En más de una ocasión,
he tenido la oportunidad de reseñar alguno de los tomos en los que Javier
Marías reúne los artículos que publica en El
País Semanal (y antes, en otros dominicales), de modo que mi entusiasmo por
estas lecturas es público (si no notorio).
En uno de ellos, habló
del escaso acierto con que algunos escritores plasmaban en sus obras la
narración de las relaciones eróticas, o directamente sexuales (hablo de memoria, pero, en síntesis, creo
ser fiel de espíritu de la letra). El tema volvió a abordarlo Javier Marías en
un reciente encuentro mantenido con el público que asistió a un coloquio
organizado en el marco de la madrileña Feria del Libro.

Andaba yo por entonces
vacilante a la hora de llegar o no a ser más concreta o explícita en una escena
de similares características que formaría parte de mi próxima novela. Los
argumentos del escritor me inclinaron a optar por la elipsis, en este caso un
recurso de indiscutible elegancia.
Además, recordaba mi
temprana lectura de Bataille.
Sucedió sin embargo que, hojeando una novela española de reciente publicación en editorial prestigiosa (y que al parecer ha obtenido la suficiente aprobación del público lector como para situarla entre una de las más vendidas durante el Sant Jordi y la susodicha Feria), encontré este pasaje:
Acaricie
sus muslos destensados. De pronto, todo era una cuesta arriba extenuante.
Sentir la cerca, pese a que su perfume era tolerable, se me hacía fangoso. Mi
semen se me antojaba frío y desagradable cuando lo encontraban mis caricias. La
presencia sexual era toda incómoda y sucia. Intenté hablar y logramos mantener
una corta conversación.
Y ahora nado en un mar
de dudas (la escena transcurriría en la cubierta de un yate, debo aclarar, de
ahí la expresión). Porque, claro que puedo superar largamente este nivel, pero ¿y
si sí?, que diría Mota.
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