Por eso, cuando leo libros de viaje, presto especial atención a este elemento, tal y como aparece, por ejemplo, en el espléndido libro de Lévi-Strauss “Tristes trópicos” (afortunadamente reeditado hace poco en Galaxia Gutemberg porque era inencontrable). Cuando el antropólogo remonta las aguas de un río risueño –afluente del Machado-, cuyo curso es ignorado por los mapas, pero cuyos menores detalles le recordaban relatos que apreciaba mucho, porque iban en piraguas que exigían paciencia frente a cada accidente del lecho del río, que les obligaba a descargar provisiones y materiales y transportarlos, junto con las piraguas, por la orilla rocosa, para recomenzar la operación pocos cientos de metros más adelante.
"La partida nada tiene de inédito. Dejamos que los remeros cumplan los ritmos prescritos: primero una serie de golpecitos: pluf, pluf, pluf…; después la puesta en marcha, donde, entre los golpes de remo, se intercalan dos choques secos sobre el borde de la piragua: tra-pluf, tra; tra-pluf, tra…; en fin, el ritmo de viaje en el cual el remo sólo se hunde una vez de cada dos, retenido la vez siguiente por un simple acariciar de la superficie, pero siempre acompañado de un choque y separado del siguiente movimiento por otro choque: tra-pluf, tra, sh, tra; tra-pluf, tra, sh, tra… Así, los remos muestran alternativamente la cara azul y la cara anaranjada de su paleta, tan ligeros sobre el agua como el reflejo, al cual parecen reducirse, de los grandes vuelos de guacamayos que atraviesan el río, haciendo destellar todos juntos, a cada voltereta, su vientre de oro o su lomo azul."
Cuando viajan de ese modo, aunque empleen otros medios –canoas, juncos o góndolas-, difícilmente pueden silenciar los modernos Ulises la fascinación que les producen los remeros. (Cosa que también entendía muy bien de niña, porque en Castropol se celebran regatas de bateles y encima… cuando mi padrino era el timonel, alguna vez ganaban la competicón, con lo cual a mí me dejaban mojar los labios en la copa de los campeones, llena de sidra).
Tras abandonar el cange en el que había realizado su travesía por el Nilo, en su Viaje a Oriente, Cátedra), Flaubert anota: “Enorme nostalgia del viaje y del ruido de los remos cadenciosamente en el agua. ¡Pobre canga! Sí, pobre canga, ¿dónde estás ahora? ¿Quién anda sobre tus tablones?”. Ahora bien, tal vez ninguno como André Gide (Viaje al Congo, Península) –y por las razones que todos conocemos- cantó con tanto entusiasmo el lirismo de los remeros de un zagual: “Cada vez que se hunde en el agua, el palo del zagual se apoya en el muslo desnudo. ¡Qué belleza salvaje la de este canto tristón, la alegría de los músculos, el entusiasmo frenético! La chalupa se encabrita, se levanta hasta la mitad fuera del agua en tres ocasiones; y cuando vuelve a caer, nos cae encima un enorme fardo de agua, que el sol y el viento secan enseguida”.
Ni tal vez ningún otro tipo de embarcación hizo destilar de las plumas de los viajeros los ríos de tinta que hicieron verter las góndolas venecianas. Porque si al futurista Marinetti le parecían columpios para cretinos, antes y después de él, las impresiones fueron muy otras. Un caso curioso nos lo ofrece Mark Twain (Un yanqui por Europa camino de Tierra Santa, Laertes, 1993) que llega a Venecia al anochecer y al embarcar en “el féretro” siente que toda la leyenda de la ciudad era puro fiasco; y las góndolas, cajas mortuorias:
"¿Y aquello era la famosa góndola veneciana? ¿La embarcación en la cual principescos caballeros de antaño recorrían los canales a la luz de la luna y bebían la elocuencia del amor en los dulces ojos de las beldades patricias, mientras el alegre gondolero vestido de seda rasgueaba la guitarra y cantaba como sólo los gondoleros saben cantar? ¿Aquélla la noble góndola y su suntuoso gondolero? Una negra y basta barca con un negro ataúd en el centro y un bribón descalzo, en mangas de camisa, con muchas partes de su atavío al descubierto que hubieran debido permaneces ocultas a la curiosidad del público."
