viernes, 30 de noviembre de 2012

CELEBRACIÓN

No se me ocurre otro modo de celebrar la concesión del Premio Cervantes a Caballero Bonald, que recordando parte de su vida y obra, según las dejó expresadas en sus memorias.

CONTRA LA HERRUMBRE DEL TIEMPO


 

En 2001, en las páginas de La costumbre de vivir, José Manuel Caballero Bonald anunciaba su propósito de cerrar con aquel segundo tomo su “novela de la memoria”, iniciada pocos años antes con Tiempo de guerras perdidas (1995). Fue así, lamentablemente, pero quienes en su día no tuvieron la oportunidad de leer aquellos dos espléndidos libros (aparecidos, para más inri, en editoriales distintas: Anagrama y Alfaguara, respectivamente) pueden hacerlo ahora en este rescate que nos entrega Seix Barral: La novela de la memoria.  
Caballero Bonald, premio Cervantes 2012

La costumbre de vivir cubre los años de la infancia, el entorno familiar y social del Jerez natal y los distintos ciclos de una educación tanto escolar y universitaria como sentimental y estética. Del nutrido mundo familiar destaco la figura de un tío encamado; del Jerez natal, el paisaje con que el futuro novelista forjará la mítica Argónida o el escenario de Ágata, ojo de gato; y de los primeros pasos literarios, todo cuanto se relata a partir del capítulo 12 (“Sólo es verdad lo que aún no conozco”), que arranca con la llegada del poeta a la estación de Atocha, el 29 de setiembre de 1951, y prosigue con una menuda crónica de aquel Madrid del Medio Siglo, prestando especial atención al núcleo del postismo, con cuya poética entronca el primer poemario de Caballero Bonald, Las Adivinaciones, con el que obtuvo el accésit del premio Adonais de aquel año. Hay también en estas páginas frecuentes reflexiones y una atenta vigilancia de esta escritura de la memoria o “esas pretéritas figuraciones, vislumbradas a tan larga distancia, [que] ni responden en ningún caso a refrendos objetivos, ni yo los admito como tales. Se trata, simplemente, de un intento de recuperar ciertas sensaciones que aún se albergan en mi memoria y no de ninguna fidedigna información sobre esa memoria”. Una convicción –o una posición- que se mantiene también en La costumbre de vivir, donde Caballero Bonald constata –o advierte al lector- que “lo que ahora escribo en absoluto pretende parecerse a una autobiografía –que es género desplazado de mis gustos- sino a un texto literario en el que se consignen, por un azaroso método selectivo, una serie de hechos provistos de su real o verosímil conexión con ciertos pasajes novelados de mi historia personal”.

Si Tiempo de guerras perdidas acababa en realidad constituyéndose en una genuina novela de aprendizaje, La costumbre de vivir –que abarca desde 1954, en que nace el rock, hasta 1975, en que muere Franco- sobrevuela a mayor altura. Caballero Bonald no abandona su anterior designio narrativo a pesar de que los anclajes del relato sean ya mucho más difusos y desde luego imprevisibles, debido precisamente a esa extensión temporal, que quiere decir también variedad de espacios y vidas y aventuras que se entrecruzan  o se unen a la existencia propia en la sucesión del tiempo histórico. Predominan, claro está, los perfiles y retratos de coetáneos del autor, pero hay también otros impagables, como esa imagen del niño Javier Marías que anticipa al “fogoso contendiente en lides literarias que a veces es”, o la de Alberto Puig Palau, el Tío Alberto de la imborrable canción de Serrat, o el emotivo recuerdo del guerrillero Camilo Torres. Ahora bien, en última instancia, esa dilatación temporal acaba beneficiando el elemento puramente ficcional del texto, porque aunque en sus grandes líneas  la historia se organiza siguiendo el fluir cronológico, aquí la única ley que rige el discurso es aquella que impone la memoria, tan ingobernable, por libérrima, pues es su arbitrio selectivo y su natural inclinación a la maraña y el desorden lo que rige esta recherche o recuperación del pasado: “… me veo sumergido en el magma de aquellos años medioseculares –prosigue Caballero Bonald en el pasaje antes citado- como si yo fuese un personaje al que no me seduce rescatar de modo riguroso, al hilo de unas referencias fidedignas o de unos hechos comprobables. Ni siquiera me ha importado comprobar la exactitud de tiempos o lugares para situarlos debidamente donde en verdad les corresponde. O donde no encajan de ninguna manera. La vida de cada día seguía consistiendo mayormente en unos sucesivos saltos en el vacío, y ya no puedo calcular hasta qué punto esos saltos respondían a una instigación literaria o a una necesidad vital”.

