigués, algunos viajes breves, las esporádicas visitas de amigos que estuvieron de paso), las referencias a las distintas obras y proyectos que entonces le ocupaban (una nueva novela, Fragmentos de Apocalipsis, y el luminoso ensayo El Quijote como juego), el comentario a las numerosas y diversas lecturas que se iban sucediendo, la impresión que le causaban las noticias del día (especialmente los grandes conflictos internacionales: guerra árabe-israelí, caso Watergate, crisis del petróleo) y algún que otro apunte personal, a veces hilvanado a partir de los recuerdos que aquel regreso a Galicia propiciaba.

Surge así de la lectura de estos Cuadernos una imagen plural y cambiante del hombre y del escritor Gonzalo Torrente Ballester, en función de las circunstancias o del asunto de que se ocupe, pues ocasiones hay en que lo vemos próximo y vivaz –sobre todo cuando vierte la inmediata reacción que le provoca algún disparate o despropósito- o afable y paciente si trata de las relaciones con sus airados alumnos contestatarios, y otras en que se muestra reflexivo y ensimismado, al hilo de una meditación propia o ajena, y también perplejo e indignado ante un absurdo o despropósito que revelen la barbarie –trátese de la sistemática destrucción del paisaje y las pequeñas ciudades de provincias o de las declaraciones de alguna “autoridad” pública-, y aún melancólico y desesperanzado si la mirada abarca algún signo de un tiempo en que apuntaban “valores” y prácticas que con los años se harían moneda corriente: la idolatría del dinero, la ceguera de las ortodoxias abrazadas irreflexivamente o el menosprecio de la cultura en cualquiera de sus manifestaciones.

Para los jóvenes lectores amantes de la literatura como lo era yo entonces, estos Cuadernos tenían mucho de lección y de aviso. Hay valiosas páginas sobre el oficio de escribir redactadas a raíz de las dificultades o dilemas que a Torrente le planteaban sus propias obras, tanto las que le ocupaban esos meses como aquellas otras que ya habían llegado a buen puerto. Asimismo destacan otras que también versan sobre literatura aunque fueran escritas al compás de las lecturas de obras tan distintas como El libro de Manuel, de Julio Cortázar; Oficio de tinieblas,5, de Camilo José Cela; Retahílas, de Carmen Martín Gaite; Alfanhuí, de Ferlosio; sendas obras de los escritores gallegos Rafael Dieste y Méndez Ferrín; una biografía de Joyce; Cobra, de Severo Sarduy; o tomos de Bataille, Baudrillard y otros filósofos. En este apartado, mención especial merecen las reflexiones que le sugieren los ensayos de narratología y teoría literaria, que contienen serios y jocosos avisos y prevenciones contra los excesos de los estructuralismos y otras corrientes críticas (de la sociología al psicoanálisis), tan dominantes entonces. Y en este aspecto, el juicio del autor de la admirable novela que es La saga/fuga de J. B. (con la que él se reveló como escritor a los de mi generación) apaciguaba los temores que sentíamos ante según qué pretensiones y nos ofrecía argumentos contra la insensatez.

También aprendíamos de él su respeto por el lenguaje, que le llevaba a vigilar y alertar: ante la pedantería o la vacuidad enfática muy presente aún en las tribunas públicas; las palabras de moda que degeneraban en tópico multiuso; la circulación de las palabras de contrabando (como graciosamente llamaba a los extranjerismos innecesarios y por lo común mal aplicados); o la sistemática destrucción del idioma por la televisión o por cuantos estaban haciendo del castellano “una lengua de ejecutivos, de horteras o de guías de turismo”.

Y también descubríamos la dimensión humana de un escritor que al mostrarse en público rechazaba la posibilidad de construirse un personaje para la ocasión y seguía siendo la persona “razonablemente humilde” que era en su vida privada. Y decidía escribir en su estilo de siempre: “claro y vulgar. Sin ninguna afectación”.

Quizás por esto –y por todo lo demás- las páginas de los Cuadernos de La Romana me siguen resultando tan vivas.




Y ahora enseguida voy a entregarme a la relectura de El Quijote como juego, un estupendo ensayo en el que voy a insistir este año en el Máster.