Al cabo de unos minutos, ya deslizándose con elegancia por las aguas del canal “y bajo la suave luna”, se le revela la Venecia de la poesía y de la tradición, y entonces la góndola, en su deslizante movimiento, le parecerá tan libre y graciosa como una serpiente: “Tiene diez metros de largo, es estrecha y profunda, a la manera de las canoas. Sus afiladas proa y popa se levantan mucho del agua, cual los cuernos de una media luna, con la búsqueda de la curva ligeramente modificada. La proa aparece adornada con una especie de peine de acero y un hacha amenazando partir en dos los botes que se le crucen, pero sin hacerlo jamás”. Y, más que los decorados palacios ante los cuales desfilan, lo que ocupa su atención es la maravillosa habilidad del gondolero, su pose majestuosa, su agilidad y flexibilidad, la elegancia de sus movimientos…, todo en él le fascina: “Cuando su erguida figura se recorta sobre la alta popa, contra el cielo de la tarde, constituye una escena completamente nueva para los ojos de un extranjero”. Y pasear en góndola, sobre todo cuando se desliza por entre las oscuras callejas de los suburbios y la embarcación adquiere la solemnidad adecuada al silencio, le parece a Mark Twain el más suave y agradable modo de viajar que haya conocido. Desde entonces, ya sólo le chocará ver la función diurna y prosaica que desempeñan en la vida cotidiana de la ciudad.
Muy similares son las impresiones de Miguel Delibes (Europa, parada y fonda, Destino), que no puede reprimir un estremecimiento ante el aire siniestro y lúgubre de las góndolas, ante su perfil definitivamente mortuorio: “Uno trata de resistir a esta primera impresión, intenta familiarizarse con el vehículo, pero es en vano el empeño”, escribe. Y al abandonar la ciudad, la góndola todavía sigue pareciéndole “un estilizado, anacrónico y flotante ataúd de tercera”. No se le oculta que es el medio de transporte que mejor rima con la fisonomía de Venecia, pero ello no impide que lo vea con una suerte de recelo macabro: “Las góndolas, sin excepción, están pintadas de negro, sus asientos van festoneados de flecos negros y por todo ornato, en las bandas de babor y estribor, se recortan unos dorados caballitos de mar”. Sabemos por qué fue –y sigue siendo- así. Nos lo había contado Mark Twain:
"Está pintada de negro porque en el cénit de la magnificencia veneciana, las góndolas eran tan suntuosas que el Senado decretó la cesación de aquel despliegue de riquezas, sustituyéndolo por una capa negra, solemne e igualitaria. Si se supiera la verdad, se vería que esto ocurrió porque algunos plebeyos enriquecidos hacían más ostentación de lujo que los patricios, al pasear por el Gran Canal, haciéndose merecedores de severa reprimenda. La reverencia por el pasado y sus lúgubres tradiciones mantiene en vigor la orden, a pesar de no haber quién la haga cumplir. Que siga así, pues. Es el color del luto. El luto por Venecia."
Y, al igual que lo hacía el escritor americano, también Delibes muestra su extrañeza al ver cómo las góndolas se emplean en los más prosaicos menesteres: los niños van en ellas a la escuela, los tenderos abastecen sus comercios transportando sus mercancías en ellas, y también los muertos son trasladados en ellas al cementerio de la isla de San Michele: “La góndola con el muerto y el acompañamiento de diversas embarcaciones detrás componen una estampa impresionante, un cuadro patético, de un extraño realismo, apacible y sobrecogedor”.
Podría seguir refiriendo otras impresiones sobre las góndolas, dada la ingente literatura generada por Venecia y sus aguas, pero lo que me interesa, ante todo, es mostrar la convergencia o el contraste entre visiones a menudo muy distanciadas en el espacio y en el tiempo. Además, siempre es obligado seleccionar y jerarquizar. Y si hay dos viajeros sobresalientes que han relatado sendas travesías nocturnas por aquel paisaje de piedra y agua, cifrando sus marcas, ellos son W. G. Sebald y Joseph Brodsky.
A Sebald (Debate), la contemplación distanciada de aquel paisaje le trajo una primera imagen: “Emergían de la niebla envueltas en un murmullo, rearaban el caudal verde gelatinoso y volvían a desaparecer en los vapores blancos del aire. Enhiestos e inmóviles, los timoneles se erguían en la popa. Con la mano en el timón, miraban fijamente hacia delante, cada uno de ellos alegoría de la disposición a la verdad”. Luego, ya él mismo embarcado en una de las lanchas, pasando por la Ferrovia y Tronchetto hasta salir a mar abierto, escribe: “La barca se alzaba y se hundía al ritmo de las olas, y me pareció que había pasado mucho tiempo. Ante nosotros, extinguiéndose, se hallaba el esplendor de nuestro mundo, de cuya contemplación, como en una ciudad celestial, no podemos saciarnos”.
