domingo, 24 de mayo de 2009

CUARENTENA

Hay palabras que parecían obsoletas y sin embargo… resucitan.
Es el caso de “cuarentena”, que me trae a la memoria vagas conversaciones de los mayores que versaban sobre historias de familia o chismes de vecinos, sorprendidas durante la infancia. Y también ciertas lecturas.


Durante mi inmersión en la literatura de viajes, la palabra cuarentena era moneda corriente en esos relatos y apenas hubo viajero que no recordase la imborrable experiencia encerrada en esa palabra: los engorros y las contrariedades diversas que sobrevenían, por ejemplo, cuando un barco era puesto en cuarentena, como la sufrida por el pintor Eugène Delacroix en 1832 a su regreso de Marruecos: “un verdadero purgatorio” que se prolongó durante veinticinco días, con el agravante de ser la patria propia la que imponía tan severas condiciones: “¿Acaso no es duro estar en Francia y ser tratado como prisionero y africano?”, les dice a sus amigos, describiéndoles el miserable recinto en el que los habían recluido, donde “uno pacería un borrico”, plagado de pulgas como lo estaba, y con “esa suciedad de Lazareto, la más sucia de todas, pues hay la mugre de los habitantes de las cuatro esquinas del mundo”; en cuanto al entorno y el día a día, les contaba Delacroix: “Tengo como recreo el paseo durante unos instantes en un cercado pelado, donde no hay ni un árbol que me llegue a la rodilla y, con el sol del país, es un pobre recurso. Hay la perspectiva agradable de tres cementerios apropiados para enterrar a la gente que muere, tanto de fastidio, creo, como de peste, y el mueble principal que ocupa agradablemente la entrada es una mesa de piedra en la que se hace la autopsia a los fallecidos”. (Viaje a Marruecos y Andalucía. Olañeta Editor, 1984).



Charles Dickens también pasó por esa experiencia en Niza, cuando viajaba a Italia en una pequeña embarcación que en Marsella habían cargado con lana y que fue consignada como “producto oriental” por las autoridades correspondientes, que decretaron la obligada cuarentena, situación que el novelista describe desde el regocijante punto de vista de los mirones y curiosos que los observaban desde el puerto: “Izaron solemnemente una gran bandera en el mástil del embarcadero para que lo supiera toda la población. Hacía un día muy caluroso realmente. Estábamos sin afeitar, sin lavar, sin mudar y sin comer, y no nos hacía gracia quedarnos achicharrados en el puerto con los brazos cruzados mientras la ciudad nos miraba a una distancia prudencial, y todo tipo de individuos patilludos con sombrero de tres picos discutían nuestra suerte en un remoto cuartel, indicando con sus gestos (los observamos detenidamente por los catalejos) que nos retendrían allí al menos una semana y que no había absolutamente nada que hacer”. (Estampas de Italia, Alba Editorial, 2002).




En 1879, Mark Twain tampoco se libró de ella en El Pireo, donde se les obligó a anclar fuera de puerto durante once días. “Fue la decepción más amarga de todo el viaje –escribe- ¡Estar un día entero a la vista de la Acrópolis y vernos obligados a irnos sin visitar Atenas!”. Pero él y otros tres no se resignaron, pese a lo descorazonador de las respuestas recibidas sobre la existencia o no de guardias en el puerto y sobre la dureza policial caso de ser sorprendidos burlando las disposiciones sanitarias: “A las once de la noche, cuando la mayoría de los pasajeros estaban en la cama, cuatro de nosotros nos deslizamos silenciosamente hasta el pequeño bote y remamos hasta tierra”. A Twain y sus compinches, el quebrantamiento de la cuarentena –pese al riesgo de sufrir un arresto de seis meses- les deparó una de las aventuras más novelescas de su viaje, cuando a la noche, tras desembarcar furtivamente y ascender por una colina de caminos cubiertos por resbaladizos guijarros o tupidos de enmarañados zarzales, alcanzan al cabo de unas horas la Acrópolis y ante sus ojos se despliega una escena “extrañamente impresionante”:

Acá y acullá, en pródiga profusión, brillaban estatuas de hombres y mujeres acodados en columnas de mármol, algunos sin brazos, otros sin piernas o sin cabezas, pero todos con aspecto lúgubre y asombrosamente humano. Se levantaban por todos lados y fijaban la mirada en los intrusos de media noche, les atisbaban con pupilas de piedra, desde los rincones y ángulos, desde el fondo de los corredores; les privaban el paso en medio del foro y señalaban solemnemente con brazos sin manos hacia el templo. A través del edificio destechado la luna miraba y rayaba el suelo, oscureciendo los fragmentos y estatuas derribadas, y las esbeltas sombras de las columnas." (Un yanqui por Europa camino de Tierra Santa, Laertes, 1993)