¡Ah! Y como no se ha jaleado mucho, me complace anunciar o comunicar que fue José María Guelbenzu quien este año (el que acaba de pasar) se alzó con el Premio de Novela Torrente Ballester con una nueva entrega policiaca de Mariana de Marco... que al parecer viaja por el Nilo, entre otras aventuras.
Saldrá en primavera, creo.

miércoles, 19 de enero de 2011

ANIVERSARIO

Es el segundo del Blog, aunque no lo parezca.
No sé si es de celebrar, o no.
En cualquier caso, aquí sigo.
Quizás ponga el marcador a 0, como el año pasado.
O no.
En cualquier caso,
AGRADECIDA A CUANTOS, CON VUESTRO SEGUIMIENTO, ME ANIMÁIS.
pROMERO MEJORAR.
bESOS!

viernes, 7 de enero de 2011

MANUEL AZAÑA

Con el tiempo, he ido conociéndome un poco más a mí misma y, aparte de comprender, he aprendido incluso a soportar (me).
Por ejemplo, leer de manera caótica. De joven, imposible hacerlo así; ahora sé que, cuando sucede, cada vez más a menudo, es síntoma inequívoco de saturación. Y como quien requiere una bocanada de aire fresco cuando siente ahogarse, así yo paso de una lectura a otra que no tiene nada que ver.
O, una variante de esa táctica, leer simultáneamente no ya más de un libro, sino media docena, por ejemplo.
O que me impongan las lecturas, sea por obligaciones sea por devociones.
Y así, ahora que reconstruyo los últimos retazos de este 2010 recién liquidado, recuerdo que acababa de encontrarme con don Manuel Azaña en la novela de Javier Pérez Andujar (“Todo lo que se llevó el diablo”, Tusquets), que se abre con una escena en la que Manuel Azaña y Luis Bello conversan sobre la involución sucedida a raíz de los sucesos de octubre del 34, afirmando el propósito de actuar y “defender a la República de la desnaturalización a la que están sometiéndola”, prosiguiendo en el empeño de formar un pueblo conocedor de sus valores, un auténtico pueblo consciente de sus necesidades y aspiraciones, protagonista y defensor de un ideal nacional, para lo cual, entre otras cosas, impulsan las Misiones Pedagógicas (que es de lo que, en gran medida trata esta novela)




Pues bien, acababa de tropezar con don Manuel Azaña cuando al poco me llegan de Alcalá (¿de dónde, si no?) dos espléndidos libros debidos al buen hacer de mi querido amigo Jesús Cañete. De uno, habló recientemente Enrique Vila-Matas en El País: la Antología Negra de Blaise Cendrars traducida por Manuel Azaña y ahora felizmente recuperada.
El otro libro me acompañó a ratos durante unos cuantos días. No porque no se pueda leer de corrido sino porque no es recomendable hacerlo de ese modo, dado que se trata de una Antología de artículos sobre Manuel Azaña (también editados y prologados por Jesús), publicados en El País entre 1976 y 2010, y firmados por un admirable elenco de escritores, intelectuales, historiadores, periodistas… Azúa, Santos Juliá, Joaquín Estefanía, Juan Marichal, Ferrater Mora…


No es posible ni siquiera un escuálido resumen del retrato de Azaña que va emergiendo en la lectura de estas páginas, que abordan la impar figura desde perspectivas varias o atendiendo a diversos elementos de la actualidad (impagables los textos que replican al intento de apropiación indebida de Manuel Azaña por parte del Partido Popular y su caudillo en hacia 1994, con una imborrable página de Vázquez Montalbán), y que en su conjunto revisan su talla política, denuncian el olvido o reivindican el referente moral e intelectual que para la gobernanza de España supuso Azaña.




Y es que, como es sabido, acabamos de dejar atrás un año en el que ¿se conmemoró? el 75 Aniversario de la muerte de Manuel Azaña. Y el centenario de la de Tolstoi
Y estamos en el que inaugura idéntica efeméride en Valle-Inclán.
Pero no es por eso por lo que empecé a releer a Valle estas Navidades sino porque Espasa-Calpe ha sacado dos espléndidos tomos de su Narrativa Completa, con un prólogo de Darío Villanueva.




