domingo, 2 de enero de 2011

PABLO SÁNCHEZ

Tenía mucha curiosidad por ver cómo los críticos enjuiciaban la novela ganadora del Premio Francisco Casavella, "El alquiler del mundo" (Destino), de Pablo Sánchez (1970), escritor y filólogo formado en la Universidad de Barcelona, que con anterioridad había ya ganado el Premio Lengua de Trapo con "Caja negra" (2005), una "satira del mundo de la literatura y la ilusión del éxito", como la define Jordi Gracia, quien se ocupa de la crítica de "El alquiler del mundo" en la última entrega de Babelia (30 de diciembre de 2010), en una colaboración titulada "Viaje al centro del capital", que podéis leer en la edición digital del suplemento de El País.




Le he pedido a Pablo que me envíe el archivo de un par de pasajes de su novela, con los que espero deleitaros estos días de ocio.

"En mis tiempos de estudiante llegué a escribir un divertimento llamado Crítica de la razón aeronáutica, en el que trataba de justificar un tanto humorísticamente la importancia de los aviones como espacio de conciliación social. Mi idea era estudiar cómo en los aviones el miedo al accidente, es decir, el miedo a la Tragedia, diluye los antagonismos sociales e ideológicos para crear una cierta armonía colectiva. Quién sabe dónde quedó aquel texto, probablemente redactado en el WordPerfect de mi primer ordenador. Sin embargo, mi fascinación por la aeronáutica ha vivido desde entonces muchos avatares. No sólo me impresiona, con algo de candidez que nunca he querido eliminar, la tecnología, con su sentido prometeico; puedo disfrutar de la eficacia científica en otros contextos, como por ejemplo los hospitales, en los que me enriquezco con la devoción de la sabiduría ajena. Pero el aeropuerto ofrece, en muchos sentidos, una vertiente de la razón humana que es para mí especialmente tentadora: la complejidad de los sistemas, de los nudos con los que se vertebra la cohesión social. El trasiego, el peregrinaje, el murmullo de intercambios y encuentros, la oferta de productos, la cantidad de reglas y signos que marcan el espacio, y, en definitiva, el plasma humano regulado en una instalación gigantesca llena de jerarquías y controles de todo tipo, me transmiten casi siempre una sensación de bienestar cuyo origen no es claro para mí mismo, un bienestar que es superior al alivio de haber llegado sin incidentes al destino previsto. Quizá es fascinación de sociólogo ante un gran espacio público en el que los valores del mundo se mueven y se ponen en juego. Tal vez el aeropuerto es el innegable santuario del progreso, de los máximos niveles alcanzados por la organización humana. Por eso me encanta el ejercicio de la observación, tan ajeno a la prisa y a la impaciencia de los pasajeros cansados o nerviosos: más de una vez me he sentado en las salas de espera durante horas sólo para deleitarme con el movimiento multiforme y tratar de recopilar todas las conexiones que tenían lugar en ese escenario y que afectaban directa o indirectamente a tantos miles de individuos. Fugazmente, intento a veces imaginar los planos del aeropuerto, pero no sólo los planos arquitectónicos, sino todos los proyectos, esquemas, diseños, registros, que lo convierten en un cuerpo gigante lleno como el cuerpo humano de operaciones microscópicas pero cotidianas.

Sin embargo, aquella noche en Heathrow alcancé probablemente el más alto nivel místico. Llegué en el último vuelo de la noche y salía en el siguiente, apenas cuatro horas después. Me parecía un gasto inútil pagar un hotel para cuatro horas y decidí comportarme de manera más rentable para la empresa, aguantando en el mismo aeropuerto las horas necesarias. Entonces empecé a pasear, mientras sólo se movían vigilantes y personal nocturno de limpieza, y sentí lo que debería haber sentido en alguna catedral y sin embargo no he llegado a sentir nunca: un atisbo de religiosidad. Porque si los aeropuertos son fascinantes en el flujo de movimiento humano, en el cruce de vidas, intereses y sueños que tiene lugar cada día, lo son aún más (aquel día lo entendí) en la curiosa soledad de la noche, cuando se están borrando las huellas y cuando el reverso de tanta complejidad descubre su mirada más inquietante y queda como una ciudad antigua abandonada por alguna epidemia. Sí, un aeropuerto vacío es un lugar extraño en el que se aprende mucho de la vida de hoy. Y yo conservo aquel recuerdo de Heathrow como uno de los mejores de los últimos años. Que tampoco han sido demasiado buenos, fuera de la empresa, claro.

Una oficina desierta tiene también toda una serie de significados residuales, de vibraciones que sólo un observador muy agudo puede entender. Yo no sólo veo máquinas, muebles y papeles; veo los fantasmas de Fuster, de Mónica, de Carmen, de Alfredo, de Sara o de Betriu, de todos los trabajadores, moviéndose de nuevo y desvelando secretos y conductas.