Pero aquello fue la excepción, aunque en ocasiones la rutina policial podía trocarse en un pequeño rito festivo como el que describe Steinbeck en los puertecillos mejicanos del mar de Cortés, hacia 1950:



Aprendimos pronto la rutina de esos puertos. Todos los que tienen o pueden pedir prestado vienen a bordo... El oficial de aduanas, con un uniforme limpio y brillante, el agente de negocios con traje de oficina; luego soldados, si es que hay alguno, y por último los indios, que son los que reman, y quienes raras veces llevan uniformes. Suben a bordo como embajadores. Todos nos estrechamos las manos. La cocina ha sido preparada: el café está a punto y quizá un trago de ron. Se sacan los cigarrillos y entonces empieza el ceremonial de la cerilla. En Méjico los cigarrillos son baratos, pero las cerillas no. Si un hombre desea hacerte los honores, te enciende el cigarrillo, y si tú le has dado uno, debe agradecértelo así. Pero una vez encendido tu pitillo y el suyo, la cerilla todavía está ardiendo, y entonces cualquiera puede hacer uso de ella. En la calle, extraños que necesitan fuego se te acercan rápidamente, encienden su cigarrillo con tu cerilla, saludan y se van. (Por el mar de Cortés, Península, 2005.)

Lo común, por el contrario, en mar o en tierra, era la obligación de soportar un rito mucho más crudo y vejatorio como el que llevó a un hombre tan sosegado y pacífico como Miguel Delibes a redactar esta dura crítica de 1960.

En Natal (Brasil) el viajero ha de soportar una fumigación concienzuda a manos de un indolente mestizo. La escena es humillante. Uno, entre los efluvios del DDT, adquiere conciencia de patatal invadido por las larvas. Por lo visto, Brasil teme una inmigración ilegal de la mosca tsé-tsé. Ello no justifica la actitud agresiva del mestizo. Ser fumigado con la sonrisa en los labios, puede ser soportable; ser fumigado por un ser de mirada alevosa, resulta espeluznante. Uno experimenta la misma impresión que si le asesinaran a sangre fría; que si le disparasen un pistoletazo a quemarropa." (Por esos mundos, Destino, 1970.)



Con razón, poco después el escritor vallisoletano se despacha sobre la antipatía como un mal de fronteras y sobre el clima totalitario que en ellas prevalece: “Son una sucesión ininterrumpida de gestos hoscos y miradas enemistosas; de abierta, injustificada hostilidad”.


P.D. Unamuno también vivió una especie de cuarentena en Hendaya durante su destierro (iniciado en Fuerteventura, de donde se fugó a París, para luego acercarse a Hendaya en 1925, donde vivió su personal cuarentena, por razones políticas). Estando allí, el 13 de febrero de 1926, escribe para Caras y Caretas de Buenos Aires otra crónica, "El Bidasoa", donde leemos:

Aquí se podría escribir también romances fronterizos, pero ¡qué poco románticos! De luchas entre carabineros y contrabandistas. Y ahora, con el régimen de pasaportes y de miedo -miedo de los que dicen que mandan- romances policiacos. Pero lo policiaco destruye toda poesía.

5 comentarios:

  1. Celebro su sentido del humor, resulta tan oportuno lo de la cuarentena. Veo que la actualidad la ha inspirado y se ha puesto a redactar un erudito texto que nos remite a... Casi que no me atrevo a pedírselo, pero escriba más a menudo.
    Carlos

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  2. Es impresionante la que organiza en un momento, profesora. Me ha gustado mucho la parte de Mark Twain. Era todavía más divertido, travieso y osado que sus personajes, y su descripción final es apoteósica. Migel Delibes me ha resultado un poco más antipático. No sé yo si este fantástico escritor (su obra me parece extraordinaria) hubiese insistido tanto en dejar clara la raza del fumigador fronterizo si éste hubiese sido blanco. En cualquier caso, así es como se sienten nuestros inmigrantes, a todas horas, como si alguien les quisiese fumigar en cuanto abren la boca: Vienen a ganarse la vida y viven en cuarentena

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  3. Gracias, Carlos. Lamento no poder atender la sugerencia que me hace: múltiples asuntos y la decidida voluntad de no cansar.
    A.

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  4. Sí, en esa foto Twain tiene una cara de pillo (ese libro que cito es una delicia). Thanx!

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