viernes, 20 de febrero de 2009

BARCELONA AMERICANA

Los lectores empedernidos o viciosos, aunque no hipócritas ni tampoco amigos (como se les solía llamar, entre el veneno y la ironía tan propios del almibarado acíbar de los tiempos antiguos, en que de todo hubo), pero sí curiosos, descubren, a veces, joyitas ante las cuales reaccionan con un entusiasmo que puede parecer propio de la sentimentalidad (¿blanda, tierna?) que nos suele unir a ciertos espacios de una ciudad que creemos nuestra, Barcelona, pero que últimamente nos resulta incómoda (además de muy cara: costosa, no querida) y por eso la esquivamos, con pesar y nostalgia.

Pero cuando un libro te descubre que, tras tal o cual edificio "cotidiano" (aunque a la vez artístico-monumental, por el que cualquier barcelonés pasa casi escabulléndose para evitar la cuerda de turistas que bloquean el tránsito), se esconde una historia "novelesca", entonces empezamos a mirar y sentir la ciudad desde otra ladera. Y por eso algunas tardes (sobre todo ahora que empiezan a anunciar la primavera), nos animamos a volver a transitar las calles de nuestra ciudad y a descansar en sus plazas y a repasar con asombro las fachadas, perdiéndonos en los huecos.
Es lo que recientemente me ha sucedido con los paseos de Héctor Oliva o las Veinte historias de la Barcelona Americana... y una pregunta descarada, editado por la Editorial Base, a finales de 2008.

Es una delicia: lo mismo nos habla del dedo desviado de Colón, de los grandes indianos locales que, con el tráfico negrero, alzaron edificios emblemáticos de la ciudad condal, del holding Comillas y el palacio Moja, del viaje que desde Méjico realizó el ingenioso tapón de "corcholata" a los Hogares Mundet, de la virreina que nunca fue tal, del "yankee" Garchitorena (el primer escándalo del Barça), de la mítica visita de la Perona y cuanto acontecimiento onomástico generó doña Evita, o de la tragedia de los mareenes norteamericanos en los años de la transición, suceso que aún recuerdo con claridad.
Pero si de estas veinte historias tuviera que seleccionar una o dos, tras arduas deliberaciones conmigo misma, es probable que eligiese la titulada "La Rambla de Machín: diez espacios para unas maracas", que cuenta la llegada de Machín a Barcelona en abril de 1939 (¡imaginen qué desolado y trágico lugar encuentra!), huyendo de la amenaza de los nazis en París. Porque el famoso autor de El manisero (de la que llegó a vender un millón de copias), ya había triunfado en Nueva York y otras ciudades europeas, pero en España no se lo conocía. Los inicios no fueron fáciles: el primer local donde cantó nada más llegar fue el Shanghai, un baile-taxi (espacio que sale en alguna novela de Marsé) después rebautizado como Sala Bolero, donde se ofreció a trabajar gratis un fin de semana. El impacto fue tal, que el dueño lo contrató para el finde siguiente, pagádole 25 pesetas por jornada (los obreros ganababan 4 rubias: habían acabado los buenos tiempos de la guerra, cuando la CNT controlaba el sindicato de espectáculos y todo el personal cobraba igual, desde la vedette a Madame Pipi, la señora de los lavabos, medida que soliviantó a unos cuantos artistas como lo era entonces la mejicana Margarita Carvajal, que al enterarse de las novedades, revolucionarias, replicó desafiante:
"Pues entonces que enseñe el culo el acomodador".
(Disculpen la digresión: cosas de la memoria. Sigo con el artista.)

Después Machín cantó en La buena Sombra, pero, tras instalarse en Madrid, no dejó tirado a su fiel público barcelonés para el que al menos cantaba una vez al año: en el Rigat, el Gato Negro, La bohemia... El estreno mundial de Angelitos negros fue en el Novedades, en 1947.


Unos treinta años después (hacia 1977), un artista impar, Ocaña, rendía homenaje a Machín en la exposición que instaló en la Capilla del antiguo Hospital de la Santa Creu, por cuyas bóvedas flotaba un angelito negro.
Luego, ya con la democracia y la normalidad, en la Barcelona americana aún sucedían rarezas.
"¡Alcalde, alcalde! Ya están aquí los californianos" relata una anécdota muy propia del querido y añorado Pasqual Maragall.
¡Qué delicia!
¡Lean, lean!

Y atrevánse a responder a la pregunta descarada que se formula al final.

¡Hasta el próximo fin de semana!

3 comentarios:

  1. Salgo a comprarlo! Algo sabía de la relación de Machín con Barcelona. Buscaba hace tiempo también algún texto sobre la ubicación de esos cafés míticos de una o varias épocas, el Oro del Rhin (desde la República hasta el franquismo), el Rigat que nombras, que creo que era más bien una sala de fiestas como El Cortijo (pijerío, zona alta de la Diagonal, Teresa Serrat y similares) o La Pérgola. Y otros que también citas. Luego, dándole hacia atrás a la manivela del tiempo, lugares de los que queda ya sólo memoria libresca. En fin, lugares...

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  2. Lugares no, ESPACIOS...
    Por eso sobreviven.
    Gracias, Ramón.

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  3. Lo estoy leyendo, por ahora es fantástico.
    Ya veremos el final.

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