lunes, 27 de abril de 2009

UNA APASIONADA DE LA LIBERTAD

Siempre hago un hueco en mis clasea de Romanticismo para hablar de Madame de Stäel. Normalmente para tratar de su célebre Alemania, per ahora que se acaba de reeditar Diez años de exilio (Traducción y prólogo de Laia Quílez y Julieta Yelin. Barcelona, Lumen, 2007. 348 páginas), pues con más razón
Hija del célebre banquero y ministro de Hacienda de Luis XIV, Anna Louise Germaine de Stäel, nace en París en 1776 y desde muy niña asistió a las reuniones que se celebraban en el salón de la casa natal, donde concurría lo más selecto de la intelectualidad francesa del XVIII: Voltaire, Rousseau, Diderot, D’Alembert, Saint-Pierre, Condorcet y tantos otros. Naturalmente, este ambiente intelectual y mundano influye de manera profunda en la forja del carácter de la joven, sin impedirle llegar a ser una mujer de su tiempo, es decir, de la nueva época, marcada por la oleada romántica.



No es de extrañar, pues, que con semejantes precedentes, ocurra lo que ocurra. La Stäel se autoproclama una apasionada de la libertad en todos sus órdenes: político, intelectual, vital, estético… y su vida nos confirma la verdad de ese principio, hasta el punto de ver en sus infortunios una consecuencia directa de esa defensa directa de la libertad, impracticable ya en la Francia napoleónica que traicionaba el ideario de la Revolución. Stäel reconoce sin ambages la admiración inicial que le causó el futuro emperador: “Mientras el general Bonaparte se daba a conocer por sus campañas en Italia, yo sentía por él un vivísimo entusiasmo [pues sus proclamaciones] estaban orientadas a inspirar confianza en él. Reinaba en ellas un tono de nobleza y moderación que contrastaba con la afectación revolucionaria de los jefes civiles de Francia. El guerrero hablaba entonces como un magistrado….”. Antes, sin embargo, nos había avisado de que sus relaciones con él le habían permitido conocerle “mucho antes de que Europa haya comprendido la clave del enigma, dejándose, en su ignorancia, devorar por la esfinge”.

Así arranca Diez años de destierro, libro en el que la autora se propone narrar lo vivido durante esa etapa de su vida que se inicia el 10 de febrero de 1803, pero no para que se hable de ella, pues “las desgracias sufridas, por mucha amargura que me hayan causado, son poca cosa al lado de los desastres públicos de los que hoy somos testigos”. El libro se divide en dos partes, redactadas cada una en distintos periodos: la primera, que comprende la etapa 1800-1804 y se interrumpe tras la muerte del padre de la autora, fue escrita en la residencia familiar de Coppet (Suiza) en 1810, después de la prohibición de editar en Francia su libro Alemania; la segunda comienza en 1810, narra el posterior exilio en Austria, Rusia y Suecia, país este último donde inicia la redacción de esta parte del libro, antes de partir para Inglaterra.





Cada una de las partes tiene unas características precisas. En la primera, sobresale el espléndido retrato de Napoleón. Y no sólo me refiero al retrato formal propiamente dicho que ocupa una página y media, pese a ser en verdad espléndido, y que tiene una magnífica apostilla más adelante, cuando de la estampa trazada Stäel recorta su sonrisa y escribe: “Han alabado su sonrisa calificándola de agradable; sin embargo, creo que hubiera resultado soberanamente desagradable en cualquier otro, pues su sonrisa, que rompía por un instante su habitual seriedad, parecía más un resorte que un movimiento natural, y la expresión de sus ojos nunca estaba de acuerdo con la de su boca. Pero como al sonreír tranquilizaba a quienes le rodeaban, llegaron a tomar por encanto el alivio que con ella producía”.


