lunes, 13 de abril de 2009

ASTURIAS

Hay palabras que parecen estar amarradas a un paisaje. Son nombres comunes, en principio no privativos de nada ni de nadie, y sin embargo retornan sólo ante la evocación de los lugares propios. Palabras como braña, cantiles, atalaya, yodo, hoces, cetáreas, tejo, pastizal, carbayo, fresno, acebo, brezo, hulla, guadaña, garabullo, currucas, gaviotas, mirlos, chigre, mirador, casona, hortensias, hórreo, lagar, rúa, desfiladero, xanas… Palabras prendidas a imágenes: fijas, unas; uncidas a los vaivenes del tiempo, otras. Palabras preñadas de olores y sabores y sonidos y tacto, y palabras que también tienen su color, pues siempre hay uno que predomina sobre los demás. Palabras que a veces retornan enlazadas las unas con las otras: guindas enredadas en sus pedúnculos o algas arrastradas hasta la orilla del mar, aunque otras veces nos llegan sueltas, como el ganado esparcido por praderías y valles o las aves que sobrevuelan las cumbres y revolotean entre los acantilados.


Ya se ha dicho que hay muchas Asturias y quizá por eso, independientemente de cuál sea la dirección de nuestro recorrido –de oeste a este, o al revés; de norte a sur, o al contrario-, siempre nos queda la impresión de haberla atravesado a rachas, en oleadas o capas que se ocultan y a la vez se entreveran, que se suplantan y al mismo tiempo se suceden y prolongan.
Vuelvo a Asturias desde otro lugar, pero nunca la siento tanto como cuando me marcho de ella o la abandono para regresar aquí. Y no por melancolías (que también), sino porque durante muchos años el viaje a Asturias lo hice desde su extremo occidental, siguiendo el camino de la costa. Luarca era parada obligada, como si a partir de ahí empezara en realidad el viaje. Atrás quedaba una suave línea recta y después la carretera iba serpenteando el litoral por cuestas y pendientes muy pronunciadas. La propia villa luarquense tiene esa configuración abrupta y a ratos recóndita, colgada como está sobre una verde ladera salpicada de casas que se van escalonando hasta casi el borde del mar. Deambular por Luarca propicia ensoñaciones como la pesca de la ballena en las costas astures, recordada en la cerámica de la plazuela de la Mesa. (¿Será por ese rastro atávico por lo que no me canso de Melvilla?) Y nos descubre puntos no menos inquietantes y evocadores, como la Fuente del Brujo o el Puente del Beso. Y una atalaya, el ojo vigilante tan presente siempre en las inmediaciones de los pueblos costeros de Asturias. En Luarca, además, toda la vida –la de la tierra y la del mar- se divisa desde el cementerio –nada fúnebre, de tan blanco, y con bellas esculturas-, situado en la parte alta y extrema de la villa, junto a la Ermita de la Virgen Blanca. Luarca es una anticipación -o un feliz remate- de los pueblos que irán sucediéndose a lo largo de este trozo de la costa astur, pueblos de un pintoresquismo de difícil calificación –pasarán por Cadavedo, con la placa oficial que certifica sus encantos-, con playas imborrables como la Concha de Artedo, la de Sanpedro o la del Silencio. Cada rincón cuaja de un modo distinto su singular belleza. Como debe ser.
En Cudillero es el bullicio de la rúa al atardecer mezclado a los olores del pescado fresco (las sardinas, predominantes) asándose en las parrillas y al del serrín regado por los culines de sidra en los chigres o vertidos directamente sobre los adoquines del muelle.
Más arriba está el sosiego de El Pito, con el impresionante Palacio de los Selgas y las sorpresas pictóricas que éste alberga en su interior.