Me enfangué directamente en el ciclo novelesco de “El ruedo ibérico”, y claro, es la bendición de los clásicos (alianza y condena), que ofrecen sucesivas y renovadas lecturas. Pero de Valle-Inclán he de hablar con calma en una ¿inminente? Entrada. Ahora sólo quiero apuntar cómo, en mis divagaciones y especulaciones derivé también hacia otro tomo de don Ramón, "Artículos completos y otras páginas olvidadas", a cargo de J. Serrano Alonso (Istmo, 1987), y sin buscarlo, ya que iba a la zaga de otros asuntos, di con una Nota Literaria sobre "Mi rebelión en Barcelona", el libro donde Azaña se autoexculpa de las acusaciones (proceso judicial que derivó en cárcel) por su participacióne n la Revolución de Octubre del 34.

"Reinaba Isabel II", empieza Valle-Inclán. Y luego, tras relatar una intriga de la picaresca ultramontana, porque cree ver resucitada "la aviesa ramplonería de sus númenes" para acusar a don Manuel Azaña. "Reinaba la Isabelona...", prosigue antes de iniciar su asunto, del que sólo extraigo este párrafo:
"Mi rebelión en Barcelona alcanza su más alto valor estético en cuanto logra, por los rigores de una sobriedad expresiva, sin contaminaciones románticas, el fin dramático y barroco de ponernos en sobresaltada espera de infortunios, de estremecernos con aviso de daños e irreparables azares. Este libro tan sereno tiene una última sugestión aterrorizante... Esta prosa tan concisa pone en pie los fantasmas de un pasado que habíamos supuesto abolido; remueve las larvas del terror a los jueces, de las acusaciones, absurdas y venales, de la letra procesal, del tintero del cuerno, del estilo de las relatorías, de la coroza, del pregonero, del verdugo, todo el viejo melodrama procesal que aún roen las ratas por los sótanos y desvanes de las antiguas Chancillerías. Pero con mayor fuerza que esta tradición espeluznante y picaresca nos sobrecogen los nuevos ejemplos de la estupidez humana, sacados a la luz en este libro. La ruin bazofia jurídica que guisan el barbero lugareño y el clérigo de misa y olla en venganza en venganza contra la austera fe republicana del hombre del bienio" (pág. 327)




Aún no habría de abandonarme don Manuel Azaña.
La víspera de Reyes opté por una lectura que me apaciguara, es decir, me permitiera cumplir con el reposo que varios achaques aconsejan, y elegí Riña de gatos, de Eduardo Mendoza, a la que aún no me había podido entregar.
Disfruté una enormidad, por el humor (estilizado y elegante, sí, pero también peleón y directo a algunos dardos) y sobre todo por la disparatada (pero tan coherente y verosímil) intriga que urde teniendo como fondo la desquiciada España de marzo de 1936 y algunos de sus figurones (José Antonio o el triunvirato de los míllites africanistas) y que, conforme crece y se expande y enreda, nos tiene alelados para ver cómo el narrador se sale del laberíntico ruedo.
¡Y se sale, sí! ¡Y airosamente!
Aparte, son muy interesantes todas las reflexiones sobre nuestra pintura barroca y sobre Velázquez en particular. Porque en la intriga tiene inicial importancia una secreta y desconocida tela del sevillano que...
Pero es que en Riña de gatos aparece Manuel Azaña en una escena soberbia que da cuenta de su inteligencia y melancolía y que sin duda es el personal tributo y homenaje que le rinde Mendoza.


P.D. Hoy sábado, al ir a responder a un comentario, advertí que no se había publicado la mitad última de esta entrada (redactada en dos tiempos, como suele suceder), con lo cual los temparanos lectores pensarían... ¡a saber!

domingo, 2 de enero de 2011

PABLO SÁNCHEZ

Tenía mucha curiosidad por ver cómo los críticos enjuiciaban la novela ganadora del Premio Francisco Casavella, "El alquiler del mundo" (Destino), de Pablo Sánchez (1970), escritor y filólogo formado en la Universidad de Barcelona, que con anterioridad había ya ganado el Premio Lengua de Trapo con "Caja negra" (2005), una "satira del mundo de la literatura y la ilusión del éxito", como la define Jordi Gracia, quien se ocupa de la crítica de "El alquiler del mundo" en la última entrega de Babelia (30 de diciembre de 2010), en una colaboración titulada "Viaje al centro del capital", que podéis leer en la edición digital del suplemento de El País.




