lunes, 24 de junio de 2013

BARCELONA BOMBARDEADA

Vuelvo a Barcelona casi a punto de que en el Teatre Nacional se clausure una representación dramática con motivo del 75 aniversario de los bombardeos de marzo de 1938.

De nuevo, como era previsible,  sigue siendo otra vez lo mismo.
Y no sé si por estar en la noche de San Juan, con el olor a pólvora quemada y a fuego... recuerdo la importancia de, al hablar de bombas, recordar su olor y hasta su sabor.
Así lo hice en una breve escena de mi última novela
tuve que currarme el tema, eso sí):


https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjwu6MgGJKiCL9ShM7cXa31lplkhWIFar5CD-ySt4mqjjzi4NkjGls45LT9GIyp2SmM8FgCS4ZjqDL8lhD-7rkWg8z-rX7J83ItL0LzE-JduueEr_sN7r1hwo8iL4437hVlV2AEvVE5yotf/s1600/Bombardeo+de+Barcelona%252C+camion+de+trilita.jpg


 La escena arranca con el regreso del personaje narrador, un joven estudiante de ingeniería a la pensión donde se aloja, y se encuentra esta escena en el portal del edifico, con el comadreo previsible:


Al regresar a casa, un nutrido grupo de vecinos de los inmuebles cercanos se apretujaba en la acera, frente a nuestro portal, envuelto en una iluminación extraña. Los primeros cuchicheos que llegaron a mis oídos eran similares a los que había ido sorprendiendo a lo largo del día en mi deambular de aquí para allá: especulaciones y cábalas, protestas e insultos.
-Parece que aún respira algo –le contaba una señora a otra.
-Poco, muy poco; respira deprisa y le cuesta mucho –agregó un señor que acababa de abandonar el portal.
-No me extraña que se ahogue. Ahí dentro hasta los sanos acaban asfixiados –renegó un viejecillo que le acompañaba-. Si en vez de arremolinarse y estrujar, echasen una mano…
-¿Qué podemos hacer? –se interesó una joven.
-Darle un coñac que lo reanime –contestó el anciano.
-¡Quiá! ¿No se ha leído usted el folleto? –le increpó una señora de mediana edad-. Eso acabaría de matarlo.
-Mujer, siempre se ha dicho que en estos casos, un buen trago…
-¡Ni hablar! –sentenció la otra.
-Pues al menos unas friegas –sugirió el primer señor.
-Ni alcohol, ni vino, ni ron, ni licores, ni coñac –recitó la señora, que por lo visto se sabía al dedillo las instrucciones de los folletos repartidos al organizar la Defensa Pasiva.
-¿Entonces qué?
-El café siempre espabila y no hace daño –apuntó la chica.
El señor se rió con descaro al replicar.
-¿Café? A buenas horas…
-Pues bicarbonato, que ayuda a eructar.
-Hay que hacerle la respiración artificial –indicó la sabia.
-Pero si tiene los labios teñidos de sangre –terció otra mujer que salía del portal.
-Por la nariz aún le corren dos hilillos y por la boca escupe una espuma amarillenta como el cuajo.
Reconocí la voz de Montserrat, la dueña de la lechería de la calle Casanova y fui hasta ella. En cuanto me aclaró lo sucedido, di la vuelta braceando con fuerza y gritando que me abriesen paso. En el portal no cabía ni un alfiler. La extraña iluminación procedía de las llamas de las velas que algunas mujeres sostenían con manos temblorosas.
-¡Apáguenlas inmediatamente! –ordené encolerizado.
Cuando por fin alcancé la garita, el sudor me empapaba axilas y espalda. Sentí como si toda la sangre me fluyera al corazón y se detuviera allí. Era una angustia física, próxima a la náusea, que me dejó paralizado. Por un momento temí que iba a vomitar todo el horror presenciado a lo largo del día, pero la imploración de Piluca…
-Ten compasión de él, Señor –gemía, sentada en la sillita de anea, encogida y frágil, vencida por el peso de su hijo Manu, demacrado y rígido, y al que su madre abrazaba y acunaba, repitiendo entre sollozos su plegaria.
La besé en la frente y le susurré unas palabras al oído. Cuando noté que poco a poco iba aflojando los brazos, me saqué la americana y la extendí sobre la pequeña mesa para depositar en ella el cuerpo aterido de Manu, que temblaba.
-Traiga una manta, Piluca, o déme su chal. ¡Y un paño! –agregué.
Lo incorporé hasta medio torso y le limpié la sangre y los esputos y las babas, mientras esperaba a que cesase un violento ataque de tos. La convulsión despertó al pobre Manu de la semi-inconsciencia en que yacía.
-Tengo arena en los ojos –musitó con voz áspera y reseca.
Al inclinarme, antes de abrirle los labios, susurró:
-Huelen a paja podrida y a chocolate …, los gases…
La Audiencia de Barcelona ordena investigar por primera vez los crímenes de la Guerra Civil

Aunque lo cuento lentamente, en realidad todo esto fue mucho más rápido porque las cosas sucedían de forma simultánea y también las voces fluían de ese modo. Ignoro el tiempo que llevaba inclinado sobre Manu, pegado a sus labios, cuando se oyó con nitidez una sirena que rasgó el espeso silencio que por fin se había creado a nuestro alrededor. Entraron unos camilleros y acomodaron el cuerpo del muchacho sobre unas angarillas de lona, ajustándole la máscara de oxígeno. Después se lo llevaron enseguida y yo aún permanecí un rato en la garita, anonado y exhausto. Me sentía incapaz de subir a encerrarme en casa, seguro de que la soledad me asfixiaría y regresé a las calles: los corros se iban disolviendo, pero las voces del horror no se acallaban:
-Yo he visto algunos cuerpos carbonizados.
-Se achicharra hasta el pulmón.
Ès esgarrifant!
-Los filtros de carbón ya no sirven de nada.
-Cada día inventan gases nuevos.
-Los de ayer olían a almendras amargas.
-Pues en el refugio un señor contó que apestaban a mostaza y ajo.
-Ése es el gas leproso. Lo dijeron los rusos.
-Si te ataca, te llenas de costras purulentas.
-¿Qué diferencia hay entre absorción y adsorción?
-En casa, un vecino consiguió magnesio inglés, pero del efervescente.
-Ése no sirve.

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1 comentario:

  1. Estimada Ana Rodríguez Fischer,
    estoy intentado localizar su correo electrónico en internet, pero hasta ahora me ha resultado imposible. Le ruego que se ponga en contacto conmigo: diegovaya@hotmail.com
    Gracias
    Un saludo
    Diego Vaya

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