sábado, 1 de febrero de 2014

LUCIANO G. EGIDO



A la sorpresa inicial, le siguió una inmediata estupefacción. Resultaba que en mis manos tenía un librito de esos que tanto me encantan pero que yo no había visto nunca en ningún lugar. El librito se titulaba Libre Indirecto, y estaba firmado por Luciano G. Egido.
Luciano Egido es uno de mis escritores favoritos. Quizás no es difícil consignarlo como tal. No consta en las historias de la novela contemporánea. Acaso porque empezó a escribir fuera del tiempo: es decir, después de muchos años de que quienes podríamos considerar como autores generacionales lo habían hecho. Sin embargo, estuve atenta a esa nueva voz y compruebe que, sin duda alguna, pertenecía a la mejor estirpe de nuestra narrativa reciente.
No conozco personalmente a Luciano G. Egido. Sí he tenido el privilegio de poder ocuparme, en mi condición de crítica literaria, de algunas de sus novelas. Es imborrable el recuerdo de “El amor, la inocencia y otros excesos”

                  

Como también lo es la lectura de Túneles del paraíso.
              
                       

Pero lo que ahora quería destacar es la recepción de este librito, en edición no venal, cuya portada la abre un elocuente  S.O.S., seguido del no menos revelador texto:

Tengo 85 años y empiezo a alarmarme. Dentro de la necesaria política de austeridad económica, impuesta por los mercados internacionales, el Gobierno español, obligado por las directrices de la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, y a propuesta del Ministerio de Empleo, oídos los preceptivos informes técnicos de los Ministerios de Hacienda y Economía y el apoyo logístico del Ministerio de Sanidad, y con el firme propósito de favorecer y estabilizar el desarrollo económico del país, cumplir los objetivos del déficit presupuestario y salir de la crisis, promulgará un Decreto -Ley, de urgente tramitación, sin pasar por las Cortes, dada la perentoria necesidad de su aplicación, que aconsejara, sin excepción alguna la progresiva supresión de los españoles mayores de 80 años, escasamente productivos, potencialmente no consumistas y carga onerosa para el revisable sistema de la Seguridad Social. Si bien, como es habitual en las decisiones de este Gobierno y su conocido signo social, se les dará a los beneficiados la posibilidad de elegir entre dos opciones: la inyección letal, incolora, aséptica, de inmediato resultado garantizado o la consunción lenta por hambre, con sus indeseables efectos colaterales. El Gobierno espera que los afectados comprendan la ineludible obligatoriedad de esta medida y acepten gustosamente su generosa colaboración, en aras del bien común, que es el objetivo marcado por este Gobierno, en bien de todos. Cuenta, además con el Visto Bueno de la Jerarquía Eclesiástica, que se congratula de que un alto porcentaje de fieles pueda adelantar su encuentro con Dios, con la conciencia del alto valor de su gesto de solidaridad cristiana, que Dios se lo pagara. El Gobierno, que es veraz se ha comprendido su proyecto, calcula que ahorrara, en beneficio de todos los españoles, que es su meta irrenunciable, unos 5000 millones de euros, imprescindibles para la continuidad de la patria.


           

Todo esto viene a cuenta a propósito de que estoy leyendo la última novela de Luciano G. Egido, Tierra violenta, de la que hablaré en Babelia, próximamente.

De momento, una invitación a LEER, LEER, LEER…..

                                        Túneles del paraíso (TUSQUETS, 2009)
En la segunda mitad del XIX,  abundan las crónicas que narran la inauguración de tal o cual tramo de la red ferroviaria española firmadas, entre otros, por Alarcón y Bécquer. Eran, por lo general, loas y apologías escritas desde la esperanza de que el nuevo medio de transporte –de mercancías, gentes e ideas- contribuyera al desarrollo y enriquecimiento del país, redimiéndolo de su secular atraso. En Los túneles del paraíso, Luciano G. Egido relata la construcción del doble ramal que lleva de Salamanca a la frontera portuguesa, entre 1882 y 1884. Y lo hace alternando una pluralidad de perspectivas y de voces narrativas que en su conjunto constituyen un feroz asedio a lo que dicha epopeya tuvo también de tragedia, drama y realidad humanas.
Junto al dato y el encuadre histórico (incluido el fausto inaugural), Egido traza poderosos cuadros de los trabajos y los días de aquellos cientos de carrilanos que llegan allí “como salidos de las páginas de una turbia historia” y sobreviven o perecen en un verdadero infierno dantesco; perfila la tipología de aquellos hombres procedentes de todos los rincones de España –barrenadores, albañiles, peones, burros de carga-; describe las pésimas condiciones en que viven y trajinan; cuenta las rencillas entre los más viejos y los recién llegados y entre los obreros y los lugareños que los hospedan y exprimen o con los capataces que los humillan y ofenden. De esa tropa amorfa, el autor destaca unos cuantos que representan el variado paisaje social de aquellos años y que protagonizan episodios o sucesos -brutales y bárbaros, la mayoría- que animan y tensan este espléndido mural y que propician la llegada de nuevos personajes. Así, el asesinato del capataz Higinio exige la presencia de un juez de Primera Instancia cuyo ideario krausista choca de frente con los intereses de los dueños de la compañía, partidarios de una lección expeditiva y ejemplar que dejan en manos de la Benemérita. El brote de una epidemia de cólera y la virulencia con que se expande exige reforzar al médico local trayendo a un catedrático de Salamanca que imponga su autoridad en defensa de la salud pública y en contra de los intereses privados. Un joven ingeniero idealista que le escribe con regularidad a su amada Amalia, al hacer balance de la obra –veinte túneles entre masas graníticas y nueve puentes de complicadas estructuras, en los diecinueve kilómetros del tramo-, siente orgullo por el triunfo de la voluntad –“sé ahora que los hombres somos capaces de todo, contra el destino y la adversidad”-, pero también pesar y desazón -porque todo se podría haber hecho mejor, evitando tanta muerte-, dudas sobre los beneficios futuros, y una única certeza: “Hemos contribuido a aumentar el odio y la crueldad de este mundo en cantidades ingentes”.
Los túneles del paraíso se abre con una espeluznante ronda de voces que sube desde el infierno y se cierra con la orden ministerial de 1984 que acuerda suprimir el tráfico de viajeros y mercancías. Le siguen unas páginas elegíacas, no menos soberbias que cuantas las preceden: “Las vías se fueron acostumbrando al silencio y siguieron mostrando su inútil disponibilidad, los túneles ofrecieron sus bocas negras  como un acusación implícita y se poblaron de murciélagos asustadizos […]. Los muertos pudieron pasearse, para estirar las piernas, por aquel camino sin destino, por aquellas vías sin utilidad, atados al paisaje donde fueron felices alguna vez y desgraciados casi siempre”.

2 comentarios:

  1. Ávido de nombres y obras nuevas, mira por donde las hallo aquí, procedentes del pasado.
    Gracias por compartirlo Ana. Leeré a Luciano Egido

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  2. Leía su última novela, "tierra violenta", en los días álgidos de la lucha del barrio Gamonal y pensaba... ¡cuánta verdad!
    Abrazos!

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