Le he pedido a Pablo que me envíe el archivo de un par de pasajes de su novela, con los que espero deleitaros estos días de ocio.

"En mis tiempos de estudiante llegué a escribir un divertimento llamado Crítica de la razón aeronáutica, en el que trataba de justificar un tanto humorísticamente la importancia de los aviones como espacio de conciliación social. Mi idea era estudiar cómo en los aviones el miedo al accidente, es decir, el miedo a la Tragedia, diluye los antagonismos sociales e ideológicos para crear una cierta armonía colectiva. Quién sabe dónde quedó aquel texto, probablemente redactado en el WordPerfect de mi primer ordenador. Sin embargo, mi fascinación por la aeronáutica ha vivido desde entonces muchos avatares. No sólo me impresiona, con algo de candidez que nunca he querido eliminar, la tecnología, con su sentido prometeico; puedo disfrutar de la eficacia científica en otros contextos, como por ejemplo los hospitales, en los que me enriquezco con la devoción de la sabiduría ajena. Pero el aeropuerto ofrece, en muchos sentidos, una vertiente de la razón humana que es para mí especialmente tentadora: la complejidad de los sistemas, de los nudos con los que se vertebra la cohesión social. El trasiego, el peregrinaje, el murmullo de intercambios y encuentros, la oferta de productos, la cantidad de reglas y signos que marcan el espacio, y, en definitiva, el plasma humano regulado en una instalación gigantesca llena de jerarquías y controles de todo tipo, me transmiten casi siempre una sensación de bienestar cuyo origen no es claro para mí mismo, un bienestar que es superior al alivio de haber llegado sin incidentes al destino previsto. Quizá es fascinación de sociólogo ante un gran espacio público en el que los valores del mundo se mueven y se ponen en juego. Tal vez el aeropuerto es el innegable santuario del progreso, de los máximos niveles alcanzados por la organización humana. Por eso me encanta el ejercicio de la observación, tan ajeno a la prisa y a la impaciencia de los pasajeros cansados o nerviosos: más de una vez me he sentado en las salas de espera durante horas sólo para deleitarme con el movimiento multiforme y tratar de recopilar todas las conexiones que tenían lugar en ese escenario y que afectaban directa o indirectamente a tantos miles de individuos. Fugazmente, intento a veces imaginar los planos del aeropuerto, pero no sólo los planos arquitectónicos, sino todos los proyectos, esquemas, diseños, registros, que lo convierten en un cuerpo gigante lleno como el cuerpo humano de operaciones microscópicas pero cotidianas.

Sin embargo, aquella noche en Heathrow alcancé probablemente el más alto nivel místico. Llegué en el último vuelo de la noche y salía en el siguiente, apenas cuatro horas después. Me parecía un gasto inútil pagar un hotel para cuatro horas y decidí comportarme de manera más rentable para la empresa, aguantando en el mismo aeropuerto las horas necesarias. Entonces empecé a pasear, mientras sólo se movían vigilantes y personal nocturno de limpieza, y sentí lo que debería haber sentido en alguna catedral y sin embargo no he llegado a sentir nunca: un atisbo de religiosidad. Porque si los aeropuertos son fascinantes en el flujo de movimiento humano, en el cruce de vidas, intereses y sueños que tiene lugar cada día, lo son aún más (aquel día lo entendí) en la curiosa soledad de la noche, cuando se están borrando las huellas y cuando el reverso de tanta complejidad descubre su mirada más inquietante y queda como una ciudad antigua abandonada por alguna epidemia. Sí, un aeropuerto vacío es un lugar extraño en el que se aprende mucho de la vida de hoy. Y yo conservo aquel recuerdo de Heathrow como uno de los mejores de los últimos años. Que tampoco han sido demasiado buenos, fuera de la empresa, claro.

Una oficina desierta tiene también toda una serie de significados residuales, de vibraciones que sólo un observador muy agudo puede entender. Yo no sólo veo máquinas, muebles y papeles; veo los fantasmas de Fuster, de Mónica, de Carmen, de Alfredo, de Sara o de Betriu, de todos los trabajadores, moviéndose de nuevo y desvelando secretos y conductas.

