martes, 12 de mayo de 2009

BARCELONA , FERIANTES

Empiezan las conmemoraciones del centenario de la Semana Trágica barcelonesa y busco en la memoria un episodio real referido a las ferias de antaño, una forma de diversión popular y un muy genuino espectáculo.
A principios del pasado siglo, y aun antes, en las ferias había de todo: tenderetes donde se vendían rosquillas del Santo cuya fiesta patronal se celebraba, avellanas tostadas, almendras garrapiñadas u otras golosinas; había los tiovivos, el Pim-Pam-Pum de la risa o el carro del Titirimundi; había los fotógrafos al minuto, y las barracas de las rifas y del tiro al blanco, y el gabinete de los espejos cóncavos y grotescos que tanto asustaban. En algunas ferias, las de las capitales de provincia u otras ciudades medianas, había plazas de toros y un pequeño circo donde, además de las bestias, se exhibían los freaks (frikis, según mis hijos) : la mujer barbuda, el hombre-pez o el gigante aragonés. A veces en las ferias se exhibían también hombres tatuados. En algunas había incluso un modesto museo de cera.





En uno de estos museos, en El Santander de hacia 1900, un feriante anunciaba su “maravillosa y sorprendente colección de figuras de cera, todas de tamaño natural". Ya desde el siglo XVI, tal como muestran los retratos en cera que se conservan en el Louvre, la cera se había probado ser un buen material para la expresión artística, especialmente para escenas de carácter dramático o trágico, simplemente, para las expresiones de violencia, dado el realismo tosco y bárbaro, muy similar al de las primitivas tallas de madera, de las figuras de cera, que, en el siglo XIX, sin embargo, fueron perfeccionándose bastante. Pero en la colección del feriante de Santander aquellas figuras no habían alcanzado aún el refinamiento de las que se mostraban en el Wax Museum londinense o en el parisino Museo Grevin. Aquel feriante, en las vitrinas de su pequeño museo, además de a Juana Weber, la secuestradora de niños, y al célebre Pranzini, el galante asesino de mujeres, con sus víctimas, mostraba la explosión de la bomba en el patio de butacas del Liceo barcelonés que el anarquista Santiago Salvador lanzó en 1892, durante la representación de la ópera de “Guillermo Tell”.

El pintor Gutiérrez Solana, recuerda, en La España Negra (1920) aquella escena que vio representada en el museíllo de cera de una feria: “La gente, vestida de frac, huye atropellándose; una mujer, muy escotada, con un collar de perlas al cuello y en la mano un abanico de plumas, con la cara desencajada y con los ojos cerrados como si estuviese durmiendo, tiene apoyada la cabeza en el hombro de un caballero, que está con la cabeza colgando del respaldo de la butaca y la pechera de la camisa llena de sangre; ella tiene las piernas arrancadas y las enaguas chorrean sangre. En el suelo se ven colas de trajes blancos, arrancadas por las pisadas, y montones de zapatos, abanicos y chales, y muchos muertos de bruces; en las paredes del teatro hay estampadas huellas sangrientas de manos abiertas y secos estrellados; ancianos calvos muertos, con los brazos en cruz y toda la ropa destrozada por la explosión, después de haber sido lanzados al aire. Estas grandes figuras tienen grandes churretes de cola por la ropa; y los zapatos están de una manera grosera pegados. Algunas de ellas, por el calor, tienen despegados los brazos y las manos, y la cera se ha derretido en las orejas y parece que están llenas de miel; pero todas vestidas con gran lujo de alhajas y sedas”.





Por esos mismos años, en su infancia, durante la romería de la Aparecida, que inexcusablemente se celebraba en todos los pueblos montañeses (cántabros), Gutiérrez Solana tropezó con un hombre que portaba un gran cartelón que por detrás mostraba una serie de cuadros pintados que representaban la Semana Trágica de 1909: “la sangrienta semana de Barcelona: los conventos de frailes y de monjas incendiados, saliendo desnudos y descolgándose por las ventanas, y las iglesias saqueadas y llenas de bombas de dinamita sus altares. El fusilamiento de Ferrer, en capilla y sus últimos momentos, al caer de bruces por la descarga, con el pañuelo atado a su frente tapándole los ojos en los fosos del castillo de Montjuich”.


¡Ay! Las vitrinas y cartelones de antaño eran sin embargo una variante ingenua y primitiva, pero igualmente popular, de los perfeccionados productos que hoy nos siven sin tener que introducir monedas en la ranura o..


Otro día hablaré de Unamuno y la Semana Trágica (o de Ferrer i Guardia).

4 comentarios:

  1. No sé si a alguien más le pasa: cuando leo sucesos cruentos y trágicos de otras épocas los percibo como ficciones. Como si el discurso histórico que de verdad cuenta fuese el de Solana, por ejemplo, mediatizado por un pionero sentido del espectáculo; tele-basura avant la letre. Quiero decir que no consigo empatizar con el dolor de quienes lo sufrieron porque es un dolor lejano, de soldadito de plomo. En cambio los sucesos de la Guerra civil me son más próximos, porque todavía tenemos al lado gente que sufrió y que nos lo cuenta. Cuando ya no estén, la generación que nos siga verá nuestra guerra como si fuese un juego de la "play"

    ResponderEliminar
  2. Sí, algo así. De ahí que al leer páginas como éstas se me queden grabadas. Era cera derretida y su aspecto de miel...
    Thanx!

    ResponderEliminar
  3. El dolor ajeno nos llega a indignar, cuando es muy lejano, más por una cuestión ideológica que por inmediatez qu está claro que no la hay. Ojalá siempre podamos indignarnos frente al horror y la injusticia, por lejanos en el espacio o en el tiempo que se encuentren.

    ResponderEliminar
  4. Adoro la Medicina, pero supe que jamás podría practicarla: distanciarme del dolor y hacer abstracción del sufrimiento ajeno: observarlo, analizarlo.
    A.

    ResponderEliminar