Brodsky (Marcas de agua, Siruela) va con otros cuatro amigos, entre ellos el dueño de la góndola y su novia, que se encargaban de remar. “Nos deslizábamos lentamente, zigzagueando como una anguila, a través de la ciudad silenciosa que pendía sobre nuestras cabezas, cavernosa y vacía, a un enorme arrecife de coral, casi siempre rectangular, o a una sucesión de grutas deshabitadas”. Se dirigían hacia San Michele, la isla de los muertos. Ya en la laguna abierta, el lento movimiento de la góndola era totalmente silencioso. Y el poeta percibe “algo claramente erótico en el paso silencioso y sin rastro de su leve cuerpo sobre el agua, muy parecido a la forma en que la palma de tu mano desciende por la piel de la amada. Erótico, porque no tenía consecuencias, porque la piel era infinita y se mantenía casi inmóvil, porque la caricia era abstracta”. Luego, ante el recuerdo de la góndola impulsada por un hombre y una mujer, añade: “no era un erotismo de géneros, sino de elementos, una perfecta conjunción de superficies igualmente lacadas. La sensación era neutral, casi incestuosa, como si asistieras a las caricias que un hermano prodigaba a su hermana, o viceversa”. Entonces, cuando el viajero ya sabe lo que el agua siente al ser acariciada por el agua, el lento avance de la embarcación a través de la noche le parece “como el paso de un pensamiento coherente a través del subconsciente”.
(P.S. “Para María”)
Hermoso post. Un buen pretexto para linkearte. Los ríos son las venas del mundo, la cuna de las civilizaciones. Decía un viejo profesor de literatura de mi instituto, Ignacio Yebra de Montagut, que todos los poetas han cantado alguna vez al agua. Yo cada día paseo a la orilla de mi turbio Besós, sobre el que proyecto hipálages meditabundas.
ResponderEliminarUn abrazo y feliz estancia por Asturias ;)
Querida, qué sorpresa. Es mi Venecia, mi espacio, mi agua... Curiosamente odié tanto Venecia de pequeña, porque era sinónimo de familia y además no los entendía, y me aburría soberanamente. Luego aprendí a amarla y ahora es parte de mi vida callada y enamorada. Me encantó tu crónica, querida, y he sabido el motivo de mi odio eterno a Marinetti (ojalá se hubiese dejado los higadillos en el coche cuando el accidente, ¿no crees, darling?). Emocionada, cara. Y ahora, justo cuando voy a mandar esto, me encuentro con tu mail. Te digo...
ResponderEliminarMaga: Yo también nací, en mi tercera vida, a orillas del Besós. Por eso caminamos por la vida con un tercer ojo en la frente. Se nos reconoce de lejos ¡Hermoso post de la profesora!
ResponderEliminarMe gustan los viajes y la literatura de viajes, y me gusta Venecia, y me gusta su blog. Esas palabras que usted trae a colacion son tambien como un río habitado. Y yo también estoy harto de los que se pasan la vida interpretando, me gusta el agua, emociones y sexualidad, me gusta la arquitectura, imagínese, las cosas son mucho más sencillas, me gusta el agua porque me relaja o porque me recuerda mi infancia, que no es poco, y fuera los psicoanalistas que ya aburren. Abrazos
ResponderEliminarGracias a todos: por vuestras palabras y por "La Perseverancia". Vuelvo de Asturias. Frente a mi chabolita se alza una de esas enormes mansiones de indianos (ostentación pero cierta humildad o gratitud)con el flamante rótulo entrecomillado.
ResponderEliminarOs cuento!
No había caído por aquí antes, pero purgaré el pecado en el futuro. Un bello blog lleno de evocaciones (Asturias -Libardón-) y aquí mi Venecia ("polvo y cenizas, muerta y acabada"), el lugar donde lo más sensato es seguir las palabras de Brodsky y cumplir la promesa que el no cumplió:
ResponderEliminar"Y me prometí a mí mismo que (…)lo primero que haría sería venir a Venecia, alquilar una habitación en la planta baja de algún palazzo para que las olas levantadas por el paso de las embarcaciones salpicaran mi ventana, escribir un par de elegías apagando mis cigarrillos en el húmedo suelo de piedra, toser y beber, y, cuando el dinero estuviera a punto de agotarse, en vez de coger un tren, comprarme una pequeña Browning y volarme los sesos, incapaz de morir en Venecia por causas naturales."
Un saludo y hasta siempre.
Gracias, Javier...
ResponderEliminarAunque aquí no se trata de purgar nada sino de comulgar fraternalmente... por seguir en ese registro léxico. Y de compartir... tiempo, memoria y ensueño... LITERATURA.
A.