Pero hay además aquí otro retrato que se va trazando de forma intermitente a partir de la relación de los sucesos históricos –la invasión de Suiza, el 18 Brumario, la campaña de Italia, el Concordato con el Vaticano, los diversos acontecimientos de 1802-, del recuento de pequeños episodios y anécdotas o de la evocación y reflexión en torno a la persona y su dimensión humana y nos moral. Se nos da así una estremecedora pintura moral de Bonaparte, pues Madame de Stäel revela el sentimiento de temor que inspira, “que se convierte en sumisión en las almas débiles” y que en ningún momento, ya desde la época en que se apropió del poder “ha cesado de ser el sortilegio del que Bonaparte se ha servido para oprimir a Francia”; señala el imperturbable egoísmo apóstata en que se asienta su fuerza, egoísmo “que ni la piedad, la seducción, la religión o la moral pueden desviar un instante de su dirección”; la arbitrariedad ilimitada, “que hacía pender la existencia de todos de la voluntad de uno”; o el disimulo que no impide advertir otros dos rasgos caracterizadores: “la sangre fría ante el destino y el desprecio por la especie humana”. Tampoco se olvida de cuestionar su supuesta habilidad como estratega militar ni de censurar la impermeabilidad de Bonaparte para las cualidades morales -que “no tienen ninguna influencia sobre su alma”, por ser un hombre “que cree que sólo existe su propio interés y considera todo lo dicho sobre la moral y la sinceridad como meras fórmulas de cortesía”- y su profundo desprecio por las riquezas intelectuales: “la virtud, la dignidad del alma, la religión y el entusiasmo son a sus ojos, utilizando una de sus expresiones favoritas, los eternos enemigos del continente”. Denuncia asimismo su misoginia, su vanidad, su control absoluto de la prensa y los distintos resortes en que basa su astucia: la adopción de cierto aire de bondad, el dar esperanzas a todos los partidos para recabar su apoyo, la hipocresía. Y desde luego, mención aparte merece el juicio que formula sobre sus dotes de orador –“su estilo de distracción política no se basa en el silencio sino en un torbellino de discursos contradictorios que vuelve factibles las ideas más opuestas”-, y la atención especial que le presta al análisis de las proclamas napoleónicas, que, además de estrambóticas, le parecen “una enciclopedia de contradicciones”. Hay, por último, una elocuente analogía que muy bien sirve para cerrar este retrato: “En una chatarrería de San Petersburgo quedé sobrecogida ante la violencia de las máquinas, movidas por una sola voluntad. Los martillos y los yunques parecían personas o, más bien, animales depredadores contra cuya fuerza sería inútil luchar. Sin embargo, todo ese furor aparente estaba calculado, el movimiento de un solo brazo ponía en movimiento todo el mecanismo. Tal es la imagen que me aparece cuando pienso en la tiranía de Bonaparte”.



La segunda parte de Diez años de destierro cubre esa experiencia propiamente dicha. Arranca con el voluntario alejamiento de París ante el disgusto que a Madame de Stäel le producía la situación política, y prosigue con la relación del confinamiento obligado –y es un prodigio de sarcasmo el análisis de la orden de destierro que le fue remitida- y el progresivo cerco y las represalias que se extienden a cuantos formaban parte de su círculo de amistades: Benjamin Constant, Schlegel (preceptor de sus hijos), Madame Recamier… e incluso los miembros de una orden religiosa trapense cuyo monasterio visita durante una pequeña excursión. “Recurrí al opio para aliviar durante algunas horas la angustia que me consumía”, escribe al confesar el insoportable sentimiento de culpa, pues el libro no escatima la expresión de los sentimientos y el estado de ánimo, abriéndose a la intimidad. Completa esta segunda parte la huida de Suiza y el regugio en Austria, Rusia y Suecia.

Por último, celebrar la edición de un libro del que en España contábamos tan sólo con una excelente traducción realizada por Manuel Azaña en 1919 para Espasa-Calpe, pero basada en una edición retocada (y considerablemente purgada de todas las cuestiones políticas) que el hijo de la escritora, Auguste de Stäel, había hecho para las Obras Completas de 1921. Ahora, Laia Quílez y Julieta Yelin, para su versión, han seguido la rigurosa edición francesa de 1996.


4 comentarios:

  1. Aquí nos tuvimos que conformar con la Bhöl de Faber. Así nos fue después...

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  2. Mais oui.
    Aunque después vino Rosalía de Castro. Y su poco comentada novela (en parte porque niega la imagen plañidera de Rosalía y nos muestra a una estupenda mujer critica, irreverente e irónica al modo cervantino), "El caballero de las botas azules", es una de esas lecturas estupendas que en su día (allá por 1977, en una conferencia en el Colegio de Periodistas de BCN) me descubrió Carmen Martín Gaite, quien después le dedicaría unas certeras líneas en su ensayo "Desde la ventana": brillante aproximación a la cosa sobre Mujer y Literatura (ajena a las corrientes dominantes, eso sí).

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  3. Me ha interesado mucho tu artículo sobre la Stäel. Los últimos días lo he puesto como ejemplo de penetración de la mirada. La Stäel no mira a Bonaparte, más bien lo taladra. Gracias por haberlo sabido comunicar.

    Jesús Ferrero

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