Pero no puedo completar hoy mi análisis de la oficina desierta. No es sólo que pienso en el café que todavía no he preparado; algo más me distrae, y ese algo está dentro mismo del cuartucho del café. Detrás de una caja de cartón, percibo parte de un teclado de ordenador bastante sucio; tengo curiosidad y por eso aparto la caja. Entonces descubro el ordenador completo. Reconozco la pantalla por la marca y el diseño; es el ordenador de la loca. Hace más de un mes que avisé a Mariana y a Sara de que había que desprenderse de ese ordenador, que además ni siquiera funciona bien; la desobediencia me sorprende, porque creo que fui muy contundente al respecto. ¿Por qué no lo han dejado en la calle o han donado lo que sirva a alguna ONG, como solemos hacer en Trántor en esos casos? El detalle me preocupa y mañana tendré que interrogar sobre ello a Alfredo, que sin duda estaba al tanto y no me informó. Yo casi nunca permanezco en el cuartucho más tiempo del que necesito para llenar la taza de café, y por eso es lógico que no me haya fijado hasta ahora.

Suena el teléfono y reacciono automáticamente. No debería responder, puesto que ya no estamos en horario de oficina, pero soy incapaz de evitarlo. En este caso, acierto con la decisión irracional. Es Lezama. No entiendo muy bien su llamada; si quiere hablar conmigo, ¿por qué no me llama al móvil, si se supone que ya no estoy trabajando? Supongo que es parte de su estrategia de control para saber realmente a qué horas trabajamos; me parece torpe, suspicaz y sobre todo previsible, pero puedo seguirle el juego sin problemas. Nos saludamos con las ironías habituales y yo contesto a su inevitable «qué tal todo» con un rápido resumen del estado de la reestructuración tras la marcha de Betriu. No le miento demasiado; en realidad, la adaptación está siendo buena, aunque eso suponga un exceso de trabajo para mí. Pero Lezama no llama por ese motivo, y lo deja bien claro.

—¿Has visto las noticias?

No he tenido tiempo prácticamente de nada; Pakistán podría haber lanzado una bomba atómica sobre la India y no me hubiera enterado. Sólo he visto por internet que el maldito Anarquista tenía razón y que Barrios ya tiene su periódico". (pp. 128-131)



"¿Qué es la opulencia? O mejor dicho: ¿qué opulencia puede impresionarme a mí, a estas alturas? Tengo suficiente madurez intelectual como para no embobarme de buenas a primeras con los lujosos caprichos materiales. Sí, yo también tengo mis caprichos de nuevo rico, y gracias a la prosperidad de estos años, me he podido permitir algunos autorregalos elitistas como el barco o el coche; pero creo que mantengo la perspectiva y no sueño con palacios que requieren diez mayordomos, o fincas de flora y fauna que desconozco completamente. La competición (porque yo amo la competición) ha de ser mucho más sutil y creativa; hay muchas opciones interesantes que no tienen por qué estar en las nubes de los miles de millones. El valor de todo no tiene que ser necesariamente tan evidente, sino que basta con que forme parte significativa del experimento embriagador de vivir; es decir, el experimento de ser un sujeto que se mueve en este universo que, como bien dice el Anarquista, parece olvidado de los dioses, y que lucha en la asombrosa y compleja selva de la nueva civilización digital. ¿Quién quiere hoy, realmente, mil millones de euros? ¿Cuál es la diferencia en términos de facticidad cotidiana entre cien y mil millones? No, el hechizo profundo del dinero no se puede captar tan fácilmente, con una simple operación de cálculo.

El embrujo hay que vivirlo, ante todo. He comprobado la riqueza ostensible de Lezama, y es sin duda extraordinaria, pero sé que él ni siquiera está entre los mil empresarios más importantes de España en términos generales, aunque es cierto que su influencia personal y política no es cuantificable. En realidad, estoy seguro de que Lezama no quiere ser superrico; quiere ser imprescindible, que es algo muy distinto y tiene otro valor más psicológico que material. En ese sentido, le envidio. Barrios sí está entre los veinte o treinta hombres más ricos del país, pero a él no le envidio; le falta audacia, egocentrismo, taumaturgia para crear proyectos como conjuros.Su riqueza no sólo tiene el defecto de que es heredada; es excesivamente fantasmagórica". (p. 167)






8 comentarios:

  1. Querida Ana:

    Me da a mí que en el observador de aeropuerto -un "hombre de la multitud", y en el competidor -un "perseguidor", sobre poco más o menos- se puede encontrar un "letraherido" de los de verdad (uno de los nuestros, uno de los tuyos): si no, tal vez no habría sido digno de Casavella, ¿no?

    Buen año y un beso,

    Pep

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  2. Habrá que esperar a los reyes a ver si son benévolos con un lector como yo.
    Un abrazo

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  3. Sin duda, buena es la prosa de Pablo Sánchez. Que tenga suerte con su libro.
    Un abrazo y feliz año, Ana.

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  4. Entonces vigila la hora en que te vas a dormir, Juan. Es fundamental!

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  5. A ver si se cumplen los deseos, Isabel. Está el panorama muy tupido, creo. Besos!

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  6. ¿Nio crees que el fallo del premio y la publicación de esta novela han pasado un poco desapercibidos para la prensa? Ojalá a partir de ahora...

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  7. Un poco mucho, diría yo... Pero bueno, como no es lectura que tenga fecha de caducidad, esperemos que eso no sea obstáculo para que se vaya conociendo. Abrazos!

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