En la manifestación de hoy jueves (siguen sonando las sirenas y yo esperando el regreso de mis dos hijos), los estudiantes habían dado la consigna de llevar libros (y también flores. Y doy fe: estuve una media hora merodeando por allí). Lo que me llevó a recordar uno de los temas abordados por Jesús Marchamalo en Tocar los libros: el de las dedicatorias.
Lo que a su vez me llevó a recordar… Y sobre todo, a preguntarme por qué, durante cierto tiempo, fui bastante reacia a este asunto de las dedicatorias, después del inevitable fetichismo juvenil.
Mi hermano mayor trabajaba a ratos en el Hotel Colón, donde invariablemente se alojaba don Camilo José Cela cuando venía a la Ciudad Condal. Y un día pude conocerlo, un 24 de noviembre del 73, en que me dedicó el Pascual Duarte y La Colmena (“esta crónica amarga de un tiempo amargo”). En otra ocasión lo hizo con “la experiencia Caribe” de La catira (¡vaya aventura!, según nos ha contado recientemente Gustavo Guerrero en Historia de un encargo) y con “esta sarta de disparates” reunidos en el Diccionario secreto. Y vino el famoso día (8 de marzo de 1974), en que yo había quedado con una amiga para presentarle al famoso escritor, y además aquella vez, a diferencia de los precarios tomitos de la editorial Noguer de los anteriores títulos, yo tenía un libro espléndido: Gavilla de fábulas con amor (editado en tapa dura por Alfaguara y con ilustraciones de Picasso…). Aquí estábamos en plena campaña contra la ejecución de Puig Antich y… ¡qué dilema! ¡Malditas dedicatorias! ¡Las odio! .
En fin, que fui creciendo… Y decidí que sólo tenían sentido las dedicatorias auténticas o verdaderas, aquellas que nacían de un cierto coloquio o proximidad, de un tiempo compartido, aunque fuese a distancia, en la lectura. Al licenciarme en 1980 y preparar mi tesina sobre Rosa Chacel, fui a visitarla en Madrid, antes de partir para Boston (donde accedí a los tremendos fondos de la Biblioteca de Harvard, además de al impagable magisterio de Claudio Guillén) y en la página correspondiente de Barrio de Maravillas (la primera novela de Rosa que leí, quedando fascinada y perpleja) la escritora estampó: “Para Ana, que entró por esta puerta y siguió bien derecho”. Y en La sinrazón, su opera magna, escribía aquel mismo día: “Para Ana, después de tanto hablar, queda tantísimo que ni los diez años que empleé en este libro serían bastante”. Vinieron después muchas más dedicatorias de Rosa, pero mientras tanto…
Alrededor, en la Universidad, observaba cómo mis colegas se afanaban por conseguir una dedicatoria de los ilustres escritores que nos visitaban (Torrente Ballester, Juan Goytisolo, Juan Benet, José Hierro)... En aquel ambiente, no solicitar la dedicatoria parecía hasta de mala educación, pero sólo sucumbí ante Alberti, porque de él tenía dos bellísimas y raras ediciones publicadas en Litoral: Cuaderno de Rute (un inédito de 1925) y Roma, peligro para caminantes (que se editó por primera vez en España en los números 43-44 de la célebre revista malagueña). Ni siquiera de Juan Marsé, a quien entonces frecuentaba porque escribía los epílogos a sus primeras traducciones al alemán, tengo grandes dedicatorias, pero sí algún regalito inolvidable, como la rara edición de El fantasma del cine Roxy (en Almarabu, 1986, con ilustraciones de Bonifacio).
Pasó el tiempo y fui empezando a participar en jornadas, seminarios o congresos… A Javier Marías lo invité a una sesión de la Escola d’Estiu que organiza el Colegio de Licenciados en 1987 pero sólo después de aquel primer encuentro, cuando regresó a nuestras aulas “en olor de santidad” me atreví a pedirle que me dedicara mi entrañable edición de Travesía del horizonte (La Gaya Ciencia, 1972), su segunda novela (dudando entre ésta o la siguiente, El monarca del tiempo, entonces no reeditada; ahora sí, en El Reino de Redonda), en la que aparece con una larga melena muy propia de la época y gafas de gruesa montura de pasta negra: "Para... agradeciéndole las invitaciones pasadas y presentes". Hubo después otras dedicatorias, pero de Javier Marías me gustó, ante todo, el envío de Harán de mí un criminal (Alfaguara, 2003), con una dedicatoria “histórica”, por la especial circunstancia que, como articulista, atravesaba él entonces: “Para ARF agradeciéndole mucho más de lo que imagina su reseña de TRM-FL, y antes de ingresar definitivamente en prisión, me temo, por mis muchos delitos”.
Por esos años, con la añorada Carmen Martín Gaite coincidí más de una vez. En una de esas ocasiones le llevé un viejo ejemplar "familiar" de la primera edición de Entre visillos (Premio Eugenio Nadal 1957). Fue (leo ahora esas líneas de Carmiña) el 3 de julio de 1997, cuando escribió: "Para Ana, a quien me une, entre otras cosas, la fascinación por Maruja Mallo. Gracias por conservar este ejemplar. Carmen".
