viernes, 5 de junio de 2009

LLUEVE EN BARCELONA

Este año la lluvia ha caído abundante (y a veces trágica) sobre Barcelona. La anunciaron para el pasado fin de semana, que empezó caluroso y sofocante, pero no llegó hasta hoy, brevemente.





Entonces recordé una divertida historia de Hans Christian Andersen, que llegó a nuestra ciudad a finales del verano de 1862 y ya pasadas las diez de la noche. Llegaba a una estación de tren –“una barraca de madera”– abarrotada de público, donde “todo era alboroto, aglomeración, apretujones”, y donde el barullo y griterío propios de la hora y el lugar dan al escritor danés la impresión de hallarse “en medio de un saqueo”. Luego, ya subido al carruaje que lo trasladaría a la Fonda del Oriente –parada habitual de tantos viajeros de paso en la Barcelona de entonces- la primera visión de aquella ciudad para él exótica y nueva se le aparece repleta de vida y animación: “La iluminación resplandecía en las anchas calles, que se prolongaban entre edificios señoriales y desembocaban en el concurrido paseo de la Rambla. Las lámparas de gas esclarecían los escaparates de las tiendas […]. Allí arriba, se mostraba el cielo infinitamente claro, casi verde azulado”.


Las sucesivas visiones de la ciudad no defraudarán a Andersen. Pese a que por momentos se sentía en el París de España -“a pesar del influjo francés, que aquí, tan cerca de la frontera, se notaba en todo”-, el escritor danés encontrará “muchas cosas singulares y típicamente españolas que ver”, y en conjunto todo le parece “ameno y lleno de colorido”, notas especialmente destacadas en el latido vital de la ciudad, cuyas calles Andersen recorre al azar, infatigablemente, dejándonos así impagables estampas. Predominan las referidas al genuino boulevard –la Rambla-, activísimo a todas horas del día con su desfile de “ciudadanos y campesinos, oficinistas a pie, labriegos montados en sus mulos, carros y ómnibus, voces y gritos, chasquidos de látigos y tintineo de campanillas…”. Asimismo destacan las estampas de los grandes y magníficos cafés; las de las vistosas barberías; las de las tiendas y los escaparates… Andersen permanece aquí un par de semanas y tiene tiempo de verlo casi todo: los teatros (en el Liceo presencia el ensayo de una opereta; en el Teatro del Circo, una comedia de Scribe), la Plaza de Toros (extensa relación), el Cementerio del Poble Nou, la catedral, la Casa del Gran Inquisidor (que se estaba entonces demoliendo), el desconcertante dédalo de callejuelas todavía gremiales, la fortaleza de Montjuich o

… todo el arrabal que llaman la “Barceloneta”; cuando llegué allí, ¡menuda algarabía! Las calles allí son ángulos rectos, sin más que casas bajas, con aspecto de asilo de pobres; por todas partes hay puestos de ropa, quioscos de comidas, trastos viejos y baratijas; carretas de transporte y coches de mulas se cruzan entre sí; críos medio desnudos fumando pitillos, obreros, marineros, campesinos y ciudadanos, retozan al sol, entre el polvo. Aquí se anda siempre en medio de aglomeraciones; pero, si uno lo desea, puede darse un baño refrescante: se sale a la playa y allí hay casetas.





Y es que si impagables son las estampas de la ciudad, imborrables son algunas escenas protagonizadas por una troupe de titiriteros, un regimiento de soldados, los bañistas, un grupo de pescadores, el público de las corridas o aquel hombre de la clase humilde, con sus cuatro niñas pequeñas que entra en el suntuoso café a contemplar “con curiosidad, casi devoción, el lujo y la exquisitez a su alrededor”. Ahora bien, si “dignas de pasar al lienzo” son dichas escenas, la verdaderamente antológica es la de la gran inundación que anega la Rambla y que llega a inspirarle un cuento:

Nunca antes hubiera imaginado el poder de un torrente de montaña. Pensé en el Külborn de Undine. Pensé en el cuento que podía salir de ese pequeño torrente de montaña, normalmente un simple arroyuelo cercado de áloes y chumberas. Su ninfa era una niña juguetona –por cierto, las niñas españolas, en un instante, se tornan doncellas adolescentes- bueno, pues aquí, esta doncella voluntariosa e intrépida acababa de llegar a la gran ciudad para aposentarse en ella, entre sus gentes, para husmear en sus casas e iglesias, saludarles en el paseo donde se conocen los desconocidos; yo fui testigo de su llegada.