Nada más alejado del propósito afín al registro o inventario catastral que preside tanta escritura memorialística que La costumbre de vivir, alejada igualmente de la voluntad confesional y expiatoria tan al uso en este tipo de escritos, lo cual no excluye el soliloquio ni el autoanálisis. Pero  no es tanto el testimonio, el elevar acta fidedigna de unos hechos, lo que importa, como buscar el sentido de los mismos. Tampoco priman la apología  ni la detracción –aunque Caballero Bonald haya admitido haber practicado en este libro cierta función vengativa, ejercida más hacia las cosas y el tiempo que hacia las personas-. Lo que hay es una narración de hechos colectivos que se ciñe a la perspectiva personal, a la  “versión privada” del autor, quien, en cuanto personaje, interviene en calidad de protagonista -no por su dimensión heroica, desde luego, sino por desempeñar la función narrativa- de una acción pretendidamente novelesca.

Desde las “vísperas dudosas” y el episodio aparentemente trivial ocurrido en el pueblecillo abulense de Navalperal de Perales con que se abre La costumbre de vivir      -un episodio que revela  una manera de ser en la que “las repulsas de lo rutinario, lo convencional, se intercalaban con el aburrimiento, la abulia, la decepción”- hasta la macabra película de la inverosímil agonía del Caudillo, el lector recorre en estas seiscientas páginas repletas de ironía y lucidez numerosos escenarios históricos y geográficos: rememora los hechos más destacados de la vida colectiva bajo el franquismo –las huelgas mineras de Asturias en el 62 y 63, la expulsión de sus cátedras universitarias de Tierno Galván, Aranguren y García Calvo en el 65, el episodio de las bombas de Palomares ese mismo verano, la política censoria del Gobierno y la Ley de Prensa de Fraga Iribarne con las agitaciones estudiantiles y obreras que originó, el Proceso de Burgos (1971), el atentado contra Carrero Blanco (1973) o las últimas ejecuciones firmadas por el Dictador (1975)- y también la dimensión intrahistórica captada a partir del frecuente callejeo por las calles de Madrid u otras ciudades o en lo que estas páginas tienen de revista de bares, dado que otro de los hilos narrativos que las hilvanan procede de “los argumentos de la mirada”.

El lector encontrará en ellas espléndidos relatos de viajes por Colombia –para donde partió el poeta reciéncasado a principios de 1960 y en donde permaneción hasta finales de 1962, impartiendo clases en la universidad-, Méjico, Cuba –un encuentro fugaz con el Che y el trato con los escritores cubanos que originará la antología Narrativa cubana de la Revolución-, Polonia, Rumanía, Venecia o Asturias, con Ángel González. Siguiendo estos vaivenes existenciales, el lector tiene la oportunidad de encararse a un buen número de los personajes que han protagonizado nuestra reciente historia literaria, intelectual y política. Sería prolijo enumerarlos. Destacan las relaciones más íntimas derivadas de esos “interregnos de bienestar” que son la amistad, la mantenida con los escritores de su generación –Hortelano, Matute, Grosso, López Pacheco, Valente, Hierro o el “eminente triunvirato” barcelonés formado por Barral, Jaime Gil y Ferrater -¡qué formidable retrato ese que marseanamente empieza “Insolentes, seductores, doctos, egocentristas, ingeniosos…”!- u otros como Ridruejo, Cela o Bergamín. Y sobre todo el  lector escucha la narración de las aventuras  -también las confidencias y las reflexiones- de un hombre que es, o ha sido, esposo de Pepa Ramis, padre de cinco hijos, amigo, profesor universitario, militante antifranquista, flamencólogo, excelente lector y escritor impar –poeta, ensayista, narrador-, que a veces abandonó prolongadamente su “expreso oficio” pero que ahora lo recupera magistralmente para librar su personal batalla contra “la herrumbre general del tiempo”.

En La novela de la memoria, Caballero Bonald sigue haciendo lo que ya hizo en sus otras novelas o ficciones Dos días de setiembre (1962) y Ágata ojo de gato (1974) –de cuya génesis y desarrollo nos habla ampliamente, además de analizar y contrastar el proyecto inicial con el resultado final-: reinventar su propia biografía, escribir otra novela de la memoria, "esta vez con más ostensible prioridad introspectiva", como dijo el autor a propósito de la primera entrega en el artículo “Autobiografía y ficción”, incluido en Copias del natural (1999), algunas de cuyas páginas traslada aquí literalmente.

La mejor prueba de todo ello es el predominio de la escritura (el lenguaje) sobre otros elementos, la firme voluntad de elaborar literariamente lo anecdótico –“la sucesión de fragmentos alojados en la dudosa experiencia de cada día”- para entregárnoslo en una prosa donde la elegancia y la solvencia se engarzan con una soldadura impecable. Por eso no importa que los hechos sean ciertos o presuntos. Lo que sí cuenta es que los elementos empleados para la composición de este texto de innegable calidad literaria cumplan con su función y se transformen en escritura autosuficiente.

ANA RODRÍGUEZ FISCHER

José Manuel CABALLERO BONALD: La novela de la memoria. Barcelona, Seix Barral, 2010.  928  págs.