En los últimos años me han conmovido muchas otras dedicatorias (las de Vila-Matas, Jesús Ferrero, Irene Gracia, Pedro Sorela….) pero quiero destacar las de José María Guelbenzu: un autor de referencia, que me acompaña desde que, todavía adolescente, leí El mercurio. En 1995 reseñé El sentimiento en la revista Lateral y esa reseña fue el punto de partida de una amistad, tan vital como literaria, que, después, le llevó a escribir al frente de mi ejemplar: “Para…. Que hizo por este libro lo que no ha sabido hacer casi nadie: leerlo. No hay gratitud suficiente. Un gran abrazo”. Luego, en el 2000, cuando Guelbenzu reeditó El río de la luna (jaleada novela de la que yo había oído hablar en USA, cuando vivía allí, el curso 1980-1981, y que devoré nada más pisar el suelo patrio), Guelbenzu me mandó el nuevo ejemplar con estas palabras: “Ana: la luna ataca de nuevo, el río vuelve y yo mismo noto el paso del tiemp0o. Con todo cariño, para tu colección”.
Y ya puestos, me acuerdo de un hermoso relato de Ana María Moix, “Dedicatoria”, perteneciente a su libro Ese chico pelirrojo a quien veo cada día (Lumen, 1971), y del que sólo citaré unas líneas para incitar a su lectura ( y al resto de las novelas, poemarios o colecciones de cuentos de Ana María).
Este libro está dedicado a Queen of the Cats, Lilith para más señas, que supo crear historias más allá del bien y del mal, sin tener en cuenta que, para los humanos, el pasado tiene un peso que se pisa a cada paso, y, con tan desdeñoso trato, consiguió que no se la relegara al olvido una vez perdida, si no la inocencia, sí, al menos, el honor que confiere la más tierna y primeriza credulidad.
Con todo el digno respeto con que solemos invocar las causas perdidas...
¡Adelante!
Dime quién te dedica y te diré quién eres. Estas hermosas e inteligentes dedicatorias que compartes con nosotros dan cuenta de la exquisita lectora que eres y de la magnífica escritora. Maravilloso texto y graffitis.
ResponderEliminarCon sus palabras una huele el ambiente de antaño, tan repleto de literatura cuando se evoca...Siempre he sentido una cierta envidia de "aquel" momento universitario, pues a lo más que pude aspirar durante mi estancia en la Universidad durante los 90 fue a sentirme un alma bohemia desantendida, que leía en el jardín del romántico edificio y redescubría su ciudad, imaginándole una suerte de identidad ficticia.
ResponderEliminar¿Cree usted que en este tiempo sometido al poderío del marketing y la promoción sería posible ese intercambio literario?
Eva, contesté en otra entrada.
ResponderEliminarSorry!
Estudio Filología Hispánica en la UB. Así de simple empieza mi comentario. No soy alumna tuya, aún, pero tengo compañeros haciendo Siglo XX que me han hablado de ti, además de haber asistido a la magnífica y divertida conferencia de Juan Marsé gracias y por tu libro. Decía que mis compañeros de siglo XX me han hablado de ti y de ahí nace un poco este comentario. Soy una gran admiradora de Carmen Martín Gaite. La descubrí más tarde de lo que me hubiera gustado en un examen de Gramática Normativa (que aprobé, por cierto). Salía, en el ejercicio de poner nexos en el espacio en blanco, una carta de Mariana a Sofía (Nubosidad variable) y yo, antes de que salieran las notas, me fui a la biblioteca y cogí el libro para ver cuáles había puesto esa tal Carmen Martín Gaite. De eso hace más de un año. Secreto: no he podido devolver aún el libro, no soy capaz. Me he comprado en la librería Canuda la misma edición, por si así podía desprenderme de él, pero no soy capaz. Me pasé todo el verano devorando novelas suyas y por fin puedo considerarme admiradora fiel, con conocimiento de causa, de Carmen Martín Gaite. Así que mis compañeros de siglo XX me dijeron un día que Ana, la del libro de Juan Marsé, hablaba de Martín Gaite en sus clases, la recomendaba. Y me dije que el año que viene me apuntaría. Cuando te veo por los pasillos, pienso: quizá la conoció. Y me pasa lo mismo cuando paso por delante del despacho de Emma Martinell. No la conozco ni la tengo en ninguna clase, pero leí un prólogo a uno de los libros de Martín Gaite bajo su nombre (Retahílas, me parece) y después, tirando del hilo, como diría ella, topé con el libro de Gramática Normativa y vi que ella era una de las profesoras que lo hacía. Sorpresa redonda. Así que cuando he leído esta entrada, he empezado a bajar y bajar por si aparecía ella, Carmen, Carmiña, Calila. Y ahí está. Sé de sobras que este comentario podría no existir, pero de igual manera que no puedo devolver el libro, no podía callarme esto. El anonimato no tengo claro de dónde sale, supongo que de la discreción y de hasta un poco de vergüenza. Espero que, si el año que viene asisto (y existe) tu clase, no adivines en mi mirada huidiza mi atrevimiento de esta noche.
ResponderEliminarUn saludo
J.
Dijo Elliot (sin que yo lo comparta) que abril era el mes más cruel...
ResponderEliminarYa quedan pocas ocasiones de cruzarnos por el Patio de Letras, J, pero nada augura que el próximo curso yo dé siglo XX o algo que se le parezca. Eso sí, atenderé a la literatura, ni siquiera en sus rudimentos:
Apriesa cantan los gallos
e quieren quebrar albores
(Cito de memmoria, sorry)