Pero no puedo completar hoy mi análisis de la oficina desierta. No es sólo que pienso en el café que todavía no he preparado; algo más me distrae, y ese algo está dentro mismo del cuartucho del café. Detrás de una caja de cartón, percibo parte de un teclado de ordenador bastante sucio; tengo curiosidad y por eso aparto la caja. Entonces descubro el ordenador completo. Reconozco la pantalla por la marca y el diseño; es el ordenador de la loca. Hace más de un mes que avisé a Mariana y a Sara de que había que desprenderse de ese ordenador, que además ni siquiera funciona bien; la desobediencia me sorprende, porque creo que fui muy contundente al respecto. ¿Por qué no lo han dejado en la calle o han donado lo que sirva a alguna ONG, como solemos hacer en Trántor en esos casos? El detalle me preocupa y mañana tendré que interrogar sobre ello a Alfredo, que sin duda estaba al tanto y no me informó. Yo casi nunca permanezco en el cuartucho más tiempo del que necesito para llenar la taza de café, y por eso es lógico que no me haya fijado hasta ahora.

Suena el teléfono y reacciono automáticamente. No debería responder, puesto que ya no estamos en horario de oficina, pero soy incapaz de evitarlo. En este caso, acierto con la decisión irracional. Es Lezama. No entiendo muy bien su llamada; si quiere hablar conmigo, ¿por qué no me llama al móvil, si se supone que ya no estoy trabajando? Supongo que es parte de su estrategia de control para saber realmente a qué horas trabajamos; me parece torpe, suspicaz y sobre todo previsible, pero puedo seguirle el juego sin problemas. Nos saludamos con las ironías habituales y yo contesto a su inevitable «qué tal todo» con un rápido resumen del estado de la reestructuración tras la marcha de Betriu. No le miento demasiado; en realidad, la adaptación está siendo buena, aunque eso suponga un exceso de trabajo para mí. Pero Lezama no llama por ese motivo, y lo deja bien claro.

—¿Has visto las noticias?

No he tenido tiempo prácticamente de nada; Pakistán podría haber lanzado una bomba atómica sobre la India y no me hubiera enterado. Sólo he visto por internet que el maldito Anarquista tenía razón y que Barrios ya tiene su periódico". (pp. 128-131)



"¿Qué es la opulencia? O mejor dicho: ¿qué opulencia puede impresionarme a mí, a estas alturas? Tengo suficiente madurez intelectual como para no embobarme de buenas a primeras con los lujosos caprichos materiales. Sí, yo también tengo mis caprichos de nuevo rico, y gracias a la prosperidad de estos años, me he podido permitir algunos autorregalos elitistas como el barco o el coche; pero creo que mantengo la perspectiva y no sueño con palacios que requieren diez mayordomos, o fincas de flora y fauna que desconozco completamente. La competición (porque yo amo la competición) ha de ser mucho más sutil y creativa; hay muchas opciones interesantes que no tienen por qué estar en las nubes de los miles de millones. El valor de todo no tiene que ser necesariamente tan evidente, sino que basta con que forme parte significativa del experimento embriagador de vivir; es decir, el experimento de ser un sujeto que se mueve en este universo que, como bien dice el Anarquista, parece olvidado de los dioses, y que lucha en la asombrosa y compleja selva de la nueva civilización digital. ¿Quién quiere hoy, realmente, mil millones de euros? ¿Cuál es la diferencia en términos de facticidad cotidiana entre cien y mil millones? No, el hechizo profundo del dinero no se puede captar tan fácilmente, con una simple operación de cálculo.

El embrujo hay que vivirlo, ante todo. He comprobado la riqueza ostensible de Lezama, y es sin duda extraordinaria, pero sé que él ni siquiera está entre los mil empresarios más importantes de España en términos generales, aunque es cierto que su influencia personal y política no es cuantificable. En realidad, estoy seguro de que Lezama no quiere ser superrico; quiere ser imprescindible, que es algo muy distinto y tiene otro valor más psicológico que material. En ese sentido, le envidio. Barrios sí está entre los veinte o treinta hombres más ricos del país, pero a él no le envidio; le falta audacia, egocentrismo, taumaturgia para crear proyectos como conjuros.Su riqueza no sólo tiene el defecto de que es heredada; es excesivamente fantasmagórica". (p. 167)