 

sábado, 24 de noviembre de 2012

domingo, 18 de noviembre de 2012

FABRA I COATS







Aprovecho los días lluviosos, que impiden salir al campo y caminar por bosques otoñales, para, al menos, reconciliarme con esta ciudad que cada vez me anima menos y... visitar uno de sus espacios recuperados: la antigua fábrica textil Frabra i Coats, rehabilitada como Centro de Arte Contemporáneo.


                          

Regreso, con sentimientos encontrados.
Deberían haber sido menos extenuantes y abarcadores en su afán restaurador y dejar algo... un desconchado, una pared ahumada,óxido...
Me consuelo en casa, ante una reliquia: una caja metálica (¡redonda!, pero no chata o aplanada sino alzada, cosa que no abunda, y con una perforación -un ojete- en el centro), o mejor dicho, "un estuche para ovillo de hilo de crochet" de HILATURAS DE FABRA Y COATS, marca COMETA.
(Prometo ir hablando de mi colección de cajitas metálicas)

                           


En la base de la cajita, leemos:
"Para servirse de este estuche, se coloca el ovillo en el mismo, con la etiqueta abajo; se procede a quitar el anillo de cartón que hay en el interior del ovillo, dobléndolo hacia dentro. Así pierde su forma circular, y sale fácilmente. Se toma luego el cabo del interior del ovillo, se pasa por el ojete de la tapa , y cerrada ésta, queda el ovillo en estado de desovillarse perfectamente hasta el final".
¡Ah!, las viejas instrucciones de uso (¡y qué lenguaje!)
Tardes de la niñez, cuando las madres nos medio crucificaban "solicitándonos" que "sostuviésemos" la lana de las madejas recién lavadas (e hiciésemos los movimientos debidos, muy pautados, tan precisos como las indicaciones citadas) para ellas proceder a ovillarlas.
Recuerdos, recuerdos.


                

Este es un recuerdo de mi madre. Lo aproveché en mi reciente novela, donde, cuando el padre le escribe a su hija cómo, durante la Guerra Civil, todos colaboraban al servicio de la causa popular, las niñas tejiendo jerseys para los soldados del Frente durante los recreos, su hija, educada en las escuelas franquistas, reacciona así:


-Todas las niñas saben coser y bordar y calcetar, para eso van a la escuela, a aprender labores, ¿a ti no te enseñaron? Empezamos con el bordado artístico elemental, en unas cartulinas del tamaño de una postal que vendían los editores Seix y Barral de Barcelona. Los puntitos marcados en las líneas del dibujo señalaban donde se tenía que pinchar la aguja en cada puntada, y para facilitarnos los primeros tanteos, los puntos podían perforarse  previamente. La maestra, con su buen gusto, escogía el color de los hilos y cuidaba de los detalles. Yo hice un payaso, y una casa con dos árboles, uno a cada lado, y un barquito velero surcando las olas. Pero después, de grande, hice cosas mucho más bonitas. Tengo unos paños preciosos bordados a festón y vainica y cordoncillo y punto de cruz. Incluso el nido de abeja, que es dificilísimo, me quedaba una maravilla. 



                        

lunes, 5 de noviembre de 2012

ENRIQUE IV

Todos seguimos con interés la serie histórica "Isabel", cuyos méritos ya realzó recientemente Marcos Ordóñez , en su habitual entrada de opinión en El País, de modo que estoy justificada. Además, como los lunes vuelvo derrengada de las clases... es una buena distracción tumbarme en el sofá a la espera (tardía, ¡qué horarios!) de



                         


Pero por lo común, trabajo. Y sigo revisando mis materiales, historias verdaderas, y relatos errantes como
el del viaje por España en 1494 y 1495 del reputado humanista Jerónimo Münzer (nada sospechoso de heterodoxo, a juzgar por el propio relato: muy moderado y considerado, según desde el punto de vista....).
Uno de los capítulos de la mencionada serie mostró la intervención de cataratas del rey de Aragón a manos de un médico judío, pero nada nos contaron de las penas (¿suplicios, torturas?) a que fue sometido "El Impotente". Sí lo hace Münster (por lo demás, muy comedido en un relato enteramente sometido a las convenciones del género) en la entrada "Maiorid, vulgo Madrid", tras recapitular sobre el panorama histórico:






Ciomo era impotente, creía que tenía maleficio con doña Blanca, y con consentimiento del Papa, viviendo aún doña Blanca casó con  Juana, hija del rey Alfonso de Portugal, conla cual también resultó impotente.
Tras estas líneas introductorias, llegamos a la descripción quirúrgica a que fue sometido un Enrique del que se nos cuenta que  
Tenía un miembro débil y pequeño por el arranque y grande por la punta, de manera que no podía enderezarlo. Construyeron lo médicos un tubo de oro, que la reina se introdujo en la matriz para ver si a través de él podía recibir el semen; cosa que le resultó imposible. Lo masturbaron, y salió esperma, pero acuosa y estéril. Teniendo esto en consideración los nobles del reino...
(Lo que sigue ya nos lo van contando en la exitosa serie).
                             

Jerónimo Münzer: Viaje por España y Portugal (1494-1495). Ediciones Polifemo. Madrid, 1991, pág. 263.