Lo apocalítico de la escena es memorable pero sólo puedo aquí entresacar unas líneas de aquella espléndida crónica de sucesos:

Todo eran gritos y carreras; desde mi balcón vi como echaban montones de grava delante del hotel; por ambas calles […] bajaba rodando una corriente de agua color café con leche. Las calles empedradas de la Rambla eran un creciente y arrollador río […] el río crecía y crecía y, al fin, se desbordó y saltó sobre todo obstáculo que halló en el camino; rápidamente quedaron inundados los raíles, la carretera quedó totalmente socavada, las cercas reventadas, árboles y árboles arrancados de cuajo por el ímpetu del aluvión, que irrumpió por la puerta de la ciudad, rugiendo como presa de molino; color café con leche tenían las aguas que bajaban bordeando la calzada del paseo; consigo arrastraban las casetas de madera, las mercancías, los carros y barriles: todo cuanto hallaban a su paso; calabazas, naranjas, mesas y bancos salieron navegando. […] Dentro de las tiendas se movía la gente con el agua hasta las caderas; los más robustos, desde el interior del local, tensaron unas cuerdas sobre el nivel del agua, enganchándolas en los árboles de la parte más alta de la rambla, de modo que las señoras tuviesen donde agarrarse al andar entre la arrolladora corriente. A pesar de todo, vi cómo era arrastrada una mujer; dos mozos se tiraron a cogerla y la sacaron desmayada. Todo eran gritos y clamores […] Se habían levantado las tapas de las cloacas en el empedrado de la calzada para que el agua desalojase por allí; no se solucionó gran cosa, al contrario, se dio lugar a mayores desgracias; supe más tarde que varias personas habían sido absorbidas por los remolinos originados y habían desaparecido en el vacío. Jamás había yo comprobado la magnitud del poder de las aguas ¡era espantoso! […] Se dijo que dentro de las iglesias cantaban misa los sacerdotes con el agua hasta la cintura.





En nuestra ciudad, Andersen se sintió “como en mi propia casa”, pero al cabo de dos semanas partirá en el vapor “Catalán” rumbo a Valencia. A bordo de él, escribe: “Durante más de una milla se apreciaba el agua aún amarillenta, de resultas de la inundación; y de súbito quedó claramente delimitada por el transparente y verde mar. Al fondo se extendía Barcelona bajo la magnífica luz del sol”.

(ANDERSEN: Viaje por España. Madrid, Alianza Editorial, 1988.)

6 comentarios:

  1. que bueno, ese retrato de mi ciudad en esa época lejana, es como ver un documental. No sabía nada de la estancia del cuentista en mi ciudad, la imagen de los curas haciendo la misa con el agua hasta el cuello, espero que se ahogase alguno, jeje. Además como está muy bien escrito, lo uno y lo otro, es como si lo estuvieras viendo.

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  2. ¿Verdad que sí? Son relatos muy vivos: no tenían la retina manchada de....
    Gracias,
    A.

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  3. ¡Extraordinaria entrada! Debo comprarme ese libro...

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  4. Ojalá te siga entusiasmando el resto del periplo!
    A.

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  5. Una sorpresa más. Me gusta la descripción de las Ramblas, sobre todo por el trasiego de las gentes trabajadoras que caminan en una y otra dirección, muy lejos de las ramblas post-92 de hoy, parque temático del turismo europeo. Visitar su blog es visitar la historia nunca contada ( o poco contada).Por cierto (¿= gracias de nuevo. El interrognate es fácil de responder. Para mi es muy importante estar referenciado en su blog))

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  6. Debería haberlo hecho antes, pero hubo un despiste. Me consta que algunos asiduos ya empiezan a pasearse por tus páginas....

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