domingo, 13 de febrero de 2011

c./ MUNTANER



Hoy ha vuelto Adrián (con Blanca) de Asturias.
Hay pues que cocinar, tras una semana trampeando de cualquier manera. Así que recuperé un viejo hábito, que data de cuando los domingos eran pekes y nos subíamos con ellos a las pistas universitarias (las instalaciones deportivas de la UB) en la Diagonal y, al bajar, parada (que no fonda) en una "tienda" maravillosa de Urgell-Consell de Cent, donde asan unos magníficos pollos a l'ast, además de preparar otras comidas muy cassolanes (la batería de croquetas es exraordinaria).

Tanta rabia le cogió mi buen Martin al inamovible menú dominical que, en ocasiones, llegó a producirse un verdadero cisma familiar.

De vez en cuando, doy alguna tregua, o bromeo, y a la pregunta "¿Qué comemos hoy?", respondo: "Hoy, cáterin").

Bien, la Botiga está donde dije, de modo que si se forma una pequeña cola, tengo como distracción esta imagen de la en otro tiempo, según mis noticias, llamada
casa china:





las cuestiones prácticas se resolvieron con rapidez porque los tres estábamos básicamente de acuerdo en lo fundamental: que la pensión, aparte de reunir las condiciones adecuadas para satisfacer las exigencias de un señorito burgués de clase media, estuviera lo más cerca posible de la Escuela de Ingenieros Industriales, situada entonces en el inmenso recinto de Urgel 127, que actualmente ya sólo ocupa la Escuela Técnica y otras dependencias menores. La proximidad era indispensable para no perder tiempo ni dinero en desplazamientos y sobre todo, insistía mamá, para garantizar que así cada día comerás como Dios manda, sin necesidad de hacerlo en una cantina ni mucho menos de saltarte el almuerzo. Por su parte, papá insistió en que la pensión tenía que estar en un edificio que hiciese chaflán, pues según una teoría muy en boga aquellos años defendida por el afamado frenólogo neoyorkino Orson Squire Fowler, las casas con esa orientación tenían la virtud de mejorar la salud de sus habitantes. La exigencia de mi padre reducía notablemente el abanico de posibilidades pero al final apareció una pensión en el número 236 de la calle Consejo de Ciento, esquina Muntaner. La primera vez que fuimos allí, cuando nos acercábamos al chaflán, la repentina e insólita visión de aquel inmenso edificio que parecía un cíclope de innumerables ojos con patas gigantescas nos dejó boquiabiertos. Para mi gusto, era demasiado llamativo y casi inquietante por su excentricidad, pero mis padres contemplaban arrobados el muy barroco estilo del modernismo indoislámico que decoraba su fachada, sostenida sobre columnas de capiteles papiroformes plateados con purpurina, y admiraban el enrejado de los balcones, una abigarrada red de motivos vegetales, salpicada de flores doradas. Mis padres parecían jirafas allí plantados en la acera, estirando el cuello para ver la testa del monstruo: cabezas taurinas de enormes astas que hendían el aire como mascarones de proa.

(De un Manuscrito hallado en Barcelona)




Muy cerca hay otra casa cuya leyenda sólo descubrí recientemente.
Leí en su día la muy justamente celebrada primera novela de José Antonio Garriga Vela:
Muntaner, 38.



Pero no fue hasta la primavera pasada, con la lectura de su reciente libro,
El anorak de Picasso (Candaya, 2010), cuando descubrí nuevas historias de la célebre casa. Reproduzco la reseña que le dediqué al libro, aparecida en Babelia:

En Muntaner, 38 (1996), José Antonio Garriga Vela trazaba una visión de la Barcelona de los años sesenta ajustada a la mirada de un niño que, con toda naturalidad, acoplaba en un mismo plano el mundo exterior de padres, vecinos y amigos, y el interior de la imaginación, los sueños y los interrogantes. Fue la novela con que el autor se ganó a un buen puñado de incondicionales lectores que en los años siguientes recorrerían complacidos las páginas de El vendedor de rosas (2000), Los que no están (2001) y Pacífico (2008), al reconocer en ellas una escritura muy personal y también una misma concepción de la novela, entendida como relato en que la fantasía va poco a poco adueñándose de la realidad: lo que David Lodge denominó “crossover fiction”, con su mezcla de géneros y estilos dentro de un mismo texto, singularmente el realismo, lo fantástico, la crónica autobiográfica y la metaficción.



Todo ello retorna en El anorak de Picasso, cinco narraciones en las que Garriga Vela desgrana la verdad de las mentiras y viceversa, hablando de los elementos verdaderos o reales y autobiográficos que trasladó a sus ficciones o, por el contrario, de cómo éstas, las mentiras, se instalaron en el orbe de la realidad y lograron habitarla; de cómo personas que sirvieron de inspiración para crear algunos personajes, al leer la novela y reconocer detalles o rasgos parciales que los identificaban, deciden adueñarse de las criaturas de papel y comportarse ocmo ellas; o de cómo algunos espacios crecen hacia atrás y alumbran otras historias: la planta baja de Muntaner 38 donde el autor nació y vivió su infancia y de la que un día, al poco de publicar la novela, Enrique Vila-Matas le cuenta por carta que allí precisamente fue donde Santiago Rusiñol fundó el emblemático Cau Ferrat, lo cual a su vez explica que en agosto de 1934 acertase a pasar por allí Picasso y luego con los años Samuel Beckett escribiera aquella frase…

No voy a seguir para no enturbiar la sorpresa que al lector le aguarda tras abrir la puerta de este libro y entrar en “el cuarto del contador”, donde Garriga Vela desenreda el haz de prodigiosas historias que le han ido sucediendo en la vida real y que después alimentaron sus fantasías u obsesiones literarias -la luna, las ballenas, los micromundos, las ciudades viajeras que se desplazan de lugar pero también el paso del tiempo, la muerte y la infancia-, historias que parecen fruto de un maravilloso azar o llegan como una dádiva: esos padres que confeccionaban trajes para la productora de cine inglesa Film Locations y que un día de otoño de 1954 se trasladaron de Barcelona a Málaga para asistir al rodaje de Fuego sobre África, dirigida por Richard Sale y con Maureen O’Hara de protagonista.

Por eso Garriga Vela nació en Tánger. ¡De verdad que sí!



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