Muros del Nalón –refugio de pintores románticos en el XIX- y San Esteban de Pravia –no olviden este pueblín a orillas de la ría, testimonio del esplendor de los tiempos del transporte fluvial y donde también viví algunos veranos adolescentes- y San Juan de la Arena –famosa por sus angulas, y no tanto porque el gran Rubén Darío la frecuentase algún estío, ¡ay!- conforman un núcleo muy peculiar, con el alto paseo de los Miradores, una ruta recientemente domesticada –urbanizada- desde la que se avistan los ásperos acantilados y las recatadas playas de abajo.
Después vendrá el cabo de Peñas, otro hito de violencia marina -o de orgullo-, con sus cantiles tallados contra el azul o el gris del mar, según la hora. Luanco y Candás son otras villas de sosiego para el paseante y deleite para el gastrónomo –destacando el pixín, el rape-. Hay en ellas, respectivamente, un Museo Marítimo con bellas maquetas navieras y una ermita con un Cristo milagrero repleta de exvotos que, de niña, me fascinaban-atormentaban.


Ermitas y enigmáticas iglesias prerrománicas –la de Sta. Cristina, en las inmediaciones de Pola de Lena- y exhuberantes casonas de indianos, con llamativas palmeras y otros caprichos, y palacios del XVII y del XVIII, y colegiatas y monasterios y hospitales para peregrinos –en la ruta astur del Camino de Santiago, que discurre junto al mar, como en Soto de Luiña, o se repliega hacia el interior, como en Salas, con su riqueza arquitectónica -más los deliciosos “carajitos del profesor”, hechos de avellanas- y cuevas prehistóricas –la de la Peña, cercana a Grado-, y entrañables casas de arquitectura popular, siempre impredecibles en sus formas pero en las que nunca faltan las galerías y los corredores de madera encristalados… Todo eso salpica la franja intermedia de esta Asturias central, de vegas fértiles y huertas regadas por el Narcea y el Nalón (un río salmonero, recientemente saneado) en la que se anticipa -o hasta donde alcanza, si es que venimos desde el sur- la Asturias negra y mineral: la de la hulla y el carbón y detrás –o antes- la de la montaña.
Hay en ella hoces y desfiladeros, como el de las xanas, esas amables criaturas de nuestra mitología, pequeñas, casi transparentes de tan blancas, bellas ninfas de los ríos y las fuentes, que también habitan en las cuevas y los bosques, donde los avellanos y el carbayo (roble) y los fresnos. Y numerosas sendas, como la del Oso, trazada sobre un antiguo camino de hierro, entre Tuñón y Entrago, y ruta ecológico-etnográfica. Por aquí aún se ven algunas brañas, aquellas humildes casas con techo de paja que fueron morada invernal de los vaqueiros. Y corros, viejas cabañas circulares de pastoreo, por los alrededores de Teverga. Y cordales, en el antiguo Camín Real de la Mesta, que comunicaba Asturias y León siguiendo el trazado de una primitiva calzada romana que pasa por el Puerto de San Lorenzo.
Sí, vale la pena zigzaguear y descubrir los paraísos posibles.

Y algún día hablaré del que es más mío, un trocito casi perdido, por donde anduvieron, en el 32 y el 34, con las Misiones Pedagógicas, Lorca y Cernuda. ¡Nada menos!

6 comentarios:

  1. ..."palabras prendidas a imágenes..." como revolución, o república, hoy dia 14 de abril, palabras unidas por siempre a una bella, y misteriosa tierra en la que el hombre ha tenido que emplearse con dureza para poder vivir. He rememorado muchos de los rincones que nombra al leer, con placer, su texto.

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  2. Espero con ganas esa segunda entrega. Entran ganas de visitar Asturias

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  3. Gracias. Habrá algunas más.
    Y que conste que no percibo haberes del Departamento de Turismo del Principado (si tal dependencia existe).

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  4. Sí, esas palabras las conoces muy bien tú, MJL.
    Enseguida empezaré a hablar de tus sátiras en mis clases de Literatura Española III.

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  5. Me ha conmovido profundamente recorrer la descripción de los lugares de Asturias.
    La Asturias donde nací.
    Mi Asturias.
    Con nostalgia y orgullo transité los tramos que mencionas y que tanto conozco ... y me invadió el goce.
    Y también la añoranza!
    Gracias!!

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  6. Gracias a ti, Carmela.
    Acabo de volver de allí y... algo diré más adelante.
    Si te fijas, hay más entradas sobre Asturias en el Blog, aunque no siempre las etiqueto de manera demasiado... Local?
    Un abrazo!

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